Pablo Huneeus
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ROBERT MONDAVI (Tito)
por Pablo Huneeus

El gran señor y viñatero don Robert Gerald Mondavi (1913-2008) subió ayer a los cielos desde su mansión de Napa Valley, California.

Profeta de la conversión del vino, -con el perdón de su pecado alcohólico- en elixir de status y cultura; ideólogo del movimiento “Vinos del Nuevo Mundo” gracias al cual mostos producidos fuera de los “terroir” europeos, como los de Australia y Chile, alcanzaron calidad y reconocimiento mundial; innovador sin parangón del etiquetado y mercadeo del producto (a un blanco regular le puso “Fumé Blanc” y arrasó), pionero en hacer tours a las viñas, que antes eran reductos prohibidos al público y en desarrollar la fermentación en frío; autor de geniales joint ventures globales, ora con el barón Philippe de Rothschild para crear la viña Opus One en Oakville, con la familia Frescobaldi de Italia o con el “Pollo” (Eduardo) Chadwick para expandir la viña Errázuriz, amigo de mi hermano Cucho, patrono de la ópera en Napa, capo de un imperio económico de billones de dólares, MBA de Stanford (1936), padre de familia y marido de la artista suiza Margrit Biever.

En lo que a mi concierne, es miembro del octeto que en diciembre de 1991 abordó el Poseidón para que lo llevara por cinco días a navegar por las islas de Chiloé, viaje estupendo de lindo y tan estimulante en los humano, que dio lugar a mi encarnación de operador turístico, hasta que las salmoneras taparon de balsas jaulas cuanta ensenada y playa bonita había.

La idea fue de Cucho, estos americanos amigos suyos que querían conocer el sur. (Frank y Anne Farella, Robert y Mairgrit Mondavi, Ernie y Virginia Van Asperen, además de Cucho y Valeria) Cubren los gastos, por supuesto. De acuerdo y nos pusimos con la Vero a amononar la nave: copas, colchones, cortinas, todo nuevo mientras este capitán escribidor se encargaba del carenado, las bombas de achique y la pintura.

En eso estaba cuando me llama Ricardo Claro Valdés, quien para muchos es el dueño de CSAV, Elecmetal, viña San Pedro, etc. y para mi es el hijo de la tía Emita Valdés, amiga de mi mamá desde que fueron compañeras de colegio en las monjas inglesas del Sagrado Corazón. Siempre elegante, toda una dama envuelta en sedas y finos perfumes, me encantaba abrirle la puerta y hacerla pasar, era recibir a una princesa de palacio.

Pues bien, el hijo de la tía Emita, con quien no hablo a diario, me pregunta si es verdad que estoy trayendo a Chile al propio Mondavi. No supe qué negocio querría proponerle, pero entendí la importancia de Tito.

Sí, Tito, pues a fin de escribir estas líneas en su memoria, abro la bitácora del Poseidón y veo que de su puño y letra nos dejó, junto a su fono y dirección, su nombre escrito a la manera del título de esta crónica, con ese apelativo de confianza entre paréntesis, como pidiendo que nos dirigiéramos a él, al menos en Chile, como seguramente su padre italiano le decía de niño.

Pues lo más llamativo de ese hombre frisando los ochenta que un día se embarcó con nosotros era su espíritu de niño: chacotero, infinitamente curioso (quería saberlo todo, desde el nombre de cada volcán hasta la receta de ceviche de corvina) y con cierto poder de encantamiento, un atractivo diríamos, que sólo recuerdo de mi padre, pero esta vez en versión extrovertida.

Dominaba la conversación con sus jocosas salidas y, sobre todo, pudimos apreciar, con sus punzantes ideas para empujar adelante el negocio del vino. Parecía siempre dejarlos a todos perplejos, pensando. O sea, era un movedor de gentes, un impulsor que sacaba de la inercia a quien sea que tuviese cerca.

Los esperamos del avión en Puerto Montt y desde el canal Tenglo navegamos hacia la isla Chidhuapi, donde pasamos la primera noche. Al otro día el golfo de Ancud amaneció demasiado agitado para cruzarlo con pasajeros (mareo seguro) por lo que preferí rumbear la nave hacia Calbuco, ciudad costera a 60 km. al sur de Puerto Montt por camino pavimentado.

Creyeron haber llegado a una isla, que lo es, (aunque ahora unida al continente por un piedraplén) pero a dos días de navegación, una suerte de fin del mundo donde para gran sorpresa de Mairgrit, que es la mecenas cultural de la fundación Mondavi para las artes, había una exposición de pintura chilota. Grandes cuadros del Trauco, la Pincoya, lo típico, pero con aire de ultratumba, con mucho negro recuerdo. Uno de esos esperpentos lo encontró igual, idéntico a su hermano. Quería comprarlos todos, la exposición completa, pero por más que buscamos y preguntamos, no había nadie que pudiese hacer la venta.

Les llamó la atención la calidad del calzado que hacían en Calbuco, como que volvieron a la nave con sendas cajas de botas felpudas. Eran “Hush Puppies”, marca de zapatos baratos en otros países que, parece, nunca habían visto.

Su poder de convencimiento lo pude apreciar en un diálogo cerca del timón de mando cuando al otro día cruzamos el golfo en dirección a las termas de Llancahué. Tras cuatro horas de mar regular, Mairgrit comenta que el té de jengibre que al zarpar la Vero sirvió de antídoto al mareo, le había hecho efecto, pues no sentía malestar alguno.

Don Robert –sorry, Tito- le rebate su idea de sentirse bien con un argumento que parece inspirado en el filósofo existencialista Kierkegaard, quien adelanta que no es la razón objetiva lo que cuenta, sino la percepción subjetiva que uno sienta.

-Estás mareada, -le dice, -pero con la ilusión de que no.

- ¿Y qué?, -replica Mairgrit, -el resultado es el mismo, me siento regio.

Tiempo después, estando nosotros de visita en San Francisco, nos convidaron con Valeria y Cucho a su cumpleaños, una fiesta de disfraces en Napa Valley, donde él estaba vestido con una túnica dorada de beduino saudita.

Un par de años mas tarde, durante otro viaje suyo a Chile, por un cambio de vuelos quedó en Santiago un día más de lo previsto y sin que hombre de negocio alguno supiese. Verónica y el infrascrito lo llevamos con Mairgrit a almorzar a un restorancito ecuatoriano, muy sencillo, llamado “La Mitad del Mundo”, que hay en un barrio de clase media.

Le encantó, rió, comió y bebió feliz. Su interés en las comidas, a igual que en Chile y en su gente, seguía vivo. Recuerdo que nos habló de la pareja, de jamás viajar solo a ninguna parte y de que uno nunca se deprime mientras tenga con quien compartir. Qué ganas de llegar a esa edad con tanta vitalidad, comentamos. Fue la última vez que lo vimos.

Por eso, ante hombres de esa talla, que tanta vibración irradian a su alrededor, no queda más que ser existencialista: Ha muerto Robert Mondavi, dijo recién la CNN, pero nosotros, quienes fuimos sacudidos por su amistad, seguiremos siempre con la ilusión de que no.

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