Pablo Huneeus
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LOS FANTASMAS DE PIRQUE
por Pablo Huneeus

Todo empezó con un correo de Tomás Huneeus advirtiéndome que en la casa de campo de mi abuelo, don Francisco Huneeus Gana (1876–1958), estaban perpetrando un “reality show” de televisión.

Intitulado “La Granja”, es una producción del Canal 13 de la Universidad Católica en que un montón de jóvenes desgreñados, ciertamente no universitarios ni muy católicos, hablan puras leseras, a menudo con la boca llena, ora en torno a una mesa, ora echados sobre catres de campaña.

Aunque el mentado programa llevaba ya dos meses en el aire, lo comencé a seguir. A partir de las once de la noche se extiende como un chicle interminable de diálogos tan planos que obligan a mirarlo en “off”, o sea dejando la pura imagen. Y así fui comprobando que efectivamente, filman esa bufonada en lo que viene a ser la casa patronal del antiguo fundo “Isla de Pirque”, epicentro de la familia por medio siglo.

Ahí estaba la vieja casa que creía totalmente olvidada, su escalinata de piedra ante la puerta principal, sus enormes lámparas de hierro forjado, sus altas puertas de doble hoja, sus amplias galerías embaldosadas y de fondo, el característico enchapado de roble tallado en rectángulos que cubría sus muros interiores.

Únicamente en Alemania, en un castillo neo gótico de Wiesbaden, he vuelto a ver ese trabajo. Me llamó la atención, como si hubiera escuchado un tintineo lejano al fondo de la memoria, pero no alcancé en ese momento a atinar qué me evocaba ni dónde. Reminiscencias de encarnaciones anteriores, pensé, a lo mejor ya estuve aquí en calidad de arcipreste de Maguncia o de perro Doberman ¿qué sabe uno de sus vidas pasadas? Verónica recuerda, sí, que le comenté en esa oportunidad que las molduras de esa pared me sonaban conocidas.

Acá, en cambio, era distinto. Sumido en el ambiente íntimo de la medianoche, lejos del ajetreo turístico o del día a día que nos consume, esas imágenes silenciosas empezaron a remover las borras al fondo del tonel. Llamé a mi prima Paula.

–Atroz, –dijo, –lo único que quiero es que aparezca el tata Pancho con sus botas típicas y corra a huascazos a esos mocosos mugrientos.

Me confirmó, sí, que el matrimonio de sus papás, la tía Ester y el tío Lucho, fue ahí, que el triciclo donde la Nany llevaba sus pinceles a la laguna era de color naranja y por supuesto ¡cómo haberlo olvidado!, que el tata allá calzaba botas de montar. Jineteaba su cabalgadura con un fuste de cuero, a la inglesa, pero todos, su potro negro incluido, le temían más a sus dichos que a su huasca. ¡Qué fuerza tenía en sus opiniones! Nada en él era a medias tintas, conciliador o vacilante.

–¡Hazlo!, –le oí decir en lo que viene a ser la consigna del hombre de acción, –porque uno se arrepiente de lo que no hace, jamás de lo que hace.

Durante la semana fui llamando a primos, tíos, a mi hermana María Virginia y a mi propio ángel de la guarda para que me ayudaran todos a desenterrar el baúl de los recuerdos, el cual estaba cubierto por toneladas de olvido, pues la última vez que fui a Pirque debo haber tenido diez u once años de edad. Pirque de mi infancia ¿por qué te fuiste?

Esta es la historia de su llegada y su partida:

Una tarde de comienzos del siglo XX, cuando Chile merodeaba su primer centenario de vida independiente, a la salida del Club de la Unión, el tata Pancho se lo compró al “Camarón” Vicuña, quien lo tenía, parece, totalmente abandonado, cubierto de maleza y con su casona colonial en ruinas. No sabemos mucho del Vicuña que se duerme, pero podemos imaginar el diálogo:

–Oye puh Panchito querido ¿no quieres este fundo que me sobra para el lado de Puente Alto. Fíjate que no voy nunca, con tanto que hacer en el club.

– ¿Por qué no mi viejo? Pasa mañana por el Congreso y te hago el cheque.

Al tata Pancho, un ferviente católico y gran señor, se le recuerda como un vikingo optimista, cuya arrolladora simpatía convencía a quien quisiera de cualquier cosa. Fue diputado por Lebu y senador por Santiago del Partido Conservador, una agrupación parecida a la actual UDI en temas valóricos, pero de instintos democráticos; se preocupó, al menos paternalmente, de la injusticia social, combatió la dictadura del general Ibáñez, que cerró el Congreso el 11 de septiembre de 1924, cuando al tata le quedaban tres años de senador y habría detestado la de Pinochet.

GARRA DE LEÓN

El conservadorismo de entonces, si bien aglutinaba a la vieja guardia terrateniente, estaba muy ligado a la Iglesia, la que se estremecía con las réplicas del terremoto encíclica Rerum Novarum sobre “la condición de los obreros” que promulgara el Papa León XIII en 1891.

“Los adelantos de la industria y de las artes,” pontifica en su primer acápite el mensajero de Cristo, “que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patrones y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda.”

Igualdad entre capital y trabajo predicaba ahora la Santa Madre que por siglos bendijo privilegios de cuna y dinero. ¿Acaso Cristo, al fin de cuentas, no era hijo de un obrero de la construcción? Y san Pablo, el articulador de su doctrina ¿olvidan que era talabartero, no banquero?

Respecto al caballero de fusta que aquí nos ocupa, en el punto 22 de dicha encíclica aparece claramente delineado lo que sin duda fue su filosofía: “No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia estén tan fijos en el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la vida mortal y terrena.” Lejos de vivir la feliz irresponsabilidad del millonario, lo que hace el tata es intervenir, animado por su fe, “la vida mortal y terrena”. Es un hombre de este mundo que quiere, además de plantar un árbol, dejar el país y su gente, mejor que antes.

Cuesta hoy entender a parlamentarios, como los de entonces, que no cobraban dieta ni honorario alguno por servir en el congreso. Menos, a ingenieros de la oligarquía que jamás pusieron plata en el extranjero y que encima, dedicaron gran parte de su empuje empresario, no a amasar millón sobre millón, sino obras de bien común, como Ferrocarriles del Estado e instituciones de beneficencia.

Lo anterior no quita que desde esos tiempos –“la belle époque” le llamaban al inicio de siglo– ya se observe que ser tribuno de la república y armarse de propiedades, sea una misma cosa.

Ciento noventa hectáreas de rulo, –una eventual bocatoma del río Maipo estaba a un par de leguas– no deben haber sido más que pastizales de secano, posibles de incorporar a la agricultura con mucho sudor y su buen poco de capital.

Hoy, por cierto, debido al crecimiento del tumor urbano es otra cosa. Considerando el valor del metro cuadrado en esa codiciada zona, actualmente residencial, de haberse mantenido en la familia, a cada uno de sus veintitantos nietos le tocaría cerca de un millón de dólares.

EL OTRO LEÓN

Pero ni las especulaciones inmobiliarias ni la producción cárnea parecen haberle interesado al abuelo de atronadora voz, emprendedor espíritu e inolvidable fragancia del habano “Partagas” que se fumaba después de almuerzo. Era la cosa pública su pasión, el país, y en especial el desarrollo humano de los postergados. Su memoria para recibirse de ingeniero civil fue el estudio base para construir el ramal de ferrocarril que había de ir de Rancagua a Coltauco, el mismo que a su hijo menor Patricio, siendo subsecretario de Transportes del presidente Jorge Alessandri, le toca clausurar.

A lo largo de su vida pública, su obra son los organismos de asistencia social que él fundara, como la Ciudad del Niño para acoger a chicos huérfanos, la Caja de Crédito Prendario, la popular “Tía Rica” que presta sin usura dinero a “los que viven por sus manos” y el hogar universitario de Alameda.

Entre los libros que escribió sobre este mismo escritorio donde tecleo ahora, destaca: “Por el Orden Social” (1917) y “La Reforma Universitaria” (1923). También publicó una revista política, llamada “Por Chile”, que duró 206 ejemplares (1948–52). En lo empresarial, funda en 1906 la Compañía General de Electricidad Industrial, idea medio loca en su tiempo esto de generar electricidad con agua, habiendo tanto carbón. En pleno apogeo del “rey de los combustibles”, como le decían al carbón, a la luz de estupendas locomotoras y grandes vapores, todos dejando negros penachos tras suyo, él pasa una ley para la electrificación de ferrocarriles (1912).

En 1929 viaja en vapor por Buenos Aires a Alemania a reunirse con el directorio de la siderúrgica Krupp. Previamente había enviado 600 toneladas de carbón coke metalúrigico de su carbonífera Lebu, para que lo ensayaran. Los resultados fueron positivos y la plana mayor de la principal acería del mundo acuerda instalar una planta al sur de Concepción. Pero entonces, el lunes 28 de octubre de ese año -black Monday-, Wall Street hundió al mundo en la crisis financiera que frenó por décadas todo proyecto de desarrollo.

Curioso, la cubierta del escritorio es de caoba, suave y acogedora. Sus patas, en cambio, representan leones gruñendo a los cuatro puntos cardinales, cada cual con su zarpa abierta, como incitando a escribir con garra.

Siendo director de la Sociedad Protectora de la Infancia, precursora del actual SENAME, acaece la crisis de 1930 que paraliza la economía global, arrastrando a Chile, debido a su excesiva dependencia del capital foráneo, hacia la peor hambruna de su historia. Miles y miles sin trabajo, quebrazón de empresas, multitudes mendigando por las calles, masas de despedidos, sobre todo de las empresas exportadoras, recorriendo la ciudad en busca de perros para echarlos trozados a la olla común de la esquina.

Pero ante la adversidad, el león de Pirque, que en el barullo resultó técnicamente quebrado, (sonaron sus negocios mineros) en lugar de amilanarse, crece para la ocasión y organiza a sus amigotes del Club, grandes hacendados todos, para dar de comer a diez mil niños de padres cesantes.

Así vistas las cosas, se entiende que este adelantado de la reforma social, haya dejado a cualquiera administrar los potreros, los que fueron destinados a cultivar cáñamo para la Fábrica Nacional de Sacos, que se llevaba la fibra del tallo para hacer bolsas paperas, quintales trigueros y cuánto cordel o soga amarrara las cosas. La hoja, donde ahora sabemos que está todo, se destinaba a forraje vacuno.

El reposo del guerrero fue la casa grande de Pirque –la rehizo entera– y las diez hectáreas que se reservó para hacer el parque del cual nunca se arrepintió.

En preparación al centenario, fue contratado especialmente para embellecer Chile, el paisajista francés Gustave Renner. Trazó el Parque Forestal, la Plaza de Armas, los jardines del Congreso Nacional, que originalmente iban a cubrir cuatro cuadras en torno al edificio y el vergel alrededor del palacio barroco, también en Pirque, de doña Emiliana Subercaseaux. Éste último, actualmente propiedad de la viña Concha y Toro, es considerado uno de los hitos del patrimonio arquitectónico de la nación; ahí reciben a potentados del vino y se efectúan en verano, conciertos de música clásica.

Entonces, el tata político, ha debido invitar al distinguido arquitecto de paraísos terrenales a que pasara un día por la casa, sher mesié, y le proyecta s’ il vu plé, uno para él también.

Mientras las vacas rumiaban dichosas su ración diaria de cannabis, el tata y la Nany, se dedicaban a hacer su Jardín del Edén según los planos del maestro galo: dos grandes avenidas en forma de herradura que iban desde la casa a una laguna tipo espejo de agua que había al fondo.

La laguna no existía, la hizo el tata –para algo era ingeniero– represando un estero, un pequeño Eufrates, que pasaba cerca. Puso un bote, con su embarcadero, para que pasearan los enamorados. Como se llenó de más zancudos que cupidos, trajo gansos para que comieran sus larvas. Las enormes aves salieron malhumoradas y bastaba que nos acercáramos al agua para que nos atacaran con las alas abiertas, dando destemplados graznidos, mientras apuntaban su largo cuello, cual escopeta, derecho a la cara.

Estatuas de Diana cazadora, de la Venus de Milo y de Adonis jalonaban el prado central, siendo ahí la primera vez que vi una prótesis: el fierro oxidado que quedó del brazo de Diana cuando se le desprendió el yeso. Como base del paisaje, araucarias, palmeras, ceibos y nogales dispuestos en torno a las avenidas unos o, en el caso de algún jacarandá, el de flores azules, plantado en solitario para destacar su belleza.

Era esencialmente peripatético el parque, para meditar y conversar caminando. ¿Hay algo más grato que leer o enamorar mientras movemos las piernas?

EL NACIMIENTO DE PAPELUCHO

Tampoco existía la capilla, la que fue hecha en base a unos bloques experimentales de yeso que había discurrido el tata para la minera “El Volcán”, de la cual era socio. Precursora de la ubicua “volcanita” hasta el día de hoy está de lo más bien gracias.

La tía Ester se encargó de hacer la fachada, que quedó linda, el tío Pato del altar de lajas sólidamente empotradas y la tía María de organizar la actividad sobrenatural, misas y misiones para cristianizar la comarca.

También construyó a sus expensas una escuela para educación básica. No había ninguna cerca y el hacendado chileno medio, típicamente del valle central, consideraba impropio difundir la educación en la clase trabajadora.

–¿Para qué puh Pancho?– ha de haberle reprochado más de un encopetado vecino, –si para vendimiar uva o trillar trigo, la peonada no necesita leer ninguna gueá.

Cómo sería de fuerte esa actitud anti ilustración de la oligarquía terrateniente, que varias décadas más tarde, cuando ya la educación estaba archi establecida en su sitial de primera necesidad, un hacendado me peguntó cuántos libros me faltaba leer para volverme comunista.

–La pura Biblia, –le contesté, siendo que le debía haber preguntado de vuelta ¿y tú cuantos libros dejaste de leer para volverte idiota?

Regresando a la escuela, una de las hijas mayores del tata, la tía Ester Huneeus Salas (1902–1985), conocida también por su seudónimo para niños Marcela Paz, había fundado en 1924 la Sociedad Protectora de Ciegos Santa Lucía, cuya sede de 14.000 m² en la comuna de San Miguel fue donada en 1930 por doña Teresa Vial de Larraín, a quien se le recuerda con una larga calle que cruza la Gran Avenida. Su objetivo es borrar con educación el estigma social de la ceguera física y para ello introdujo el sistema inventado por Louis Braille a los quince años de edad para comunicar de noche órdenes militares sin recurrir a la luz. Se basa en un código binario perforado en cartón, el que precede al mecanismo binario que fundamenta al computador.

Pues bien, entusiasmada con el despertar intelectual de quienes miran con el alma, la tía se los lleva a veranear a Pirque. La escuela rural básica del fundo pasa, pues, a ser cátedra del sistema Braille, en lo que seguramente constituye la primera Escuela de Verano para Ciegos de la historia. A esa obra de bien público fue que la tía Ester y su menor hermana Yola, donaron los derechos del libro “Papelucho”, que habían hecho juntas como labor de beneficencia.

Publicado en 1947 por la Editorial Rapa Nui que fundara el escritor Hernán del Solar (1901-1985) y seguidamente en 1952 por la Editorial del Pacífico, es un libro mixto que combina palabra con imagen. Comparable en su presentación a “El Principito” (1943) de Antoine de Saint–Exupéry, alterna magistralmente su texto con sus ilustraciones. Los dibujos a mano alzada, con simple lápiz negro, que de página en página de esa versión rebosan gracia y movimiento, son los que plasman para siempre la fisonomía de ese niño solitario, inquisitivo y aparentemente ingenuo que es Papelucho.

¿Qué sería de “El Principito” sin la representación visual que el propio Saint– Exupery le dio al personaje? Sin esas ilustraciones, hoy mundialmente famosas, capaz que ni supiéramos del “Petit Prince” de capa y espada en pleno desierto.

Del mismo modo, Papelucho es relato y retrato, narración e imagen íntimamente imbricados y quien le da su figura original, nunca igualada en las imitaciones colorinches que hoy vemos en librería, aparece apenas mencionada en la página seis de la obra original, donde dice escuetamente: “Ilustraciones de Yola”.

Se trata de la más talentosa de las hijas del tata, Yolanda Huneeus Salas (1909–1996). Era bellísima, delgada, con rostro de ángel de Boticelli, se agolpaba la gente frente a la casa de calle Vergara para divisar a través de los cristales del salón rojo, a esta figura de porcelana, no podían creerlo, tocando violín a la perfección.

Fue ella una niña superdotada. Bajo la tutela de frau Moffat, la institutriz germana que le tenía el tata Pancho a sus hijos, aprendió alemán a la par, sino antes que el castellano materno. A los cuatro años, cuando le pasaron el violín Amati que le habían comprado a Panchito, el anormal hijo mayor del tata, la tía Yola al mes ya tocaba pasajes de la sonata Nº 12 “La Folía” de Arcángelo Corelli (1653–1713).

Tanta facilidad tenía para el más exigente de los instrumentos de cuerda, que le tomaron clases con el maestro Albert Fischer, el mismo profesor que le dio al pequeño Víctor Tevah la base teórico instrumental que le permitió llegar a ser director de la sinfónica.

Las exigencias de Fischer sobrepasaban las del violín y su escurridizo arco. Fue toda educación particular a domicilio la que recibieron las hermanas Huneeus Salas, nunca fueron a un colegio, lo que puede distar mucho de pedagogías amigables. Cuando Herr Fischer iba a hacer clases a la casa del tata, a tomar la lección como decía, si la niña no tenía perfectamente aprendida la partitura del día, la encerraba con llave y se iba con la llave en el bolsillo a tomar otra lección. Una hora después volvía y la liberaba de su musical encierro siempre y cuando el determinado ejercicio estuviese debidamente aprendido.

Así todo, su facilidad, azuzada por tan prusiana disciplina, la llevó a niveles altísimos de ejecución. Con Cristian Vera Larraguibel, el aventajado violinista y estudiante de medicina que mi papá invitaba a integrar su cuarteto, la tía una vez tocó de corrido el concierto para dos violines de J.S. Bach. Eso, en circunstancias que ella llevaba siglos sin practicar y que Cristián estaba más interesado en deslumbrar a mi hermana María Virginia, con quien terminó casándose, que en las sutilezas melódicas del adagio.

Un buen día, el maestro Fischer pide hablar con el tata. ¿Una nueva presentación de Yolita en algún salón musical? Hasta aquí puedo llegar, don Pancho, dijo el severo profesor. Ahora, la niña debe proseguir, igual que Víctor Tevah y Claudio Arrau, al Konservatorium de Berlín.

Pero el amor es más fuerte. En lugar de perfeccionarse en la más alta academia de su tiempo para lanzar una carrera de concertista mundial, se enamoró de un hermano agricultor de mi mamá, Eduardo Cox Balmaceda, con quien tuvo siete hijos y fue feliz.

Para el tata, que era muy explícito en sus preferencias, esta hija menor, fue siempre su debilidad, manteniendo ambos de por vida la amistad, lo que ha debido suscitar cierta envidia de su hermana mayor. ¿De qué otro forma explicar que las dos autoras de una obra maestra se distanciaran y que la tía Ester, Premio Nacional de Literatura 1982, nunca la mencionara?

Yola además dibujaba y pintaba, se conservan notables retratos salidos de su mano, en su mayoría de niños. En cuanto al libro de marras, al observar la portada que ella diseñara se aprecian detalles clave: primero que Papelucho, con su inconfundible estampa va caminando solo por un camino rural con un palo y un bolso al hombro, pero de pantalón corto, lo que era usual en la época y… de corbata. Con ello, señala su origen burgués, como diciendo que no es un huasito perdido, sino el personaje bienhablado que conocemos.

Segundo, dicho camino rural muestra una rancha en primer plano, como para ambientar que va lejos de casa y cerrando la composición al fondo se perfila una línea de cerros. Pues bien, dicha línea, con sus singulares quiebres, corresponde al tipo de quiebre abrupto propio de la cordillera de Los Andes y no de cualquier parte, sino exactamente como se aprecia desde la casa de Pirque. Más aún, al seguir la composición hacia la contratapa –es un mismo croquis que envuelve la obra entera– vemos que corresponde a la entrada del cajón del Maipo, a la altura de Las Vizcachas, perfilada como se ve desde el fundo.

Esto no es casualidad. La tía Yola, luego de casarse vivió con su esposo por más de una década en Pirque, y justo en los años 1940 que preceden a la aparición del libro, por lo que dicha portada es el certificado de nacimiento que nos indica dónde fue engendrado y parido Papelucho.

LA NANY

En medio de tanto cultivo de las artes y de la filantropía, mi abuela Nany, misia Teresa Salas Subercaseaux (1878–1972), en un vano intento por conciliar entradas con gastos pone panales de abejas, frutales y una porqueriza para criar chanchos. En fin, lo que fuera para parar la olla, como se dice.

Era ella de carácter reservado, hacendosa sí, pero quitada de bulla. Junto al extrovertido hacedor, al estruendoso retador, estuvo siempre esa delicada alma que en voz baja movía todos los hilos. A los noventa y un años me regaló la edición en francés de la Biblia de Jerusalén. “Cariño de la Nany. M. Teresa Salas de Huneeus, 29 Junio 1969”dice en temblorosa letra la dedicatoria.

Tenía ella su motor interior. A pesar del barullo de sus siete hijos y N nietos, tipo diez de la mañana ponía sus telas y pinceles arriba de un triciclo de color naranjo, nos dicen, y se iba pedaleando a su taller cerca de la laguna, donde permanecía ensimismada pintando, en absoluto silencio y soledad, hasta que tipo tres de la tarde, con un megáfono de vitrola le avisaban que la mesa estaba servida.

Fue una de las más aventajadas discípulas de Pedro Lira, el del famoso cuadro “La Carta” que se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes como una de las obras culmines de la pintura. También hay un cuadro de la Nany en la reserva de dicho museo. Sus temas, muy del maestro Lira, eran cuadros de naturaleza, lirios, crisantemos en floreros de cristal y paisajes apacibles, en su mayoría del propio Pirque.

Era tan grande el parque con sus avenidas, su huerto de verduras frescas y sus mazos de hortensias, que demandaba doce jornaleros tiempo completo. Aún así no podían mantener el pasto corto, por lo que trajo una cincuentena de ovejas, las que apodaba con nombres de la cultura clásica como Artemisa, Popea o Cleopatra.

Con el ardor de primavera estas lanudas doncellas requerían algo más que ser esquiladas, por lo que se importó de Inglaterra, con crédito del banco Edwards, al Winston Churchill, un carnero Hampshire Down. Pero al arribar este linajudo reproductor olió despectivamente a las damiselas sin hacerle honor a ninguna. Muy chuscas, debe haber pensado sir Winston. Al mes, sí, cuando estuvo debidamente aclimatado, se puso de sol a sol a mejorar la raza.

La biblioteca era imponente, con su colección de la revista “The London Illustrated News”, empastada en volúmenes anuales. En ella uno se enteraba, por ejemplo, de que la coronación de su majestad Jorge VI, había sido transmitida a algunos puntos de Londres con un flamante invento llamado televisión, que en cierto acantilado a orillas del Mar Muerto los beduinos habían descubierto unos rollos con la primera versión de la Biblia, o que el trasatlántico “Queen Mary” había zarpado en su viaje inaugural desde Southampton. ¡Ah!, la foto a doble página de la poderosa nave cortando las olas, ¡qué fuerza han de tener sus máquinas para llevar en la proa ese tremendo bigote de espuma blanca! Britannia rules the waves, pensaba uno para sus adentros antes de ir a convertir el bote de la laguna en vapor imaginario cruzando el Corcovado.

El intelecto anidó en Pirque: al almuerzo se discutía de política, –la cuestión social, la masonería, eran temas recurrentes– al atardecer se rezaba el rosario, y de noche se craneaban libros. Ahí fue más de una vez el padre Alberto Hurtado SJ con la idea de hacer con el tata alguna industria, en grande que diera trabajo a niños vagos. Ahí también el año 1935 se casó la tía Ester con Luís Claro Montes, evento estampado en la magnífica fotografía de los novios, con cuatro pajes, en la escalinata de entrada, con la casona de fondo.

Se rememoraban en las oraciones, supongo, no recuerdo, las almas idas de la familia, Ana María Huneeus Salas, la hija mayor del tata muerta a los doce de diabetes (no había insulina entonces); la de una prima que subió a la eternidad antes de cumplir el año y la de mi hermana Ana María, fallecida a los tres al volcársele encima un anafre con agua hirviendo.

Por eso, cuando rondan fantasmas en el “reality” de Canal 13, son ellos, los niños llamando. No sólo Ana María la hermana mía o la de mi padre, sino el espíritu de todos los niños abandonados, abusados y empobrecidos, los mismos que motivaron al tata a fundar instituciones protectoras, al padre Hurtado a fundar el Hogar de Cristo y a la tía Ester a escribir para ellos.

La otra versión, de un innombrable, (siempre en los Huneeus la beatería ha tenido su contrapeso liberal) es que el espectro al acecho de las lolitas que se duchan y contornean profusamente ante las cámaras de televisión instaladas en la casa de Pirque, es el propio tata.

–La Gloria –dijo el irreverente primo, –me tinca como gusto del tata Pancho: morenaza y buenamoza, con un cuerpecito hecho casi a mano.

POR TREINTA MONEDAS

Fatalidades del destino: esa misma sensibilidad social del tata, le estalla en la cara con la huelga campesina del año 1939. Verdadera rebelión popular, que guardaba poca relación con los inquilinos del fundo mismo, quienes no estaban tan mal, se extendió cual alzamiento guerrillero por todo el valle del Maipo. En el jaleo perdió las ciento veinte vacas finas del plantel lechero, además de un toro holandés que fue carneado en las inmediaciones. En términos empresariales, quedó sin capital de trabajo, por lo que debió después arrendar, con pésimo resultado, la superficie cultivable de su predio.

Ya cansado, con cerca de ochenta años encima, un corredor de propiedades amigo de la familia (cuídeme Dios de los amigos...) le ofrece vender Pirque a una fundación suiza, o alemana, que buscaba una finca donde instalarse.

Dice la Biblia que me regalara la Nany:
Alors, un des Douze que s’appelait Judas Iscariote, alla trouver les grandes prêtres et leur dit : « Que voulez-vous me donner, et moi je vois le livrerai? » Ceux-ci le versèrent trente pièces d’argent. (San Mateo 26 14-16.)

Excelente oferta, pero... la tía María le hizo presente que venderle Pirque a unos apóstatas –de la herejía luterana o calvinista quizás– era perder la obra que ella, con la ayuda del Espíritu Santo, había hecho para implantar ahí la fe católica. Al argumento angelical contra tan grande desprendimiento se sumaron otras devotas damas del entorno, como las hermanas solterísimas de la Nany, en particular, Rita Salas Subercaseaux (1882-1962), que escribía bajo el seudónimo de Violeta Quevedo. “Violeta, porque soy como la flor que oculta su cabeza entre la yerba. Quevedo, porque escribo lo que veo.” Y lo que veía era la luz de la santísima Trinidad guiándola en el trance místico de obtener en el Ferrocarril Trasandino a Mendoza un asiento en primera clase, pagando pasaje de tercera, milagro que para la iluminación de la cristiandad consignara en libros, según ella aleccionadores como es el inigualable e inencontrable: “Clarín de batalla en las blancas nieves, o sea 1944.”

A la resistencia de los serafines del bien se opuso un factor familiar que pesó fuerte en el ánimo del ya anciano “Pater Familias”: el olvido del campo ancestral que hace la familia, que es el olvido que hace Chile entero de sus raíces en la tierra misma, en el paisaje y los bosques. Yola y Eduardo, junto a sus hijos, sin duda los nietos favoritos del tata, se habían ido a vivir a la ciudad. Por su parte, los Huneeus Cox, vale decir la descendencia de mi padre, de estar radicados en los Estados Unidos, pasamos a preferir Leyda como lugar de veraneo por su carácter más salvaje, de lejano oeste, y su cercanía al ambiente erotizado de la playa. Ver niñas en traje de baño saltando en el mar era mejor que mirar las pétreas protuberancias de una Diana cazadora en el parque.

Los Claro Huneeus, vale decir el familión de la tía Ester, tampoco estuvieron ajenos al influjo de la moda. El tío Lucho Claro se había hecho una estupenda casa en Con–Con con vista a la bahía donde desemboca el río Aconcagua, mientras el tío Pato, otra en Santo Domingo, creo.

Entra en escena un jesuita llamado Carlos Casanueva Opazo (1874–1957) que por treinta y tres años oficiara de rector de la Universidad Católica. De la misma edad y clase social del tata, compartían la visión de hacer del catolicismo una fuente de ilustración, no de fundamentalismo. Alto, delgado y cubierto con una larga sotana negra que arrastraba hasta el suelo, don Carlos era la imagen viviente del jote.

De un jote, sí, que se llenaba el buche no de carroña sino de fortunas, legados testamentarios y aportes del empresariado que iba obteniendo para convertir lo que a su llegada parecía escuela parroquial, en la universidad de primera línea que es hoy.

Vivía en el convento de la Compañía de Jesús de calle Alonso Ovalle 1495, junto al colegio e iglesia de San Ignacio, donde estudiaron hijos y nietos del tata. A las cinco y media de la madrugada don Carlos decía misa en un altar lateral. Luego se iba caminando a grandes zancadas, mientras leía su breviario, por Alonso Ovalle y a las ocho ya estaba ¡qué rato!, en la entonces sobria rectoría de la universidad, Alameda 340, segundo piso. O sea, no bien había salido el sol y ya había empezado el hombre, animado por sus ejercicios espirituales, a maquinar palancas Ad Majorem Dei Gloriam.

Métale peticiones, facultades, catedráticos idealistas, convenios y sobre todo espíritu ecuménico, abierto a la ciencia, hasta contrapesar con excelencia académica la influencia masónica, libre pensadora, afincada en la Universidad de Chile.

Se encuentran los viejos amigos, compañeros de armas en la guerra contra el humanismo secular, y bueno, supe que vendías Pirque, porque resulta que una fundación quiere donarle a la universidad algún campo, cerca de Santiago debe ser, para hacer una escuela agrícola. Es 1952, acaba de fallecer Jorge VI, el de la coronación vista por la tele. Ambos prohombres, senador y rector, sobrepasan al conversar los ciento cincuenta años de experiencia.

Va monseñor Casanueva a conocer el fundo, le encanta, ideal para una escuela agrícola. Acuerdan un precio, algo más bajo que la primera oferta de los alemanes, pero razonable, recuerda X. Se salva con la catolicidad del comprador el veto angelical a la operación, mas no los lamentos de la tía Ester, que quedó muy dolida, ni las objeciones de mi padre, que consideró una burrada vender en ese momento Pirque.

A última hora algo hablan los dos viejos, un proyecto que se le ocurrió al maestro de iniciativas pro universitarias y para el cual el tata accede a entregar Pirque, no sólo con los enseres agrícolas del caso, sino además la casa familiar a puertas cerradas, con todas sus obras de arte, muebles, losa fina y utensilios domésticos.

¿Sería un noviciado que le prometió? ¿Hacer ahí una Facultad de Música? ¿Casa para retiros espirituales? Nunca sabremos porque a los pocos meses Casanueva es derrocado por el movimiento estudiantil, el ímpetu del reino que él mismo había creado lo sobrepasa y muere unos años más tarde. Como sea, para obtener de llapa la casa del fundo “Isla de Pirque” amoblada y alhajada a cabalidad, debe haber empeñado su palabra en algo más que destinarla a locación de la tele.

¿También los cuadros de la Nany? A ratos, en el mentado programa me parece divisar uno al fondo del repostero donde mastican los desgreñados. ¿Dónde fueron a parar? Tengo uno pequeño, de 45 x 36 cm., que ella le dio a mi padre cuando él se fue a Europa. Representa un belloto en medio del parque, con la cordillera apenas asomada al fondo, cual espectro al acecho, como si fuera ese fantasma insondable que nunca se deja ver mucho, pero está siempre presente en nuestras vidas.

Del resto de su obra pictórica, sólo sé que un día en Arica, el magistrado Humberto Retamal Arellano, a la sazón Presidente de la Corte de Apelaciones de esa ciudad, me invita a su casa y ¡vaya sorpresa!, ahí, espléndidos lucían varios óleos de la Nany, firmados, como lo hacía ella, con las iniciales MTSH.

Él había ido alguna vez a almorzar a casa de don Pancho y misia Teresa en calle Vergara Nº 53. Los apreciaba mucho y una tarde años después, al volver de las cortes, en una casa de remates de Agustinas abajo, avista en el suelo, todavía con sus marcos dorados, esas pinturas. Justiciero de tomo y lomo como es don Humberto, por respeto al arte y sin otra sentencia que la de su magra chequera, las rescató del oprobio. Viven hoy esos cuadros dignamente en su casa de retirado en Ñuñoa.

Y el escritorio del tata, su altar para el sacramento de escribir, lo hube de obtener al precio de mi primer sueldo en otro remate, esta vez en casa del tío Pato cuando se iba yendo a vivir a la Argentina.

Don Francisco Huneeus Gana murió de cáncer a la piel el invierno de 1958, 18 de julio, en su casa de calle Vergara 53, Santiago. Sus restos fueron llevados al Cementerio Católico en una carroza tirada, como todavía se estilaba esos años, por caballos negros y yacen en el mausoleo familiar que él mismo adquiriera.

Es una capilla grande, frente a un jardín con fuente de agua. En el altar central está su tumba y la de la Nany, mientras a los alrededores, las de los demás familiares, como la tía Yola y mis padres, que se le han ido uniendo. La miramos, y vemos nuevamente la mano del ingeniero calculista: hay espacio con lápidas en blanco para todos nosotros. La duda al ver esa veintena de nichos vacíos junto a él, es si alguna vez lograremos estar a su altura.

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