Pablo Huneeus
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LOS GENIOS DEL DÓLAR
por Pablo Huneeus

¡Entiendan de una vez, genios de la economía! No es el cobre que sube, es el dólar que baja y va a seguir perdiendo valor adquisitivo en el mundo entero.

Motivo 1: el cobre, —Cu, metal de color rojo sangre, maleable y dúctil, insuperable conductor de electricidad, inerte al agua, densidad 8,94, masa atómica 63,54, punto de fundición 1.084 °C—, tiene un valor intrínsico superior al del papel higiénico verde.

Uno, hay que escarbarlo a pulso de minas medio agotadas ya, de apenas 1,2% y a 4.000 metros de altura. Lo otro, es cuestión de echar a correr las prensas para que el gobierno norteamericano lo posea en abundancia, pues ya nadie sabe si en Fort Knox está el respaldo en oro que dice tener.

Siendo el cobre un bien metálico de valor intrínsico, como el oro, es hoy una codiciada moneda de intercambio para transar cualquier cosa. Por eso, para saber si sube o baja debe compararse el número de lingotes de cobre blister (en la fundición de Caletones los hacen de 23 kg.) requeridas para comprar, por ejemplo, un auto diez años atrás con el requerido para comprar su equivalente hoy. Si ese auto costaba un mil dólares y hoy vale cuatro mil, estamos donde mismo porque su precio en cobre no habría variado.

Lo que cuenta, entonces, es cuántas libras de cobre (1 libra = 0,454 kilos. 2,205 libras = 1 kilo. 23 kg. = 50, 71 lb.), necesitábamos antes para comprar esto o lo otro, y cuántas necesitamos ahora.

De otro modo, tomando cómo referencia una moneda en caída, están puro leseando no más con esto de que nadamos en plata. Es lo que pasa con la casa de uno. ¿Qué saco con que me ofrezcan un millón de dólares por mi rancho, si ahora esa montonera de verdes sólo alcanza para comprarme uno igual o peor?

Cautela entonces, porque el cobre mismo, en su relación con otros bienes, como el petróleo o la educación, anda por ahí no más, si es que no nos están haciendo cortos, como durante la Segunda Guerra Mundial, cuando por su carácter de material estratégico, Estados Unidos presionó a Chile para que se lo diéramos a huevo. Todo, para terminar pagando el contante y sonante metal rojo con los pertrechos de guerra —camiones de segunda selección, balas vencidas, cruceros obsoletos, bombarderos sobrantes— que nos endilgaron con el pacto de ayuda militar PAM.

Motivo 2: Estados Unidos. ¿Te acuerdas cuando todo lo bueno, todo lo sólido y moderno, los mejores autos y los más aguerridos tractores, además de trilladoras y máquinas impresoras, llevaban estampado con orgullo el infaltable: “MADE IN USA”?

Desde la carabina Winchester al computador IBM, nada ni nadie superaba su industria. Encima, la gran nación del norte promovía una “Alianza para el progreso” para brindarle a todos los pueblos acceso a la “american way of life”, modelo, entonces, de paz y bienestar.

La decadencia del espíritu fabril, base de una economía pujante, la vi por primera vez desde el tren que en 1992 tomé de Chicago a Boston. Fue del alba al atardecer, pasando por Cleveland, Detroit, Pittsburgh, Albany, en una palabra, por el espinazo industrial del país. En el asiento de atrás, una gorda no cesaba de hablar de lo contenta que estaba porque su hija, que trabajaba en una curtiembre, había entrado a la armada.

Simbólico como fuera que una mujer estuviera feliz de haber cambiado un empleo productivo por uno burocrático, lo impresionante era el espectáculo de abandono y dejación que brindaban las ventanas del vagón. Las líneas de tren pasan por detrás de las usinas, no por las fachadas, y una tras otra, grandes acerías, fábricas de maquinaria pesada y plantas automotrices conformaban un interminable cementerio de chimeneas frías.

Era como si la globalización desatada en 1990 por los intelectuales de la economía, fuera en verdad una bomba de neutrones, la que mata gente sin demoler edificios: ni un alma, todo quieto. Esa sucesión de calderas apagadas y viviendas destartaladas, presagiaba las consecuencias lógicas del modelo: cesantía, enriquecimiento desproporcionado de la casta ejecutiva y la recesión que cabe esperar cuando debilitan la base social.

Recordemos que el propio Henry Ford en 1914 le duplicó el salario a sus trabajadores y no por motivos filantrópicos, sino a fin de que pudieran comprar automóviles. Estimaba consubstancial a la fabricación en serie de autos, que hasta la clase obrera tuviera acceso a ellos.

Pero en vez de ese sentido de unidad humana en la empresa, a ojos vista se apreciaba cómo la maleza había comenzado a cubrir la vergüenza de una potencia industrial que abortó en seco a su clase baja, debilitando con ello los cimientos de su sociedad. Todo, para dedicarse a consumir sin producir. Un diario de Cleveland hablaba de que “manufacturing is out, creativity is in.”, como si una cosa sirviera sin la otra. Que el laburo duro lo hagan otros, era el santo y seña. “We the yankees”, en vez de empuñar alicates, mejor usamos las manos para tomar palos de golf.

El resultado de marginar a su fuerza de trabajo (los cesantes no juegan golf) es que el déficit comercial de los Estados Unidos, o sea la diferencia entre lo que importa y exporta, alcanza a US $ 742 mil millones. Y suma y sigue porque aún cuando devalúen el dólar, los exportadores del resto del mundo no tienen a quien más venderle pelotas de golf.

Embobados con la ilusión de que el gringo nos iba a comprar de un cuanto hay, Chile, en vez de atender las necesidades primarias de su propia población, jugó a la exportación. Que quiebren no más las textiles, las fábricas de zapatos y los productores de trigo, decían los genios, porque en la ruleta de los perros grandes ganamos lejos.

China, por su parte, fabrica hoy prácticamente todo lo que se hace, aún de las grandes marcas, por lo que va camino a ser el 2026 la primera y más poderosa economía del planeta Tierra. Sí, China, la República Popular China, —RPC—un país comunista, en circunstancias que por ser Cuba igualmente comunista, lo bloquean.

Encima, el déficit fiscal, o sea la diferencia entre lo que recauda y gasta el gobierno de Washington asciende a US $ 400 mil millones anuales. Y el dispendio que es la guerra de Irak va para largo, a pesar de que hay 42 millones de americanos sin cobertura de salud y llevan cinco años sin que se reajuste el salario mínimo.

Son grandes desequilibrios, tanto financieros como sociales, los que tiene Estados Unidos, demasiado grandes como para que el dólar no se descarrile, arrastrando consigo al convoy de economías dependientes. Ante el peligro, los países asiáticos, que llevan acumulado cerca de un trillón de dólares en superávit de comercio exterior, han comenzado a liquidar cantidades fenomenales de esa divisa, lo que va creando una lenta, pero segura corrida contra el verdoso papel moneda, pues mucho está en pagarés de la tesorería federal.

Cara a tamaña presión, el gobierno americano sólo puede responder decretando inflación interna —¡qué corran las prensas, maestro!— y mayor devaluación de su moneda ante compromisos externos. Le pagamos buen interés, dicen en voz alta sus banqueros, pero tengan por seguro, rezan pa’ callao, que al final su depósito no valdrá ni ente.

¿Capisco? ¡Entonces, muévanse los genios antes que los fondos de pensiones, las reservas en el extranjero y demás inversiones en dólares se hagan sal y agua!

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