Pablo Huneeus
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DE PARRESIANTES Y SILENCIADOS
por Pablo Huneeus

Parresia, contrario a lo que afirma el Diccionario de la Real Academia Española, no es “aparentar que se habla audaz y libremente al decir cosas” sino que es el arte de cantarlas claro y con sinceridad, aunque duela. Tampoco el origen del vocablo está en el latín, como asegura el mentado diccionario, sino en el idioma griego del siglo quinto antes de nuestra era.

En efecto, parresia es el hablar con franqueza. El término, tan ignorado en nuestro país como tergiversado por los peninsulares, viene de “pan” que en la lengua de los helenos significa totalidad (panteísta, panamericana, etc.) y de “recia” que indica “lo que se habla”. Es, pues, decirlo todo, sin tapujos.

La idea de que al interior de una sociedad hay una desigual distribución de la parresia, o sea de libertad de expresión, aparece en la literatura clásica ya en Eurípides (480—406 a. C.), el autor de tragedias fundamentales del teatro occidental, como Medea, Orestes, Ifiginea en Aulide, Electra y Ion, que van desenmascarando los mitos y trancas que oprimen la condición humana.

En Ion plantea que los dioses ya no detentan la verdad, sino que los hombres de carne y hueso deben descubrirla. Apolo, el dios del brillo y de la luz, tiene su lado oscuro: una noche, al interior de una gruta bajo su propio templo viola a una novicia llamada Creusa, que es hija del rey de Atenas.

Curiosamente, durante toda la obra el magnífico dios, el mayor inculpado de la trama, no aparece ni para saludar. Es el famoso silencio de Apolo que simboliza cómo los mandamases ocultan sus fechorías.

Desde la perspectiva sociológica, lo notable son la clases de atenienses que enuncia el joven Ion, el hijo de Dios, según cual sea su capacidad de expresarse. Están primero los opulentos y poderosos que usan su labia para influenciar las políticas públicas a su amaño y antojo. Luego vienen los buenos atenienses, los ciudadanos probos, que podrían ejercer un cierto poder, pero optan por un cómodo mutismo. Corresponde a la noción de clase media. Seguidamente, la masa desposeída, que detesta a las clases dominantes y “aunque se digan ciudadanos, deben mantener sus labios cerrados”.

Los economistas hoy nos clasifican según la capacidad de consumo, pero retomando al sabio Eurípides, podemos visualizar nuestra sociedad fracturada por la grieta expresiva en tres estamentos, a saber:

LOS PARRESIANTES. Son los vencedores, los ricos, que narran a su pinta la historia, sea de guerras, de noticias diarias o de textos escolares. Ellos pueden decir todo cuanto quieran, por la tele, radio o prensa escrita. Quienes regularmente aparecen en pantalla tienen ingresos superiores al millón mensual, lo que los sitúa en una clase distinta a la de los simples mortales. Son los duques de la burocracia estatal —parlamentarios, ministros, jefes de partidos políticos— o bien los anunciadores y plumarios al servicio de los grupos empresariales que controlan los medios.

LOS AFÓNICOS. Son lo que hablan a ratos y sólo sobre su área de competencia —deportes, ciencia o farándula—sin que puedan sacar la voz para opinar de política, religión u economía. Es el caso de los profesores, quienes pueden discursear a sus alumnos sólo en horario de clases y únicamente en el restrictivo ámbito del programa.

Ídem, el médico con su paciente y el sismólogo cuando le peguntan de temblores, cada uno a lo suyo y no que aparezca el doctor proponiendo suturar las hemorragias del erario nacional o el sismólogo aplicando la escala de Richter al terremoto de corrupción.

LOS SILENCIADOS. Son las manos sin rostro que construyen, siembran y vendimian todo cuanto se edifica, come y bebe. Entran mudos y salen callados; se sabe de ellos cuando hacen huelga, protestan en la calle o mueren aplastados en el derrumbe. En palabras de una vieja cuica: “no me gustan los temporales porque la tele se llena de pobres.”

A esta gran masa, el pueblo trabajador, cada cuatro años se le da la opción, bajo la presión de millonaria propaganda, de participar en elecciones donde puede “libremente” escoger entre uno u otro candidato designado por la máquina política capitalina.

La depresión nerviosa, el mal del siglo ¿no es acaso el resultado de aguantarse la mierda? Las distorsiones de la publicidad, las trampitas de las cuentas, la suciedad del aire, el endurecimiento de la convivencia, la mentira oficial, todo eso provoca una indigestión mental que a nivel individual revienta en la diarrea síquica conocida como fase maníaca de la enfermedad.

A nivel social, este trastorno bipolar del ánimo colectivo se manifiesta en la estitiquez del carácter chileno, la que desde el siglo XVI, cuando llegaron los españoles, es siempre seguida por los periódicos reventones que jalonan la historia patria.

La resignación, o sea comulgar con ruedas de carreta, no pacifica los ánimos. El silencio, tampoco, pues tiende más bien a ser la calma que precede a la tormenta.

Moraleja: Ya lo dijo Demóstenes (Grecia, 384 —322 a. C.): la libertad de expresarse es más una cualidad personal que un derecho institucional. O sea, para ser hombre a todo dar hay que salir de adentro y cantarlas claro siempre.

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