Pablo Huneeus
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EL MILITARISMO VIVE
por Pablo Huneeus

Justo cuando el alma del mundo se refrescaba en ese exquisito baño de cultura que China brindó a la humanidad en la inauguración de los Juegos Olímpicos Beijing 2008, resucitó desde el fondo de la Tierra el militarismo.

Quizás nunca estuvo muerto ni sepultado, pero la mente tiende naturalmente a la belleza y por un instante de gloria olvidamos el caudal de hombres en armas prestos a diseminar muerte y destrucción por orden de gobierno.

El total de tropas activas que tienen los ejércitos regulares del planeta lo estima la enciclopedia Wikipedia en 17 millones 442 mil, más unos 44 millones 992 mil reservistas, todo a un costo anual de 1.200 billones de dólares. El puro arsenal nuclear, según otras fuentes, sería el requerido para erradicar de la faz de la Tierra unas cuatro a ocho veces la humanidad entera.

Aprovechando el inicio de los juegos, el gobierno títere de Georgia ordena a sus americanizadas tropas embestir a una minoría étnica del Cáucaso que se encuentra bajo protección rusa, ocasionando miles de muertos y la tremebunda reacción de Rusia, que se abalanzó por aire, tierra y mar contra los astutos atacantes, quienes ahora corren por sus vidas, sumiendo a los suyos en la ruina y el hambre.

El Diccionario de la Real Academia define así la palabra militarismo: “Preponderancia de los militares, de la política militar o del espíritu militar en una nación.”

O sea, es una estructura valórica, una ideología o manera de pensar que antepone los ideales del estamento militar a los demás grupos e intereses que pueda tener la comunidad. Cultura, educación, ferrocarriles, bibliotecas públicas, calidad de vida, todo se posterga en aras de la defensa, llegando el gran teórico del militarismo, Carl von Clausewitz (1780-1831), a estimar que razón de ser de la nación es servir a su ejército.

“La guerra es la continuación de la política por otros medios”, agrega en su siempre vigente libro, siendo otra de sus tesis la de “la guerra total” según la cual el conflicto se resolverá en favor de quien tenga más obstinación y recursos. Por eso, la intervención armada debe propender a la victoria militar completa, la total aniquilación del enemigo y de sus estructuras de apoyo (industria, ciudades, orgullo nacional) cualquiera sean las consecuencias políticas ante la opinión internacional.

Esta ideología se remonta a Esparta, una ciudad-estado de la Grecia clásica que, a diferencia de Atenas y Tebas, aportó poco o nada a la civilización. Fatalmente, su rígida formación militar, que empezaba con separar al recién nacido del regazo materno para probar su temple ante los elementos, fue diezmando su población. Pocos sobrevivían, mientras las democracias griegas aprovechaban en pleno las fuertes mentes que a menudo albergan los cuerpos débiles.

Es lo que ocurre hoy con esta predominancia de la manera militar de relacionarse los pueblos: van quedando rezagadas otras formas de resolver conflictos, como puede ser tratar por la buena de ganarse la confianza del vecino.

Curioso: Olimpia, donde se inician los juegos que unen a la humanidad y Esparta, donde nace el militarismo que la liquida, están muy cerca la una de la otra, compartiendo el mismo secano del Peloponeso.

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