Pablo Huneeus
Seguir a @HuneeusPablo
DIE PHYSIKER
por Pablo Huneeus

Die Physiker (Los físicos) es una obra del dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt (1921-1990) que se ha estado presentando en el teatro al aire libre de la familia von Kiesling, ubicado en las alturas de la Hacienda Las Varas, kilómetro 4 del camino al centro de ski Farellones.

Al llegar al portón, al fondo de un recodo, se sube, siempre en auto, por una huella de tierra que va serpenteando el acantilado entre alfalfales y una que otra casa de inquilino. Es un anfiteatro para unas 180 a 200 personas, hecho de piedra a la usanza de la Grecia clásica, en forma de semicírculo con graderías que se van elevando, tanto para tener una óptima visual sobre el escenario como para escuchar a la perfección la voz humana, sin necesidad de amplificación eléctrica.

En lugar de estar al pie del Parnaso o de tener como fondo al monte Olimpo, mira al valle donde se extiende Santiago de Chile y donde a la hora exacta de terminar el primer acto, se inicia la fanfarria de colores que es la puesta del sol vista desde la cordillera de Los Andes.

La entrada de $7.000 ($3.000 los “Studenten”) es a beneficio de un hogar de ancianos alemanes. El vino navegado al término de la función, acompañado de empanadas y conversa con el elenco, es atención de la casa.

El drama mismo, dirigido por el ingeniero Manfred Bräuchle, trata de tres dementes que hay en una clínica psiquiátrica. Uno (Miguel Hagen) es Johann Wilhelm Möbius, un hombre aparentemente simple que se ha rayado al punto de hablar cara a cara con el rey Salomón. El otro (actuado por Günther Hein) se las da de Sir Isaac Newton (1643-1727) y el tercero, encarnado por mi amigo y gerente hotelero Gerardo Ebert, cree ser Albert Einstein (1879-1955) en persona.

Ha muerto una enfermera a manos de “Einstein”, pero su demencia lo hace inimputable por lo que el Inspektor Voss (Matías von Kiesling) no puede arrestarlo. El misterio es que tiempo atrás otra enfermera había sido estrangulada por “Newton”.

En el segundo acto, se entiende que quizás ninguno de los tres internos sea tan loco como aparentan. ¿Por qué? Viene la esposa de Möbius con sus tres hijos a visitar a papito rayado, quien no los reconoce siquiera, ni se interesa en sus gracias, ni en la sonata de Buxtehude que le tocan en flauta.

Tampoco le conmueve que el mayor quiera ser cura, ni que el del medio, filósofo. Sólo reacciona, como si una chispa le hubiera encendido la razón, cuando el menor le dice que anhela ser físico.

Möbius se enfurece, lo levanta en vilo y reprende duramente por querer consagrarse a algo tan nocivo para la humanidad como es la física, alegato que tiene su lógica a la luz de la contribución de los científicos a las armas de destrucción masiva ¿Pero no estaba loco de atar? Quien haya visto “La vieja dama” de Dürrenmatt puesta en escena por el Teatro Ictus (Delfina Guzmán, Nissim Sharin, Jaime Celedón etc.) recordará las inesperadas vueltas que dicho autor imprime a la trama.

A partir de esa diatriba se empieza a perfilar que las cosas, como en la vida misma, no son como parecen. “Somos lo que somos, hasta que dejamos de serlo” diría Francisco de Quevedo (1580–1645)

El paciente Möbius es en verdad un brillante científico que ha descubierto fenómenos tanto o más peligrosos que la teoría de la relatividad, antecesora de la bomba atómica. A todo esto, la obra la dan en el más puro Deutschgesprachen (idioma alemán), motivo por el cual quienes apenas sabemos balbucear “Ich liebe Dich”, debimos leerla antes.

Por cierto uno se pierde fraseos, pero entonces aparece un cóndor. Sí, jawohl, un verdadero cóndor de cuello blanco que dio unos giros sobre el escenario antes de volver a la alta cordillera.

Ahora bien, a falta de comprender las palabras mismas, el entendimiento -el necesario verstehen que preconiza Max Weber-, se alcanza por la expresión corporal: los gestos, movimientos y entonaciones, que son tan universales como hermanados somos los humanos.

Volviendo a Möbius, por un sentido de responsabilidad social, decidió destruir sus trabajos y hacerse el loco para que nadie siguiera esa línea de investigación. Los otros dos físicos, el Newton y el Einstein, lejos de ser psicópatas, son espías de potencias extranjeras que se han infiltrado en la clínica a fin de “tirarle la lengua” al supuesto maníaco que tiene la fórmula del arma final.

La encantadora Schwester Monika (Iris Lutzke) quiere ayudar a su atormentado paciente, le hace ver que no piensa en estar chiflado, que su única carencia es el amor que ella le ofrece. Möbius, junto con abrazarla de felicidad en lo que promete ser un final feliz, la estrangula. Todo, porque ella sabe la verdad y el bien de la humanidad obliga a seguir la farsa, como si el conocimiento pudiera borrarse con sangre.

Fin del primer acto, se va el sol y llega la luna. ¡Tanto tiempo que no miraba el cielo! Si los barrios están cambiados ¿cómo no lo iban a estar los astros del firmamento? En la dirección en que el sol partió a besar el mar, se perfila la luna creciente escoltada por dos luceros brillantes. Uno es Venus, que parece estar de fiesta, el otro, el sereno Júpiter (Marte es rojizo) echando destellos azules. ¿Qué hacen ahí? Se pasean ambos, junto a la luna, por la constelación de Sagitario.

Viene un segundo cuasi final feliz cuando los tres físicos, que llevan tanto tiempo encerrados juntos, se sacan sus caretas, brindan por la amistad y deciden fondear para siempre el peligroso descubrimiento.

A igual que “En la vieja dama”, Dürrenmatt nos vuelve sorprender con un giro inesperado: la Dra. Mathilde Zahnd (Christiane von Kiesling), jefa suprema del sanatorio y víctima, confiesa, de su padre que la consideraba ser veneno, sabía todo de un comienzo. En vez de quemar las notas que el paciente genio escribía en momentos de alucinación, las ha fotocopiado a fin de tiranizar al mundo. Ella sí que es demente.

Final algo sombrío, pero del cual aprendemos que lo pensado alguna vez no puede ser impensado.

Copyright Pablo Huneeus