Pablo Huneeus
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EL INCENDIO DE LA DIVINA PROVIDENCIA
por Pablo Huneeus

A la hora de mayor viento, un martes seco y caluroso de verano –cinco de la tarde del 25 de enero, 2011– estalló en llamas el monasterio de las Hermanas de la Divina Providencia en Santiago de Chile.

Santuario emblemático, fundado en 1854, cuando el presidente Manuel Montt le confió a esas religiosas que arribaron por milagro (casi se las traga el mar en la travesía) la administración de un orfelinato en las afueras de la capital. En ese tiempo, no era más que una chacra abandonada, comprada antes al abuelo materno del héroe naval, Arturo Prat Chacón.

Liderada por una misionera de origen francés, sor Bernarda Morín (1832-1929), la Divina Providencia pronto sobresalió por su triple alianza entre espiritualidad, amor al prójimo y buen gusto.

Con el apoyo de la comunidad nacional llegó a ser templo de romerías, hospital para lisiados de guerra, colegio de niñas y asilo de viudas empobrecidas, todo en el marco de hermosas liturgias y muy bien cuidados jardines de plantas exóticas. Tal realce dio a la zona esta obra de la gracia, que muchas familias de latifundistas católicos fueron encontrando bonito asentar cerca su residencia en la capital.

Con ello, la voracidad de la urbe, hasta entonces cargada al poniente, se dirigió río arriba, por la ribera sur del Mapocho, y teniendo como eje de penetración el polvoriento camino de acceso al monasterio, camino que convertido en avenida pasó a llamarse, junto a la comarca entera, Providencia.

Sin embargo, en su éxito estuvo su caída. Aparte de la envidia que ha debido provocar en congregaciones menos dotadas, la propiedad misma desató la codicia empresarial. Llegó a rendir mucho dinero -millones y millones- demoler sus glorietas y ermitas de oración para cimentar encima torres de deudores hipotecarios.

Una lonja de área verde le arrancaron al claustro hacia calle Salvador, donde ahora hay varias moles grises, otra por atrás y otra más hacia Condell, donde acaban de levantar un rascacielos de paga dividendos que masacra impúdicamente la armonía arquitectónica de su iglesia de estilo neorenacentista.

Iglesia de mujer, sí. Muy convencional y recatada, se mantuvo siempre alejada de la calle, insinuándose tras altas rejas no siempre abiertas. Cual novia de delicadas curvas, exaltaba en sus forjas y adornos, la alegría de vivir. Fue diseñada por el arquitecto italiano Eduardo Provasoli y construida con mucha colecta y donación por albañiles chilenos los años 1881 a 1890.

Tras ciento veinte años de servicio, estaba en mejor estado que mucho edificio y mall de reciente data. En 1993 fue remodelada bajo la dirección de la arquitecta Amaya Irarrázaval, y en el terremoto de febrero 2010 sólo se dañó la parte superior del campanario.

Quien haya pasado al frente, sea en bicicleta al colegio, o en los tranvías eléctricos que corrían por Providencia hacia arriba, o mejor aún, haya asistido a un matrimonio ahí, ciertamente recordará el toque femenino que la caracterizaba: bronces pulidos, piso de parquet frotado con cera de abeja, floreros de Bacarat con liliums blancos, y el coro de ángeles, vigorizado por el órgano de tubos, impulsando el alma dormida hacia el éxtasis de sentir a Dios.

El templo mismo estaba rodeado de un vergel hecho para meditar a la sombra de grandes árboles, entre fuentes de agua e imágenes de culto. Era un palacio de María.

–Yo estaba arreglando las mesas –me dijo al otro día la dueña de un restaurante contiguo, –cuando de repente veo salir del segundo piso, tremendas llamaradas.

Con la mano apunta en dirección al muro que ahora separa el convento de las edificaciones comerciales que lo asedian por detrás, –ahí empezó, –añade.

Curioso, es justo el flanco sur poniente de la legendaria construcción de nobles maderas y airados corredores. Barlovento diría un marino, de dónde viene el viento, el punto exacto para que el fuego se propague cual bestia de la Apocalipsis en dirección al sagrario..

No, nadie sintió explosión alguna, pero algunos testigos del inicio de la quemazón señalan, todavía atemorizados, la rapidez con que se expandió hacia adentro, como si hubiera obrado un lanzallamas o algún material inflamable derramado a propósito.

El petróleo, recordé, es lento y echa humo negro de espeso olor, la gasolina explosiona ruidosamente, pero el kerosén arde pausadamente y de forma limpia, sin dejar rastro. Habría bastado un bidón de cinco litros vaciado a través del muro de adobe, muy fácil de perforar a mano, para causar el efecto descrito.

También recordé la embestida de “gestores inmobiliarios” contra los dueños de casas con jardín. A mi mamá en Vitacura, la aterraban con rumores de que va a pasar una autopista, señora, que las contribuciones se disparan, que si no vende ahora, la va a tapar la construcción del lado, que la delincuencia y la cuenta de agua. Hasta avisos sin preguntarle nada a nadie ponía uno de estos gangsters de propiedades a fin de presionarla a cambiar su hogar con parrón y mariposas por un nicho con ascensor y gastos comunes.

Los municipios, por su parte, defienden más el negocio inmobiliario que el legado arquitectónico. “Cuando el diablo no tiene qué hacer, desarma la casa y la vuelve a hacer”, dice el refrán. Uno tras otro el poder financiero ha demolido barrios perfectamente consolidados, como El Golf, con su “discreto encanto de la burguesía”, para levantar espinales de cemento que degradan la calidad de vida.

En el proceso, no ha habido compasión para los claustros de mujer, aún cuando el Estado hubiese donado el terreno. La antigua y estilizada iglesia de las Carmelitas en la Alameda frente al cerro Santa Lucía, desapareció.

A las madres Ursulinas, venidas de Alemania en 1938, las erradicaron de la abadía-colegio que construyeron a la entrada de Vitacura en 1952, cuando nadie daba un peso por ese barrio. Con perforadoras neumáticas, a combo y cincel, hicieron sobre esa estupenda obra de arquitectura lo del bombardeo a Dresden: la aplanaron.

Aulas, vitrales, la biblioteca y el campanario, todo al suelo caramba para edificar ahí un apiñamiento de edificios, que ha dado fenomenales ganancias a los corredores de propiedades ligados al Opus Dei que urdieron el negocio. Las monjas mismas fueron arrinconadas al fondo de la calle Nueva Costanera, sobre un pedregal ganado al río.

Y el monasterio de las Carmelitas Descalzas de San Bernardo, fundado en 1904, quieren demolerlo a cambio de instalar a las monjitas en un sitio baldío a orillas del río Maipo. ¿Terminarán corriéndole fuego, como hacen las forestales para “limpiar terrenos”?

Al incendio de la Divina Providencia llegaron primero las cámaras de TV. Hacia las seis y media empezaron a verse efectivos del Cuerpo de Bomberos, quienes caminaban más trabados que nunca, como si viniesen por cumplir no más. Diecinueve compañías y 25 carros entraron en escena, pero a las 19:30 todavía no atinaban a lanzarle agua a las llamas, ni a inundar el piso de la iglesia, nada.

A igual que importantes hitos del patrimonio cultural del país, -tipo Biblioteca Nacional, catedral de Castro en Chiloé e Iglesia de San Francisco- no tenía sistema alguno de prevención de incendio, red seca, rociadores automáticos (sprinklers) u otro. Tampoco había algún plan para mitigar el fuego, aparte de mirar la fogata, ni voluntad para salvar la iglesia que fuera.

Cuentan vecinos del pasaje poniente, que se tupieron los bomberos con las palmeras de dicha vía peatonal, pues no cabían los enormes camiones que desplegaron. La impresión que dejaron los caballeros del fuego es de desgano, ausencia de liderazgo y absoluta falta de ñeque.

Peor fueron los religiosos profesionales de este país. Salvo el arzobispo metropolitano Ricardo Ezzati, quien acudió en cuanto se enteró del siniestro, no se vio a clérigo ni a feligrés alguno defender del fuego y de los ladrones a sus hermanas en la fe. ¿Es que las miran en menos? Solitas ellas escaparon ilesas de las llamas, sin que nadie les tendiera una mano amiga ni se quedara protegiendo las reliquias.

Era ver el efecto de la misoginia, esa aversión a la mujer que ostenta la clase sacerdotal, como si el sólo dialogar con ellas fuera una infidelidad a Dios. ¿Qué tiene el clero contra los instintos naturales de sociabilidad humana? ¿Por qué el Vaticano no permite a la santidad femenina celebrar misa, impartir los sacramentos y acceder al rango cardenalicio a igual que los “hombres”?

En las Sagradas Escrituras no se ha encontrado versículo alguno que las relegue a un rol subalterno, menos a padecer de por vida situaciones de discriminación. Por algo, hay pocas novicias y muchos conventos de monjas languidecen bajo una forma de opresión que Cristo Jesús nunca infligió a su madre ni a Magdalena.

El comandante de bomberos Cristóbal Goñi dijo a la tele, que el fuego comenzó a causa de una cocinilla que se encontraba encendida en una habitación, la cual propagó el fuego al tener contacto con una cortina. Esto fue inmediatamente desmentido por la madre superiora. Dijo que no había cocinilla alguna en ese sector.

El alcalde, obvio, salió diciendo que ahora la iglesia debe ser demolida, junto al convento, el museo, todo. El resto de la ciudadanía, tampoco parece haber sentido de corazón la pérdida ni estar dispuesta a evitar que arrasen hasta con las ánimas de nuestra historia.

Sin siquiera una mínima vigilancia policial, los bomberos rasos estuvieron toda la noche removiendo escombros “para controlar nuevos brotes”. La platería, cálices, medallas, relicarios, porcelanas, tanto objeto incombustible de valor que atesora un convento de 157 años, sepa Moya. Estamos en Chile ¿no?

A menudo, lo que viene después de un suceso revela el crimen. Si vemos en su lugar alzarse flamantes edificios, ahí estaba la conjura.

Reza el mármol bajo la Virgen del Rosario, la del manto azul, que sobrevivió intacta las lenguas de fuego que esa tarde la atacaron por la espalda:
LOS QUE PASÁIS
POR EL CAMINO
CONSIDERAD
SI HAY DOLOR
COMO MI DOLOR

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