Pablo Huneeus
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MI ÁNGEL DE LA GUARDA
por Pablo Huneeus

«Pienso que nada malo ha podido sucederle a Escipión;
es a mí que ha sucedido la desgracia de perderlo.»
Cicerón (106-43 a. C.)
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A las seis de la tarde del martes 19 de mayo de 1936, terminó de morir quemada mi hermana Ana María Huneeus Cox, nacida el 23 de diciembre de 1934.

Fue cuatro años antes que yo naciera, y la primera noción que tuve de su existencia fue a los siete, u ocho, años de edad cuando el papá me empezó a llevar, con Pancho y Cucho, los días domingo al Cementerio Católico, en el barrio Recoleta.

–Vamos a ver a la Anita María – decía y allá partíamos de amanecida, cual cachorros felices de subirse a un auto. Barríamos la capilla donde se encuentra su tumba, cubierta por una lápida de mármol con el nombre de la niña tallado en letras negras.

Mientras el papá permanecía un rato ensimismado en sus pensamientos, íbamos con Pancho al patio de las araucarias a buscar agua fresca para los floreros, cambiábamos la hojarasca reseca por dalias nuevas, y luego, lo mejor del panorama; desayuno de «waffles» con miel de palma en el «Waldorf» de calle Ahumada.

A veces, abría la lápida, y tras un vidrio alcanzábamos a ver un pequeño ataúd blanco, con un crucifijo encima y una fotografía al lado; la misma que al fallecer mi madre, apareció en el baúl de los recuerdos que había en la casa. ¿Por qué ni la mamá, ni mis hermanas mayores, acompañaban al papá a su liturgia dominical?

Nunca lo pregunté, y de haberlo hecho, la respuesta habría sido que las mujeres no van en vida a los cementerios, tal como en países musulmanes.

Tampoco inquirí sobre cómo había fallecido ni sos¬peché que el marmóreo sepulcro de Recoleta era para el padre nuestro la típica animita que el pueblo hace a orilla de camino para honrar víctimas de accidentes. La creencia es que la muerte antinatural, por no llamarle criminal, otorga al alma dolida especiales poderes de intercesión ante Dios; hay una deuda con ella.

Jamás se habló del tema en mi casa. Fue media vida después, cuando pensaba que la realidad es la verdad, y que más allá de lo empíricamente demostrable son puros mitos, que ella súbitamente emergió del olvido.

Habíamos ido con María Virginia, mi hermana mayor, al aeropuerto a esperar a la mamá. A la vuelta en el Volkswagen blanco, lo recuerdo bien, estando María Virginia en el asiento de atrás, al enfilar hacia la Alameda, se inclina hacia la mamá y le larga al oído: ¿Sabe, Pichocha?, no fui yo que mató a la Anita María, dice para explicarle cómo el psiquiatra le había al fin borrado el sentimiento de culpa que precipitaba sus depresiones.

Tiempo después, al pedirle a la mamá que me contará qué fue lo que pasó, sólo alcanzó a contarme, antes de quebrarse en sollozos, que expiró en sus brazos, gimiendo con una voz apenas audible: «mucho caliente, mamita, mucho caliente».

Quienes se hallaban presentes en la quemazón, M. Virginia, Teresa y Agustín Huneeus Cox; de seis, cinco y tres años respectivamente, tampoco han que¬rido dar su versión. Quizás han llegado a creer que dada su corta no la recuerdan, mas por la ferocidad del suceso ciertamente los traumatizó.

De María Virginia, ya sabemos; cincuenta años más tarde el sentido de culpa alojado en su personalidad sigue revolviendo borras supuestamente aconchadas. Teresa, que estudió psicología, además del desgarro emocional sufrido a tierna edad, quedó con cicatrices en sus brazos. Y Agustín se dedicó al vino.

Al resto de los hermanos HC, los que no estuvimos ahí –Francisco, que es médico psiquiatra, yo que soy loco y la menor, Cecilia, que tiene sus humores– también nos afectó. Formamos un grupo aparte, y en cada psicoanálisis, depresión o zamarreo profundo se llega ineludiblemente a esa violenta muerte que hubo cuando el núcleo familiar empezaba a constituirse.

Eran cerca de las once de la mañana de un lunes plomizo en nuestro hogar de calle Santa Mónica con Av. Ricardo Cumming. El papá, ingeniero civil de 30 años, ha debido salir temprano a su trabajo de gerente de la Compañía General de Electricidad Industrial, CGE, fundada por su padre, Francisco Huneeus Gana y José Luís Claro Solar, suegro de la tía Ester y abuelo de «Papelucho».

La madre universal, de veintiséis años, permanece en su alcoba del segundo piso amamantando al quinto hijo que daba a luz, Pancho; nacido ahí mismo tres semanas antes, el 28 de abril.

Abajo en la cocina a gas, qué rato ya ha comenzado a hervir medio kilo de lentejas, «las tomas o las dejas», que la noche quedaron en remojo con una pizca de sal. Es media mañana, hora en que la niñera hace el aseo, la cocinera pica cebolla y los niños, que andan corriendo por toda la casa, entran en tropel a la cocina en busca de un tentempié.

Para alcanzar las galletas, ubicadas a buen recaudo en un cajón alto, alguno se encarama al estante y sin querer pasa a llevar la olla de las lentejas, que se les viene encima borbo¬teando infierno líquido a 100° C de temperatura.

A la más pequeña, Ana María, la catarata de agua hirviendo le cae de lleno sobre su fino rostro, tórax, bracitos y piernas.

Todos gritan, unos de dolor, otros de pánico como nunca antes habían gritado; el piso está empapado.

No hubo una investigación de los hechos, mucho de lo anterior se basa en una reconstitución de escena que me hago en la mente, siguiendo el dictado que desde el cielo alguien me sopla en la oreja.

Parece que no la llevaron a algún hospital o centro asistencial, todo lo que era niños, hasta los partos, era en casa. La vio, en cambio, el Dr. Ernesto Prieto, quien debe haber llegado pronto. Era cirujano infantil, muy amigo de la familia y compañero de armas del papá en la Milicia Republicana.

Su diagnóstico fue de «laceraciones terminales», y hasta el día de hoy, sobrepasado cierto nivel de quemaduras, la ciencia médica sólo sabe prolongar el sufrimiento.

A mi mamá se le cortó la leche, sin que pudiera volver a darle pecho a Pancho; y cuando el juvenil gerente vuelve a casa, según lo relatara una hermana suya, parecía león enjaulado. –¡Aquí esto se acabó!– gruñía mientras daba grandes zancadas de un lado a otro, aquí esto se acabó.

¿Qué fue lo que se acabó? ¿La familia, la pareja o la negligencia de permitir a niños jugar en la cocina?

Si a la víctima le hicieron velorio; no creo porque quedó muy desfigurada, u honras fúnebres, no sé.

El resultado del ninguneo de que fue objeto Ana María es que si bien concluyó su presencia terrenal, no ha dejado de vivir entre nosotros, sus hermanos. Aparece en las miradas de ausencia en las fotos familiares, en la mutua desconfianza, y en el corte emocional entre los partícipes del luctuoso suceso y los que vinimos después.
La extraña historia de mi familia está entera punteada por esa aguja puesta en la aorta del sentir. Es raro, a todos nos ha costado la vida, nada nos sale fácil, y cada cual a su manera es distante.

Más aún, a medida que pasan los años, la pequeña ha ido creciendo conmigo. De ser una noción remota, el pretexto para comer «waffles» con miel de palma, Ana María se ha adentrado en mi alma como una sabia consejera. Es mi ángel de la guarda, el espíritu que advierte de la palabra falsa o del proyecto imposible. Cuando caigo es siempre por no hacerle caso.

Si de algo sirvió su inmolación, es para advertir de los peligros que acechan a los niños. El hervidor, el departamento en altura, la piscina, los perros, el auto¬móvil, la comida chatarra, la es¬tufa y el cura párroco, puede ser todos trampas mortales para un menor.
Son inocentes de lo que les pasa al correr y probar de qué están hechas las cosas, es su instinto Pero, tal como si te atropella un camión es a ti que responsabili¬zarán de haber sido asesinado; siempre culpan al niño, al pobre peatón, al más débil de la desigual contienda.

Los padres de la niña, para sobreponerse de que le hubieran quitado la vida tomaron en buque crucero a Estados Unidos, dejando a mis hermanos en el fundo «Las Acacias» con la tía Tere, y a Ana María; bueno... en el cementerio.

RÉPLICAS:

Leí conmovida el relato de la tragedia que destruyó a su familia.

La desgarradora declaración de su hermana, que tenía apenas 6 años cuando ocurrió el accidente, exculpándose tanto tiempo después por lo que le ocurrió a Ana María, muestra que lo peor no fue la muerte de la niña; lo espantoso fue el silencio, que perpetuó el duelo y que impidió la catarsis reparadora.

Reconozco ese silencio. Tantas familias como la mía, que aplican un código no escrito, que proscribe aquellos temas que se consideran inconvenientes. Conversamos de flores y de frutas, aunque el precio que se pague es que la familia termine atrapada en el "baúl de los silencios".

Gloria

PS: no sabía que en Chile se practicaba en aquellos años la tradición islámica según la cual las mujeres no asisten al cementerio ni van a los funerales.

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Estremecedor tu artículo. Precioso desde tu cariñoso recuerdo.
Me hace pensar lo torpe y poco prácticos que solemos ser.

Gracias a Dios no he sufrido ese profundo dolor tuyo, pero tu descripción me llegó fuerte: tengo cuatro hermanos y sólo mantengo una relación cercana con uno. No sé en qué va esto de la desunión fraternal. Pero que es una huevada, lo es.

Creo sí que ya es tarde para enmendar rumbos. La única satisfacción que me queda es que mis hijos son, hasta la fecha, bien unidos entre ellos.

Tomás

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A los niños nunca se aprende a cuidarlos del todo. Entiendo plenamente el dolor de tu padre y tío mío.

Víctor

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Tu columna me llegó profundo. Compartimos una experiencia similar en el sentido de la partida de un hermano en medio de una familia igual en el número.

La muerte de Gonzalo, mi hermano, fue producto de dos enfermedades, según mis padres, mal diagnosticadas. Gonzalo era el cuarto de la familia entonces y murió poco después de haber cumplido un año.

Mi hermana mayor tenía cinco años. Luego, un hermano de cinco y luego otra hermana de dos años y tres meses. A mi madre le faltaban sólo dos meses para dar a luz a mi hermana inmediatamente mayor. Yo soy el número cinco actualmente pero era el número seis contando a Gonzalo que no conocí.

Después de un año y medio nació el último de la familia, el menor. Mis padres y mi madre, católicos también, siempre decían que Gonzalo (Gonzalito) era nuestro Ángel de la Guarda. Que él nos protegía desde el más allá. También he creído que así ha sido. Hemos sobrevivido a varios accidentes que podrían haber cobrado alguna otra vida.

Sin embargo, otra procesión va por dentro. Yo también eché de menos e imaginé haberlo tenido junto a mi. Haber compartido aventuras en la niñez y quién sabe más de alguna otra aventura de conquistas en la adolescencia.

Dicen que Gonzalo tenía los ojos más azules jamás vistos. Color paquete de vela decía mi mamá. Yo tengo los ojos claros y siempre cuando niño, cada vez que una mujer adulta me miraba, alababa el color de mis ojos.

Inmediatamente, venía la comparación con Gonzalo. Era como si a través de mí venía de paseo a este mundo de vez en cuando. Nunca supe si yo le despertaba a mi mamá el recuerdo de Gonzalo, pero a través de un trabajo psicológico que he tenido que hacer para superar mi depresión, descubrí lo distante que fue mi mamá afectivamente conmigo.

Tengo muy vivos algunos pocos recuerdos de recibir caricias de parte de ella. He llegado casi a la conclusión de que yo le despertada el recuerdo de su hijo que "no debió haber partido".

También he pensado mucho en cuánto pudo haber afectado la partida de Gonzalo en mis otros hermanos y hermanas. A mi hermano mayor le fue arrebatado su compañero de verdad, no el de mis sueños. Cuando adolescente se sumergió en el mundo de la droga por varios años.

En cuanto a mi hermana mayor quién sabe cómo sufrió interiormente ese vacío, pero engordó mucho y cuando adolescente cayó en la bulimia. Ha llevado una vida harto solitaria.

Finalmente todos nos vimos afectados por la pena de mis padres. Esos silencios y miradas hacia el vacío que tú bien describes. Tampoco llegué a saber nunca cuán culpables se sintieron mis papás.

¡Cuántas familias habrán pasado por algo similar o peor! Son las enfermedades del alma que hemos debido cargar y que muy pocos han podido sanar. Yo estoy en camino de ganar una paz interior que me ha costado mucho ir conquistando.

Esto nos ayuda a sentirnos coparticipes de la locura y maravilla que es la vida.

Gabriel

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He leído "Mi Ángel de la Guardia" y he visto la foto de Ana María.

En Berlín hoy es un día caluroso, pleno de sol a las 8 de la mañana.
Con lo leído y a la vista la foto de tu tierna hermanita me has hecho llorar en silencio.

Pronto iré a Chile y te llevaré de regalo un sombrero para que de vez en cuando te cubras esa tristeza que logras comunicar con tantas honduras insoslayables.

Jorge

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