Pablo Huneeus
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SOPHIE GUTEN MORGEN LIPPE
por Pablo Huneeus

En el castillo de Goldegg, baluarte del antiguo principado de Salzburgo, a su tiempo regentado por su señor padre, y estando a punto de volver a su casa de Cachagua, –ver Imagen– acaba de morir Sophie Marianne Prinzessin und Edle Herrin zur Lippe-Weissenfeld (1922-2012).

Sophie Lippe de Figueroa para los chilenos, «la Sophie» para su amigas, en particular Delia Vergara y desde nuestros años en Ginebra conocida en la familia como «Sophie guten Morgen», su nobleza, más que de sangre, fue de espíritu. Lo de «Sophie buenos días» era porque los sábado llamaba al alba para que nos levantáramos de una vez y fuéramos todos, con sus hijos, a esquiar a La Clusaz, en los Alpes franceses, justo al otro lado de la frontera.

Sencilla, cálida y a pesar de todo el sufrimiento que le lanzó encima la vida –un hermano y un hijo asesinados– ella fue siempre alegre y con un exquisito sentido del humor, sobre todo al costalearme de lo lindo cuando trataba de seguir a tan «Edle Herrin» (noble dama) por las veloces pendientes de la Alta Saboya y terminaba cuál mono de nieve con un bastón por allá y un esquí deslizándose solo cerro abajo.

¿Sabes qué se siente cuando princesa de tomo y lomo, y por añadidura preciosa, te trae de vuelta un esquí perdido junto a divertidas palabras de aliento? Así, cualquiera sigue feliz corriendo por la vida, de porrazo en porrazo, como si nada.

Por eso, en un viaje a Francia en los años 1980, no podía perdérmela y esto es lo que escribí de ese encuentro:

Almorcé con Sophie el martes en el «Calvet». Vive en una «villa» cerca de París, íbamos a juntarnos los tres con Sergio (Figueroa Tagle, su marido) en el «Café de Flore», pero él no pudo venir. Según Sophie el hombre es un cazador sin remedio y la mujer necesita hacer un nido donde poner huevos.

A la altura del lenguado con salsa normanda le pedí a Sophie que me contara lo de su hermano. Desde tiempos de nuestra amistad en Ginebra en los años 1970, quería oír de sus labios la historia entera.

En el living de su departamento, cuidadosamente dispuestos en una mesita del rincón, había una veintena de pequeños cálices de plata. Una vez, durante una fiesta en su casa, tomé uno y vi que decía «Avro Lancaster» y una fecha de los años 1940. Luego, otro decía «B-24 Liberator», otro «Halifax B. Mk II», «De Havilland Mosquito», «Boeing B-17 Flying Fortress», y así cada uno con su data de plena Segunda Guerra Mundial. Por los nombres inscritos parecían souvenirs de aviones aliados, recuerdos quizás de algún paseo o avistamiento. Pero había una cierta solemnidad en la ubicación de dichos trofeos, además que eran de plata maciza.

-Ah, esas se las daban a mi hermano por cada avión que botaba –respondió cuando le pregunté.

-¿Cómo?-

-Sí –dijo-. Era «Nachtjäger» (piloto de caza nocturno) y antes que lo asesinaran alcanzó a derribar 51 bombarderos aliados. Mi hermana tiene las demás copas.

Varias veces traté de indagar más, pero al poner el tema notaba a Sophie distante. En realidad los europeos nunca hablan de la guerra. Hacen películas con actores, pero quienes la han vivido en carne propia jamás cuentan.

Pero ahora, al fin accedía a contarlo. Ella tenía apenas 16 años cuando su hermano mayor, el príncipe Egmont zur Lippe Weissenfeld, eventual heredero al trono del principado, se hizo piloto de guerra en la Luftwaffe, donde a los 22 ya era un avezado, heroico y célebre piloto de caza.

Salía de noche a derribar aviones anglo sajones que venían a bombardear los territorios de habla germana. Recuerda Sophie una vez que Egmont, estando de visita, le habló de cómo los nazis tenían a la gente dopada con propaganda. Habían arruinado al país, pero él iba a combatir hasta la muerte si era necesario porque esos bombarderos ingleses y americanos estaban matando a su pueblo y cada avión que derribaba eran vidas que salvaba.

Le avisaban, por ejemplo que una escuadrilla venía a tal altura cruzando el canal de la Mancha en tal dirección y despegaba en su «Messerschmitt Bf 109», el más potente caza-interceptor de la época, motor V12 invertido, alcanzaba los 6.000 metros de altura en 17 minutos, 2 horas de autonomía a 400 km/h, cañón de 20 mm. que disparaba ráfagas a través de la hélice, ametralladoras laterales ajustadas para concentrar el fuego a corta distancia, tren de aterrizaje retráctil, lo máximo, mantenido todo a la perfección por su mecánico personal.

Era un piloto de alta precisión, y maniobraba matemáticamente su águila artillada para abalanzarse desde arriba sobre el invasor.

Pero era un caballero, noble de verdad, y siempre se preocupaba de la suerte del caído. A veces él mismo ayudaba a rescatarlo y si los sobrevivientes del avión derribado quedaban presos en territorio alemán, acudía al respectivo campo de concentración a visitarlos.


Un aviador canadiense, al enterarse de que había sido el propio Egmont Lippe quien había volteado su bombardero, manifestó sentirse honrado de haber caído a manos de tan distinguido guerrero. En esa oportunidad, Egmont había descendido dando vueltas alrededor de los paracaídas hasta asegurarse de que no caerían al mar.

Su fama había trascendido el frente de batalla. El «Nachtjäger» era el caballero andante de la Edad Media, el Quijote de lanza en astillero y adarga nada de antigua cuyo heroísmo, al igual que Arturo Prat, inflama las masas.

Señalado por los medios como modelo de rol, este príncipe valiente se ganó también la envidia del Partido Nacional Socialista, conformado mayoritariamente por asomados de la política.

Gene Howard, una inglesa que hoy frecuenta los mismos círculos sociales de Sophie y Sergio, les contó que durante la guerra ella trabajaba en la central de espionaje de Arlington Hall, donde descifraban las comunicaciones alemanas. Tenían en la oficina una foto de Egmont, no en el archivo, sino sobre el escritorio, así de apuesto y atractivo era.

Ella supo en Arlington que la Gestapo lo tenía en la lista de los políticamente poco confiables. No podían acusarlo de algo porque era intachable, ni podía echarlo de la Luftwaffe porque era todo un héroe nacional.

Una y otra noche, con cielo despejado o tiempo encapotado, a pelear en las nubes mandan, hasta que le asignan otro caza recién salido de fábrica, un bimotor «Messerschmitt Bf 110», al cuidado de mecánicos desconocidos suyos.

Al término de la guerra un agricultor de Lorena, región a medio camino entre Alemania e Inglaterra, se presentó en Goldegg y pidió hablar con algún pariente del príncipe Egmont. Quería contar que el as de aviación no se estrelló contra una montaña debido a la neblina, como dijeron las noticias. Sepan familiares suyos, dijo, que él sintió venir un avión en la noche, miró hacia el cielo y lo vio estallar en el aire. Se desprendió el ala izquierda que fue a caer en una ladera de su predio, a un kilómetro del fuselaje.

En Arlington también sabían que esa noche en Lorena brillaban las estrellas, tal como ahora brillan al recibir a «Sophie, guten Tag» (hasta pronto).

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