Pablo Huneeus
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LA SEÑORA Y OTROS CUENTOS DE FEDERICO GANA

Federico Gana es un escritor chileno que siempre me ha intrigado. A pesar del parentesco, (es sobrino de mi bisabuela Domitila Gana Cruz) nunca he encontrado en la familia ni en la Biblioteca Nacional el conjunto de su obra. Hasta que gracias a la Colección Iberoamericana de la Biblioteca Universitaria de Gotemburgo, Suecia, pude acceder al PDF del ejemplar que ahí se conserva del libro “La Señora” publicado en 1946 por la fenecida Editorial Cruz del Sur.

Contiene dicha edición una magistral biografía de Gana escrita por su amigo José Santos González Vera, (Premio Nacional de Literatura, 1950).

A fin de homenajear a ambos retratistas de la estructura social, mi tío Federico y mi admirado González Vera, —me carteaba con él desde Londres a los dieciséis— opté por digitar línea a línea dicho texto. La idea fue barrerle cientos de cortes de palabras y saltos de página que enturbian la prosa poética, y a ratos naíf de su autor.

Como seguidamente podrá apreciar el lector de medios digitales, en su nuevo formato flexible “La Señora” puede con facilidad adaptarse a su dispositivo. Todo, libre de cargos, prohibiciones, o censura.

LA SEÑORA
por Federico Gana (1867—1926)

PREFACIO de José Santos González Vera (1897—1970):

NACIÓ en Santiago el 15 de Enero de 1867. Fueron sus padres Don Federico Gana Munizaga y Doña Rosario Gana Castro, que eran primos.

En su familia, o mejor dicho, entre su parentela, hubo varios individuos con talento artístico y literario: Francisco Gana, cronológicamente el primer pintor chileno; los Blest Gana, novelistas y poetas; el fraile dominico Francisco López, poeta satírico de la Colonia y algunos más.

Se hizo escritor a los catorce años, movido por el sufrimiento que le causara la muerte y el entierro de su hermanita Ema. De vuelta del cementerio escribió un artículo patético que leyó a Don Antonio Huneeus Gana. Este, entusiasmado, lo llevó a los diarios, pero coincidieron en no querer publicarlo.

Más tarde, no se sabe con qué base real, inició una novela en la cual se describía, sin apuro, un parto. La novela cayó en manos de su señora madre, quien, apenas la hubo leído, la despedazó. No era costumbre ni había libertad entonces para tales descripciones, salvo que figurasen en tratados de obstetricia.

El joven escritor es posible que fuera más cauto. Hizo sus humanidades en el Instituto Nacional y de allí pasó a la Escuela de Leyes. En 1890 se recibe de abogado y resurge el autor en el acto, pues publica en “La Actualidad” su primer cuento: "Pobre Vieja", en el cual da realidad literaria al campo, que sólo servía para sembrar, y a los campesinos que existían para trabajar el campo, pero que no tenían más peso que el estrictamente físico.

En seguida, es nombrado segundo secretario de la Legación de Chile en Gran Bretaña. ¿Qué hizo en la ciudad brumosa, qué escribió, qué leyó qué pensó, qué le ocurrió? Quizás se halle un indicio en los archivos de Don Carlos Antúnez, Carlos Morla Vicuña y Agustín Ross, todos tres sucesivos ministros de Chile y jefes de Gana.

En Chile, surge una revuelta contra el gobierno del Presidente Balmaceda, y triunfa. Los revoltosos forman una Junta y cuando llega la hora dejan vacante el puesto de Federico, que regresa a Santiago en Abril de 1892. Así termina su carrera de diplomático.

¿Deberemos agradecer al Altísimo este hecho que lo dejaba libre para poner oído a su vocación?

Sin embargo, quiso ganarse la vida ejerciendo su profesión. Tan pronto como estuvo en la Capital, entró al estudio de Don Marcial Martínez Cuadros, donde permaneció algo más de un año. En este trabajo y en otros eventuales que hizo en el curso de su vida, según confiesa, ganó alrededor de mil pesos.

Una oportuna enfermedad lo aleja de allí y lo obliga a partir al fundo “El Rosario” que poseía su padre en Linares. Parece que las musas, más avisadas que nosotros, quisieron dar otro rumbo a su destino. Lo abandonaron en medio del mundo sin más compaña que sus pensamientos, sin más apoyo que su sensibilidad.

En el campo conversa con los inquilinos, sonríe a las muchachas, usa hipocorística con los niños, monta a caballo, visita a los comarcanos, prueba los frutos de la tierra, piensa, lee y, para amenizar las noches largas, escribe cuentos.

Evangelina Mundy, profesora norteamericana que estudia nuestra literatura, me dijo:

— ¡Qué curioso ese señor! Muchos de sus cuentos terminan cuando él sube a caballo y parte por entre las alamedas a la hora del atardecer.

El escritor siempre tiene preferencia por determinados elementos estéticos. A veces son ciertas palabras, algunos tipos de mujer, tales o cuales ideas, estas o aquellas cosas materiales. Del mundo uno capta profundamente muy pocos hechos. Es inevitable que a ellos acomode su existencia.

Federico, durante su estada en el campo, necesita referirse a su caballo, a su perro, a las luces finas del crepúsculo. Son los apuntes de su predilección estética.

Gana comienza a escribir "La Señora", pero un día olvida el original y regresa a Santiago. Al retornar al campo, el verano siguiente, lo encuentra en el velador de su cuarto. Le causa sorpresa, y debió ser muy de su gusto porque le dio término de una vez.

Su familia poseía una antigua residencia en calle Catedral esquina de Amunátegui. Allí pasa los inviernos y escribe. En 1894 redacta con Emilio Rodríguez Mendoza y otros "El Año Literario" donde figura su cuento titulado "Por un Perro", que más tarde bautiza con el nombre de "Un Carácter".

Lee de todo, pero a Gustave Flaubert, Alphonse Daudet, Émile Zola, e Iván Turgueniev; los sigue de libro a libro. El ruso tal vez, ejerce una profunda influencia en su labor. Hay entre ambos curiosas similitudes: proceden de familias pudientes, son altos, los mueve un intenso idealismo y sienten por el campesino, aunque sin abandonar la visión del patrón, una simpatía sin condiciones.

Además de escribir y regostar lo que escribe, Gana visita las redacciones, está en relación con los pintores, con los abogados y con cuantos ha ido conociendo en su vida lenta. No podía ser de otro modo porque es esencialmente sociable. Ama a sus amigos, los recuerda y se aflige por sus desdichas.

Sus colaboraciones van apareciendo en la " Revista Cómica", "Pluma y Lápiz", "La Revista Ilustrada", " Revista• Católica", "Instantáneas", "Luz y Sombra", y en los cuotidianos "La Ley", "El Ferrocarril", "El Mercurio", etcétera.

Por los comienzos del siglo, Gana es uno de los jóvenes más solicitados. Tiene una magnifica estampa, sabe conversar deliciosamente, posee el hechizo del viajero y del artista. Un hombre que ha vivido en Londres, lejos de la curiosidad del medio en que nació, atesora un caudal de vida íntima, intransferible, envuelta en densa sombra, generadora de leyendas.

En casa de una tía suya, donde se reúnen los y las jóvenes del barrio dieciocho, conoce a doña Blanca Subercaseaux del Río, en 1902. Se efectúa et matrimonio en Abril de 1906. Gana se queda a vivir en casa de sus suegros. Pronto vienen los retoños: Blanca, Marta, Luz, Olga y José Francisco.

Los agrados de la vida familiar y la lenta y continua creación literaria dan velocidad a los meses y los años. Suelen ir una temporada a San Bernardo, donde los Subercaseaux poseen una quinta. Federico visita un día a Baldomero Lillo, su gran amigo. (Para pulsear a Baldomero Lillo ver en Artículos anteriores de esta web su cuento “Quilapán”.)

Cuando llega el verano, la familia se traslada a “El Rosario” y los días son consumidos por la trilla, por los paseos y fiestas campestres o conversaciones con los llaveros, los carreteros, los vaqueros y los capataces.

A fin de otoño reaparece la alta figura de Federico Gana en las redacciones, en los talleres, en las tertulias. El buen humor no lo abandona, su cordialidad es inagotable y vivísimo su interés por personas y cosas. Empero, hay en su vida cierta insatisfacción, un deseo persistente de trabajar en su carrera. Suele decir:

— En la semana próxima empiezo a ejercer mi profesión. Emprende visitas a los bufetes de sus amigos y habla de leyes, almuerza con ellos y después, tendido en un sofá, se entrega a la lectura.

A veces pregunta:

— ¿Qué día será mañana?

— Sábado.

— ¡Qué bueno, haremos sábado inglés! Como el campo también le interesa, adquiere un minifundio en la Isla de Maipo. Estaba muy contento con esa tierra que es suya y de su familia, pero como es solicitado gran parte de su tiempo por el olvido, se distrae y se van acumulando las contribuciones, las servidumbres y cuanta gabela ha creado el legislador. Y un día, mal día por cierto, se la rematan.

Más tarde se produce la muerte de su padre y la liquidación del fundo. Vende su parte. En esto difiere de Turgueniev, que hasta el fin de sus días conserva algo de campo.

Gana, que fue distraído desde muchacho, deja de ver la realidad o ve sólo la que le es indispensable. Se resigna a lo que viene y a lo que tiene.

¡Qué ligeros vuelan los años! Durante las comidas en casa de su suegro, conversa con animación y brío. Sus cuñados no logran intercalar ninguna frase, salvo en los inviernos en que Federico, a causa de su vida nocturna y del tabaco, tose.

Hablando, proyectando, olvida cuanto le rodea, no sabe qué ingiere, está fuera de las circunstancias comunes. En un almuerzo, para disfrutar a sus expensas, le sirven el mismo guiso cuatro veces y no lo advierte.

Fiel a su norma reposa el almuerzo tendido en un sofá del salón, leyendo. En una ocasión arroja una colilla y se transpone. Una cortina se quema casi completa. Entra gente al notar que hay humo y él, cuando el bullicio es grande, se endereza y pregunta:

— ¿Qué pasa?

Era un certero perdedor de paraguas. Salía con uno, encontraba a un amigo y comenzaba a charlar. Como el paraguas solía estorbarle en la acción, lo arrimaba al muro y luego se iba frotándose las manos.

Cuando se sentía indispuesto se quejaba de que no le dieran dieta. Se la daban, pero a continuación servíase todos los platos y los dos o tres postres que era costumbre ofrecer.

Si estaba un tanto pálido, lánguido, buscaba algún jarabe o medicamento que lo reconstituyera. Tan pronto como se echaba al cuerpo la poción, preguntaba:

— ¿Cómo me notan el semblante?

En vísperas de Pascua poníase inquieto viendo que en su casa habla un cuarto lleno de juguetes y pensando que varios amigos suyos, muy pobres, tal vez no podrían adquirir ninguno. Luego de secretearse con su mujer partía con un gran envoltorio. Sus niños los buscaban después inútilmente.

Una que otra vez tenía los bolsillos repletos. Partía a reunirse con sus compañeros y no había vino bastante caro ni manjar demasiado costoso. Todo era consumido en el festín. Iba más lejos aún. Hablaba aparte con uno y con otro e inquiría sobre el estado de cada cual, y el caudalito se socializaba con rapidez. Apreciaba el dinero como factor de muchas pequeñas felicidades. Difería en esto del verdadero rico, que lo desprecia hasta el punto de no querer darlo ni prestarlo, y lo deja, como cosa inútil, en las cajas de fierro.

De sus vagabundeos no siempre volvía jubiloso, sobre todo cuando iba de visita a casa de Baldomero Lillo. Se paseaba ante su mujer, solicitada a cada instante por los chicos, diciendo con emoción:

— Baldomero está muy enfermo, muy mal. Está flaquísimo. Ya no tiene pulmones. Se podría decir que se ve a través de él. Baldomero es un espectro, es un cadáver ¿qué hacer?

— Enterrarlo, contestaba ella con humor.

Federico la miraba con indignación y la amenazaba:

— ¡Te pondré en La Palanca!

La Palanca era el nombre de la novela que pensaba escribir. Una novela de bandidos, de campesinos. En fin, la obra en que pondría toda la fuerza de su temperamento. El argumento lo discutía con varios de sus amigos. Siempre estaba ordenándolo y construyéndolo en su imaginación.

Sus cuentos se los leía a su mujer, mientras ésta hacía dormir a cualquiera de sus niños. Leía muy bien, con cierto énfasis y con un tono noble. A menudo aceptaba sus observaciones, pero si la tacha era contra una frase muy de su gusto, le replicaba:

— ¿Qué sabes tú de literatura?

No obstante, acogía la corrección antes de mandar la obra a la imprenta.

En la calle de Morandé, frente al Congreso, tenía su domicilio la cofradía literaria de Los Diez. Hace de esto un cuarto de siglo. Allí podía verse, a la oración, al jefe que era el poeta Pedro Prado, hombre pálido, con faz de medallón y voz de acento litúrgico.

Podía encontrarse también a un individuo barbado de tipo árabe, que no despegaba los labios: era Manuel Magallanes Moure. Otra persona, pero rasurada, junto al mesón corregía pruebas o hablaba con voz que, si bien salía de su garganta, parecía venir de muy lejos por lo tenue y consumida que era. Me refiero a Ernesto Guzmán.

Armando Donoso animaba el ámbito de la tertulia discurriendo contra los prejuicios en el tono más alto, sin regatear los gestos ni mezquinar las citas de autores griegos, latinos o simplemente modernos. Era un hombre encendido.

Más a las perdidas aparecía Don Juan Francisco González, Francisco Ried, hábil para todas las artes; Julio Ortiz de Zárate, de vieja tradición tolstoyana; el novelista. Santiván, de complexión poderosa, pronto para el entusiasmo y muy serio; Alfonso Leng, joven músico, envuelto en un sobretodo amplio y en una atmósfera eclesiástica y otros hermanos de singulares nombres, pero de físico esquivo. Los demás concurrentes eran de la nueva hornada y los movía cierta admiración por ese grupo de grandes artistas.

Digo cierta, por­ que la admiración no se ideó en Chile donde admirar a otro causa padecimiento. Concurría el poeta juan Guzmán Cruchaga, que con la misma mano escribía los versos más finos y levantaba toda suerte de pesos por considerables que fueran. Iba Gómez Rojas, estudiante de leyes y de pedagogía, y poeta anarquista. Era bajo, delgado, con ojos muy brillantes y hermosa voz. Atacaba todos les valores con no poca elocuencia, lo que no le impedía defenderlos, en otra ocasión, con argumentos decisivos. Todo lo que digo lo sé porque acompañaba a Manuel Rojas que asistía a la reunión para estar en silencio.

En esos tiempos, podíamos darnos el gusto de andar juntos semanas, meses y años. Por delante no teníamos sino el tiempo. El tiempo era para nosotros como una llanura interminable.

En la oficina de Los Diez conocí a Federico Gana. Acababa de aparecer sus " Días de Campo" y él venía a cobrar una parte de sus derechos de autor.

Era un hombre muy alto que, sin parecerse a Don Quijote, tenla con éste un aire de familia y podía muy bien ser presentado como su pariente lejano. Su rostro hacía recordar las infinitas estampas que uno ha visto de los hidalgos.

Su cabellera, ni escasa ni abundante, poníase gris. Seguía una frente alta, atravesada por ligeros surcos. Luego las cejas, grises también, hacían sombra a sus hundidos ojos, casi pequeños, de expresión risueña. Después una nariz fina, larga, diluídase el rostro en dos mejillas descarnadas. El labio superior adivinávase bajo el bigote cano, de breves guías. Terminaba su rostro en su mentón algo anguloso. Su cuello era alto, largo el busto, largos sus brazos, largas sus piernas. Estaba un poco encorvado.

La expresión de su rostro era de gran dulzura. Y su voz disminuida, un poco ronca, acaso por el cigarrillo, conservaba un notable poder evocativo. Era voz para recordar cosas y para iluminarlas.

— Una vez almuerzo con diplomáticos, otras con mis amigos, y a menudo con delincuentes del arrabal - dijo en cierta oportunidad Y no se jactaba.

Era absolutamente natural. En donde estuviera mejoraba el ambiente. Su palabra cálida y afectuosa atraía. Fuera de los escritores, que le querían mucho, le rodeaban y buscaban los muchachos. Sabía alentarlos. Cuando recibía libros juveniles, obras del entusiasmo, que por desventura no siempre consiguen comunicarlo a los lectores, buscaba afanosamente un párrafo, una frase acertada para congratular al autor imberbe y uncirlo al carro de las musas.

A esas reuniones con los jóvenes asistía un estudiante de leyes llamado Luis Fernando Guachalla, de nacionalidad boliviana. Gana, cuando se impuso de los estudios que seguía, lo animó:

— Recíbete Luchito, después yo te enseñaré a trabajar…(fue un distinguido escritor, canciller y candidato a la presidencia de Bolivia)

La Gran Guerra produjo en Chile, a su término, la preocupación por las cuestiones económicas. Hubo gran cesantía en el norte y surgieron en Santiago las industrias de la miseria: se vendía el papel sucio, los andrajos, el hierro viejo, la ropa usada y por prudencia los comerciantes elevaron todos los precios.

Gana empezó a decir a sus amigos:

— Los tiempos han cambiado mucho. Tendré que reanudar mi trabajo de abogado. Sus compañeros habituales notaron su ausencia. Alguien anunció que estaba enfermo y muy grave. Después de indagar por aquí y por allá descubren su refugio. Lo encontraron arrebujado en una manta de vicuña leyendo los ensayos sobre literatura y arte de Anatoly Lunacharsky, y fumando un cigarrillo.

Los visitantes le expresaron sus temores.

— ¡Uhm! ustedes no me conocen bien. Yo tengo sangre de munizagas por mi padre, y esos no se mueren a dos tirones,

Si uno le vela en la calle, su paso era lento y su aspecto despreocupado. Lo corriente era verle en un café, en un bar o en las oficinas de escritores. En un rincón penumbroso, junto a una taza de café, a un vaso de vino, hacia desfilar sus mil historias o recitaba en voz baja alguna de sus manchas de color. Su memoria literaria era prodigiosa.

La última vez que estuve con él fue a fines de 1925. Tal vez, en el verano. Nos encontramos en la Alameda y entramos a con­ versar en el “Negro Bueno”. Estuvimos juntos hasta la media noche.

Una de sus primeras frases fue esta:

— Hoy vi a mis hijas, ¡Qué lindas estaban!

Entonces, y quizás si antes también, su felicidad no radicaba en cosas materiales. Hallaba placer en lo que no tiene precio ni puede ser acaparado; en mirar, en conversar, en descubrir en los demás algo amable, elevado, cualquier rasgo en que se manifestara el espíritu.

A comienzos de 1926 Federico es conducido al Pensionado del Hospital Salvador. Allí permanece en cama algunos días. En su velador está "La Philosophie Moderne" del sociólogo e historiador Abel Rey (1873—1940), marcada en la página 46 con una estampita. De la estampita desciende un ángel a la tierra en actitud adecuada. A los pies del ángel hay una leyenda: "El alma de Jesucristo nos trae con la comunión el sello y la prenda de la bienaventuranza" (Avrillón, Jean Babtiste R.P.)

¿Quién le visitó entonces? Su mujer, sus hijos, sus íntimos y algunos más. Gana dice en esos días: "nunca tuve fe porque no me había encontrado con un hombre inteligente". Ese hombre inteligente es un cura, uno de esos clérigos peligrosos que examinan con los pacientes la causa primera, sus infinitas derivaciones y los extravíos de las almas perplejas y aceptan, por cortesía, que el ateísmo es un error honorable.

La estampita con que Gana marcó la página 46 nos sugiere otra presencia: la puso a su alcance, de seguro, la mano blanca de una enfermera, de una monja.

Pero, ay, estas enfermeras se interesan en tan humanitaria profesión sólo por aquello que no describen las anatomías ni las fisiologías, pero por buen gusto, presentido entre la medida más alta de la frente y la más baja del corazón: el alma. Y no el alma en sí misma, sino en estado de gracia en comunión con el Todopoderoso.

Como los medios de expresión son asaz limitados, esta enfermera ha pedido al sufriente que se confiese y acaso le habrá dicho, como argumento de fuerza, que la vida terrenal es efímera.

El enfermo, por amable que sea, al oír la palabra confesión ha sentido desasosiego y se ha revuelto en el lecho, dominado por la fuerte costumbre de vivir, deseoso de conservar su propio cuerpo, que conoce y aprecia y que en ese momento es el afectado. El comparte con la enfermera la certidumbre de que un alma pura es un gran ideal, pero desea humildemente preservar esa miseria de sus sentidos que le han proporcionado tantos goces.

Gana, en su lecho, es el mismo. Junto a él están su mujer y sus hijos. Indica con claridad que en el bolsillo interior del paletó tiene tal o cual papel importante, que en otra cartera hay otro objeto. Su lucidez es completa. A ratos lamenta con dulzura que sus hijas no estén casadas.

Mira hacia la puerta porque espera a su hijo. Cuando éste aparece recupera del todo su buen humor. Conversa con uno y otro. Dice: "Todo lo que me ha ocurrido se debe a que fui escritor".

Hace recomendaciones y los mira. Y pasan los minutos y las horas. Trae cosas lejanas, las relaciona y se las entrega a los suyos. Aspira profundamente como para echarse, con el aire, el mundo adentro, y así queda. Es el último hecho de su hermosa, interesante y ¿cómo no decirlo? adolescente historia, ocurrido el 22 de Abril de 1926.
José Santos González Vera.

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LA SEÑORA, por Federico Gana.

HACÍA ya tres horas que galopaba sin descanso, seguido de mi mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba a mi fatigado caballo, me producían un ansia devoradora de llegar, de llegar pronto.

Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:

— Pero al fin ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?

— Es allí cerquita, a la vuelta de aquella alameda, me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.

A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua, cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violácea de los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre un cielo sin nubes, pálido y brillante.

Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento en que este viaje se convertía en un verdadero sacrificio.

En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones, ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los alrededores. Mucho s de estos viajes me proporcionaron la oportunidad de hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte años; varias veces regresé de estas peregrinaciones sintiendo no sé qué dulce nostalgia en el corazón, a la que tal vez no era extraña cierta cabellera negra o rubia que divisara, a la despedida, en el corredor, a través de la reja y los naranjos de una casa de campo

Según las informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo fundo me dirigía, era soltero; y en su casa nada había que pudiera halagar mis expectativas sentimentales.

De esta certidumbre provenían tal vez, mi cansancio y mi mal humor.

A medida que avanzaba, el paisaje principiaba a variar. Añosos álamos y sauces daban sombra al camino; divisaba verdura, chácaras, pastales de trébol, animales vacunos, aguas corrientes. De cuando en cuando, tras la alameda, asomaban algunos humeantes ranchos de inquilinos.

— Ya estamos en lo de don Daniel, me dijo el mozo.

Y yo me interesaba, contemplando el buen cultivo de la tierra, la excelencia de los cierros, mil pequeños detalles que revelaban la vigilancia y el trabajo de una mano avezada a las labores de la agricultura.

— ¿Cuántas cuadras tiene el fundo?, pregunté al mozo.

— Trescientas cuadras regadas. Principió arrendando, y ahora con su trabajo ha comprado estas tierras, me contestó.

Llegábamos ya al fin de la alameda, y un instante después tenía ante mí una reja de madera pinta­ da de blanco, a través de la cual se divisaba una huerta de hortalizas y un edificio , con esa arquitectura sencilla y primitiva, peculiar en nuestras antiguas construcciones campesinas: enorme techo de tejas, bajas murallas, anchos y sombríos corredores.

— Aquí es, me dijo el mozo, y pasando frente a la casa entramos por una ancha puerta de golpe que daba a un caminillo bordeado de acacias.

En el fondo de este camino, bajo la sombra de una ramada, al lado de un caballo ensillado, veíase un hombre con la cabeza inclinada, ocupado, al parecer, en arreglar una correa de la brida.

A pesar de los furiosos ladridos de un perro que salió a recibirnos y que mi mozo se esforzaba en espantar, el hombre continuaba afanado en su trabajo.

— ¿Don Daniel Rubio está en casa?, pregunté con voz fuerte.

El hombre alzó la cabeza, fijó en nosotros una mirada tranquila y me contestó sosegadamente, con cierta reticencia:

— Con él habla.

Quien así me respondía era un individuo alto, obeso, poderosamente constituido. Representaba cuarenta y cinco a cincuenta años, y vestía el traje común a nuestros mayordomos de haciendas: pequeña manta listada, chaqueta corta, pantalones bombachos de diablo fuerte, enormes espuelas y sombrero de paja de anchas alas.

Su rostro cobrizo, de facciones gruesas y duras, singularizábase por el estrabismo y la inmovilidad de una de sus negras pupilas que parecía cristalizada, mientras la otra te­ nía un brillo y una vivacidad extraña. Contemplando esta fisono­mía, involuntariamente me pasó por la cabeza esta frase vulgar: "No me gustaría encontrarme con este sujeto por un camino solitario".

— Nos han dado noticias que tenía bueyes, le dije.

— Si, hay algunos, me contestó con indiferencia, volviendo el rostro a un lado.

— ¿Podríamos verlos? agregué.

Por toda respuesta tomó las riendas del caballo, que a su lado estaba, subió rápidamente y, seguido de nosotros, se dirigió al interior del fundo.

Durante nuestra excursión por los potreros, tuve ocasión de observar que mi acompañante era persona inteligente, en todo lo que a campo se refería; y esto lo de mostró más de una vez en el curso de la conversación que sostuvimos con motivo del negocio de los bueyes.

Sus modales eran rudos, como de hombre de pocas letras; sus palabras breves y terminantes; pero, a través de toda esta exterioridad poco agradable, había en su persona no sé qué aire de honradez y de seriedad que, insensiblemente inspiraba respeto, ya que no simpatía. Por fin el negocio se arregló satisfactoriamente, y la noche caía ya en el horizonte cuando regresamos a la casa.

— Todo lo que usted ha visto lo he formado yo con estas manos, dijo don Daniel, respondiendo a mis felicitaciones por el buen pie en que veía su hacienda.

— Usted se quedará a alojar, agregó; e interrumpiendo mis excusas llamó a un trabajador que por ahí andaba, ordenándole que desensillara los caballos.

Y después, me dijo:

— No se apure, que hay donde tender los huesos. Pero antes que todo, vamos a mascar algo, que ya es hora; y nos dirigimos a la casa. Después de atravesar el obscuro corredor, entramos a una pieza que daba al pasadizo y que servía de comedor.

La lámpara estaba encendida y la sopa humeaba sobre una pequeña mesa, puesta con gran decencia y limpieza. No parecía aquél un comedor de soltero. Aquí y allá, sobre el mantel inmaculado, había maceteros con flores frescas y hojas verdes. Las servilletas tenían cierto arreglo peculiar, el vino brillaba en las garrafas de vidrio, y en las paredes vi diferentes estampas de santos que no dejaron de llamarme la atención.

A una indicación de don Daniel, me senté, sin cumplimiento, a la mesa, pero luego tuve que ponerme de pie precipitadamente, porque frente a mí se abrió una puerta y entró una persona. Era una anciana de cabellos blancos y elevada estatura, vestida de negro.

Me hizo una ceremoniosa reverencia, mientras don Daniel nos presentaba:

— La señora Carmen Mancilla, el señor…

En seguida, ella se sentó a la cabecera de la mesa.

Yo observaba con interés a la recién venida.

En su rostro extenuado y pálido, con esa palidez luminosa de algunas personas extremadamente ancianas, en su hundida boca, en su fina nariz aguileña, en sus gran­des ojos claros, vagaba una expresión de dulce tranquilidad. Parecía sonreír a cierto alegre pensamiento interior, mientras servía trabajosamente la sopa con sus largas manos temblorosas, donde resaltaban las venas y los nervios.

Se detuvo un instante, contemplándome curiosamente, como si buscara un tema de conversación, y, por fin, me dijo con una vocecita cascada:

— El señor, si no he oído mal, se llama (aquí dijo mi nombre) y de­be ser pariente de los señores (nombró a unos tíos abuelos míos, enterrados antes de mi nacimiento).

Al escuchar mi respuesta afirmativa, continuó con gran animación:

— Yo los conocí mucho cuando eran solteros, venían siempre a casa de mi marido. Entonces recibíamos mucha gente. ¡Qué alegres eran! Daniel ¿te acuerdas del baile que dió el Gobernador? Pero, es verdad, tú no estabas con nosotros todavía. Bailamos hasta el amanecer, y en el corredor quemaban voladores.

Recuerdo que a mí me hicieron bailar cueca. Pero entonces los jóvenes eran muy corteses. Sus tíos, siempre que venían a vernos, nos traían grandes regalos.

Mientras la señora hablaba así, don Daniel la contemplaba con aire cohibido y obsecuente, echándose en silencio los bocados y sirviéndose, a cada instante, grandes vasos de vino. La única pupila que podía mover estaba inquieta, húmeda y brillante, y perecía decirme: Escúchela con atención que vale la pena.

Y ella, al mismo tiempo que continuaba su charla con alegre volubilidad, me servía los platos con toda clase de miramientos, dirigiéndome signos de inteligencia, como indicándome que esa con­ versación sólo nosotros podíamos comprenderla. De repente me dijo:

— ¿Qué ha sido de esos jóvenes, de sus tíos? Sé que uno se casó en Santiago, y que ha tenido muchos hijos.

— ¡Han muerto todos, señora, hace muchos años!

Al escuchar estas palabras, me contempló estupefacta, suspiró hondamente, se puso la palma de la mano en la barbilla, inclinó su cabeza blanca y pareció abismarse en sus reflexiones.

A medida que la comida llegaba a su fin, hacíase más notable el contraste que formaban los modales finos, insinuantes, casi aristocráticos de esa viejecita, con los desmañados y selváticos de mi huésped. Observé que el rostro de éste estaba encendido por las frecuentes libaciones y que poco a poco salía de su mutismo hablando de diferentes tópicos.

Por fin, la anciana se levantó de su asiento y me tendió su fría y descarnada mano, diciéndome:

— Usted se queda esta noche aquí. Voy a arreglar algo allá dentro. En seguida volvióse hacia mi huésped e inclinándose a su oído, le elijo en voz baja:

— No bebas mucho, cuidado con las enfermedades.

Cuando ella salió, el tosco y moreno semblante de don Daniel parecía iluminarse con una sonrisa, sus pupilas se velaban dulcemente y sus gruesos labios temblaban como si deseara decirme algo.

Comprendí que el vino principiaba a hacer su efecto. Al fin, rompí el silencio diciéndole:

— ¿La señora no es su madre?

— No.

— ¿Su parienta, tal vez? Y perdone.

Don Daniel aproximó en silencio una botella, llenó hasta los bordes los vasos, bebió el suyo de un sorbo, y, limpiándose los labios, contestó:

— No, señor, la persona que usted ha visto no es mi madre, ni mi parienta, es la señora, la señora de esta casa, concluyó con un acento en que vibraba cierto orgullo indefinible, dando un ligero golpe sobre la mesa.

Después se pasó la mano por la cabeza, como indeciso, y mirándome fijamente, con aire resuelto siguió diciendo:

— Como usted lo ha de saber al fin, si es que ya no lo sabe, voy a contarle lo que hay en esto. Y para principiar, le diré que yo, aquí donde usted me ve, no he conocido padre ni madre; soy de esos que nacen en cualquier parte, sin saber cómo. Hasta la edad de siete años lo he pasado por ahí, como los perros sin amo.

Un día vino esta señora, me recogió y me llevó a su casa. Allí he crecido, señor, sirviéndole a ella y a sus hijos; y no me avergüenzo. Ella me puso la cartilla en la mano, ella me enseñó lo poco que sé y me mandó a la escuela, porque era una señora como ahora no las hay.

Después, yo salí a buscar la vida y trabajé en lo que me vino a mano: se necesitaba un albañil, allí estaba yo; se necesitaba un herrero, pues a buscarme; y así fui formando mi capitalito.

Eso sí, no me he casado nunca, porque las mujeres, en fin, no hablemos de ellas. Pasaron los años y los años; y yo siempre iba a ver a mi señora, llevándole cualquier regalito.

Al fin su marido murió y sus hijos se casaron. El caballero había sido gastador, como caballero que era, y no dejó casi nada. Después los pleitos, los tinterillos y todo lo demás que usted sabe, fueron llevándose lo poco que quedaba, y aquí tiene usted a mi señora sin tener un mal pan que llevar a la boca.

Yo, que estaba arrendando entonces este fundo, que después fue mío, sabiendo que ella estaba en casa de una amiga, digamos como de limosna, me fui allá, me presenté y le dije:

— Señora, no permito que usted ande sufriendo. Véngase a su casa, a la casa de su chico, ahí nada le faltará. Usted será la señora, como siempre lo ha sido. No me desprecie. Y ella se levantó, la pobre vieja y vino y me abrazó llorando, y aquí tengo a mi viejecita hasta que se muera: ella es mi madre, todo lo que tengo en el mundo. Y si yo trabajo y gano algo, ¡es para dárselo a ella!

Al terminar este relato, don Daniel inclinó su gruesa cabeza gris y se cubrió la frente con las manos. Después se levantó bruscamente, me dirigió una mirada torva y murmuró entre dientes:

— Usted estará cansado y ya es hora de dormir.

Y en silencio fue a indicarme la pieza que se me había preparado.

Al día siguiente desperté temprano. En el corredor oía ruido de espuelas. Me vestí con presteza y salí de mi habitación. Allí estaba don Daniel paseándose.

Tomamos el desayuno hablando de cosas indiferentes. Por fin, me despedí y monté a caballo. Alegremente cantaban los pájaros. El fresco aire de la mañana parecía infundirme vida con una fuerza extraña.

Y pensaba vagamente en que, tal vez, esa alegría que sentía desbordar en mí con los primeros rayos del sol, la debía a haber estrechado la mano de ese hombre de cuya casa partía.

******

PAULITA, por Federico Gana.

¿LLUEVE Paulita? Le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueño.
— Lloviendo toda la noche sin descansar, señor, me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café.

En seguida, cruza los brazos sobre el pecho y se queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial. Yo, desde mi lecho, diviso confusamente allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que borbotean sin término en las charcas.

— Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen; agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida, el paisaje.

Después se vuelve hacia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy impuesta como llavera del fundo que es desde hace siglos.

Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello. Sus cabellos grises, ásperos y fuertes, su color obscuro y bilioso, su estrecha frente y los pómulos y las mandíbulas muy pronunciadas, denuncian a las claras su origen araucano. Sólo los ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes. Por fin le digo:

— ¿Y ha sabido de José?

Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fon do de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:

— De José, de Josesito, mi hijo!, sí señor, ¡cómo no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de ese hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero.

Yo lo decía que Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: "Aquí tiene, mamá, para que se compre todas sus faltas". Después, cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía tam­bién que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi vejez.

Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios… Se interrumpe un instante, apoya la pera en su mano enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:

— Y ahora ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?

— ¿Y le ha escrito desde que se fué? ¿Le ha mandado algún recuerdo?

Al escuchar esas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, sonriendo pálidamente:

— Sí, siempre me escribe desde que se fué, ahí tengo las cartas, se las traeré para que las vea. Es tan atento. También me ha mandado algunos engañitos. Dice que no se viene, porque no quiere llegar pobre aquí. Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ven­ tana, y continúa:

— Y pensar que va para los tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos! Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida, y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:

— ¡Ah! señor ¡qué crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubiera tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora, termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.

Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos, y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos:

Y él allá, al fin del mundo y yo tendré que morirme aquí como un perro; ¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!

Se lleva al pecho las manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahogara, se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros.

***

Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio leyendo tranquilamente los diarios, que acaba de traer el correo de la mañana.

Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros, saludando alegremente al buen tiempo.

Grandes, espesas nubes blancas se divisan allá entre los árboles del camino real, destacán­dose inmóviles sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagante de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo del tórax.

Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del Cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé qué vaga, indefinible esperanza.

De repente siento que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápidas pisadas que yo conozco muy bien resuenan tras de mí sobre la alfombra. Paulita está frente a mí; trae debajo del brazo un pequeño envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante.

Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro parece demacrado, pálido y enfermizo. Sus grandes ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe enigmática, maliciosa. Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:

— Hoy me ha llegado carta de él, ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea.

— ¡Ah! José le ha escrito, le digo.

Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:

— Léamela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí.

Es una breve carta que principia con el consabido: "Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una completa salud ¡yo quedo aquí bueno, a sus órdenes. Esta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el mar.

"También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerdo de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo. José Morales".

Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.

De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado. Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:

— José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.

— Ingrato él, me contesta con una expresión de extravío en la mirada, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda; y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí, sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género obscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!

— Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.

— Si ya va a llegar muy pronto - me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.

Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo, su paquete.

***

Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes. Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:

— Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?

— Lo único que hay de nuevo, señor, me contestó es que doña Paulita está en las últimas.

— ¡Cómo! le dije sorprendido, ¿y qué tiene?

—.Hace tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era, pues se lo pasaba los días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos.

Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar. Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se ponía contenta.

Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaunción y la confesara. Está muy mal, señor parece que no pasará de esta noche.

— Vamos a verla le digo, hondamente conmovido con la noticia. Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.

En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientes de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.

Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma es­ pesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de destrucción que se operaba por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre.

— Paulita, le digo en voz baja ¿me conoce?

Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas, y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto. De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil¡ destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las obscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse; su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:

— José, Josesito ¿estás ahí?

¿Has llegado al fin, hijo? Acércate, pero… ¡Tan flaco, tan distinto!...¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame…así…, y tan elegante! …Dios te bendiga!... ¿Pero ya te vas?... ¡No vuelvas más!

Después lanzó un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso…

Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:

— Pobre José ¡cuánto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!

El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónica­ mente:

— José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre.

— ¿Cómo? le digo, mirándolo sorprendido.

— Sí señor, agrega, porque desde que se fué al norte, ya no se acordó más que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero…

— ¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?

— Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.

— ¿Y los regalos?

— Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir.

¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer! y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando, al parecer, con la barba apoyada entre las manos.

******

CREPÚSCULO, por Federico Gana.

REGRESABA de cazar, una fría tarde de invierno, y marchaba al lento paso de mi caballo al lado de la línea férrea, por un camino vecinal bordeado de sauces llorones. A mis espaldas dejaba las azules montañas de la costa, donde el sol acababa de ocultarse, y a mi frente se extendía el caserío del vecino pueblo de L.

¡Más allá divisaba el panorama de la Cordillera de los Andes, que se destaca cubierto de sombrías brumas, entre los largos y caprichosos filos de las pardas alamedas de los potreros y los caminos lejanos.

El día anterior había llovido, y todo lo que la vista abarcaba estaba cubierto de grandes charcas que brillaban rojas y sombrías, como transparente manchas de sangre recién vertida, al reflejar el cielo poblado de espesos arreboles. De cuando en cuando, la rama de un árbol, que rozara al pasar, dejaba caer sobre mí una helada lluvia de pequeñas gotas de agua.

El día había sido bueno y el morral iba repleto de patos y becasinas (ave de pantanos y humedales, de nombre científico Gallinago paraguaiae, también conocida como ‘agachadiza suramericana’); pero me sentía fatigado, pues estaba en pie desde el amanecer, la caminata había sido larga y deseaba con ansia llegar luego a casa.

Mi perro corría en libertad cerca de mí, husmeando nerviosa­mente entre las plantas acuáticas de los fosos que bordeaban la carretera. El verde de los campos se obscurecía poco a poco; plañideros balidos de ovejas, escapándose de algún lugar cercano, el ruido de una locomotora que se alejaba de la estación, el mugido de una vaca llamando a su cría, turbaban sólo la calma del anochecer.

De repente, dominando todos estos rumores, resonó pausado y vibrante el tañido claro de la campana de la Iglesia del pueblo, que llamaba a la oración; y me imaginaba confusamente que las sombras se espesaban y caían con más rapidez alrededor de mí. Esa sensación obscura e indefinible de inconsciente melancolía que infunde siempre el crepúsculo, parecía penetrar más hondamente en mi corazón, borrando por un instante todas las alegres impresiones de aquel día de caza. Dejé caer las riendas sobre el cuello de mi caballo y me entregué a vagas meditaciones…

Cuando volví de mi abstracción, todo a mi alrededor parecía haberse obscurecido de súbito: las aguas de los pantanos que atravesaba tenían un reflejo sombrío, casi negro; los tonos de las nubes, de rojos que eran, habíanse tornado en cárdenos y violáceos, y grandes manchas obscuras teñían la nieve de las montañas.

Sobre mi cabeza, añosos sauces entrelazaban sus ramas, haciendo más densa la obscuridad; una helada bruma se elevaba lentamente de la tierra, velando a intervalos el paisaje.

Encontrábame ya en los linderos del fundo a donde me dirigía, y a lo lejos divisaba la borrosa silueta del arbolado que circundaba las casas, cuando no lejos de mí oí resonar una voz gruesa, de acento imperioso e irritado que decía:

— Vamos andando luego, y dejarse de lamentaciones. Allá, donde el juez, alegarán todo lo que quieran.

Bajo las desnudas ramas del gran peral que se erguía al lado de una choza derribada y abandonada, en una especie de plazoleta cubierta de trozos secos, había un individuo a caballo en el que re conocí al administrador del fundo que atravesaba, don Manuel Tapia.

Montaba, como de costumbre, un hermoso caballo de pequeña alzada, de pura raza chilena, y la indecisa luz del crepúsculo me permitía ver su elevada estatura, su flamante indumentaria de huaso, y su rostro anguloso y duro, en­ cuadrado en la larga e hirsuta patilla negra. No lejos de él, había dos bultos sombríos e inmóviles, que tenían a sus pies unos grandes haces de leña cuidadosamente listos.

— Vea, señor, me dijo don Manuel, aquí tiene a los que no me dejaban un palo en la cerca nueva; veinte veces la he hecho recargar para que no se pasaran los animales y siempre se la llevaban. Hacía mucho tiempo que andaba siguiéndoles las pisadas a los ladrones, hasta que hoy los he venido a pillar con las manos en la masa.

Mientras don Manuel hablaba así, yo observaba en silencio a los delincuentes. Eran éstos un anciano y una mujercilla, a quienes conocí desde mi niñez, como inquilinos de aquel fundo.

En medio de la vaga penumbra que nos rodeaba, distinguía sus cabellos blancos, sus cuerpos descarnados, casi desnudos, débiles temblorosos, cubiertos de andrajos; sus rostros surcados de arrugas, labrados por los años, la miseria y el trabajo. El viejo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, permanecía silencioso y absorto, como extraño a lo que le rodeaba, pareciendo ocuparse únicamente en doblar y retorcer una pequeña ramilla de árbol entre sus manos, entre sus manos callosas.

La anciana, con la diestra apoyada en la mejilla, con­ templaba fijamente los haces de leña tendidos a sus pies, sumergida en honda y dolorosa meditación. Entre tanto, don Manuel continuaba su filípica y decía con acento burlón y amenazador:

— Y ¿quién hubiera creído que este viejo don Núñez que ya está para rendir sus cuentas a Dios, había de andar en estas cosas toda­vía? ¡Pero del cogote lo he de tener en la barra toda la noche para que aprenda a andar robándome la leña!

Al escuchar estas palabras, la anciana salió bruscamente de su abstracción, e irguiendo su encorvado cuerpecillo avanzó rápidamente hacia donde yo me encontraba, temblequeando, al mismo tiempo que tendía hacia arriba sus largos brazos descarnados y sarmentosos, con violentos y convulsivos ademanes. Por fin, exclamó con voz ahogada, silbante, en la que había una mezcla de sollozo y de alarido.

—.¡Don Manuel, don Manuel, no acrimine más a ese pobre viejo que no se puede defender! Si hay culpa, yo la tengo, y le explicaré.

¡Pero usted tiene el corazón como las piedras! Usted, que también ha sido pobre! Después volvióse bruscamente hacia mí y continuó:

— Patroncito, usted a quien he conocido desde mediano se compadecerá de estos pobres gusanos miserables…

Inclinó su enmarañada cabeza blanca, meditó un instante, y, en seguida, agregó:

— Señor, el año pasado se nos murió el último de los niños, Nicasio, el que salía con Usted y lo acompañaba a cazar, ¿se acuerda? Le dió la picada y no duró tres días. Así fué cómo nos quedamos solos con Núñez. Esto era a la entrada de este invierno.

— Una mañana, me acuerdo como si fuera ahora, Núñez, cuando se iba al trabajo viéndome que lloraba callada, me dijo: "Cruz ¿qué sacas con afligirte así, a toda hora? Ya los niños se murieron; hay que conformarse con la voluntad de Dios, además considera que ahí nos queda todavía ese pobre ’huachito’, el hijo de Nicasio. "Tenía sólo tres años, señor, y ya nos acompañaba a todas partes como un corderito. Cuando trajinaba por la casa y lo tomaba en brazos y se reía conmigo, me acordaba de mis hijos…

— Un día, hace de esto pocos meses, mientras el patrón estaba en Santiago, Don Manuel, aquí presente, manda llamar a Núñez y le dice:

— Hombre, tú ya no tienes peones.

— No, pues, señor, desde que se murió Nicasio.

— Pues te buscas otra posesión porque necesito la que tienes.

— Y yo ¿no soy peón entonces? le contestó Núñez. Don Manuel se rió, y le dijo:

— Estás tan viejo que no pagas ni el pan que comes.

Y no hubo remedio, señor, porque nos tuvimos que ir. Piense, caballero, que aquí nos habíamos criado y trabajado, que aquí había vivido siempre nuestra familia como en lo propio.

Al llegar a esta parte de su relación la anciana, don Manuel volvióse hacia mí y me dijo en voz baja:

— Lo que dice esta mujer es cierto, señor. Si yo hubiese sido el patrón los habría dejado aquí. Pero los negocios son los negocios al cabo; y en un fundo bien tenido los que no trabajan están demás, terminó con voz fuerte y decidida.

— Sí, don Manuel, continuó la anciana; por esos negocios que Usted dice, tuvimos que salir de la hacienda a pedir un pan por los caminos para no morirnos de hambre. Ahora vivimos en un pajar que nos han dado aquí cerca para pasar este invierno. Allí estamos.

Yo salgo todos los días por el pueblo a conseguir algo, porque a Núñez, por lo viejo, no lo quieren admitir en ninguna parte. Ayer, Núñez se fué temprano a buscar trabajo; yo salí después y dejé en la casa al niño, durmiendo. Volví a medio día con muchas cosas que me habían dado, cuando veo una humareda muy grande; creo que es incendio y siento un olor como cuando están asando carne.

Entro veo la pieza llena de humo y una cosa negra en el suelo. Era el niño, señor. Lo tomo en brazos, lo remezco…era todo una llaga viva, vienen los vecinos, le echan agua, pero no vuelve, porque el angelito estaba frío hacía tiempo.

Ya en la tarde principiamos a arreglarlo todo para el velorio; me trajeron flores y ramas verdes.

Cuando llegó este pobre viejo en la noche y vió las luces encendidas y todo aquel arreglo, la gente, y que yo tenía al niño hecho una compasión en los brazos, se quedó parado en el umbral, sin habla . y no se atrevía a entrar. Al fin se sentó junto al fuego, y ahí se quedó toda la noche con la cabeza agachada.

Le hablaba; no me respondía. Así está desde ayer. Hoy en la tarde le dije: ahora nos hace falta la leña para hacer la fogata; considera que hoy es el último día que lo vamos a tener en casa, y mañana bien temprano hay que llevarlo allá, abajo

Pareció que me entendía y me siguió para acá, donde nos pusimos a recoger estas ramas que estaban botadas por el suelo. Esta es la pura verdad, patroncito.

Calló la anciana, inclinó con fuerza la cabeza sobre el pecho, y me pareció después un sordo y profundo rumor de sollozos sofocados.

Cuando terminó esta larga relación que fué pronunciada con voz trémula y entrecortada, y en ese tono elevado que parece un cantar monótono y plañidero, tan común en nuestros campesinos del sur, yo me volví hacia don Manuel que permanecía con la cabeza desdeñosamente echada atrás, y le dije:

— Don Manuel, déjelos irse. Al fin es una insignificancia!

Por toda respuesta, don Manuel se volvió hacia los dos ancianos y les dijo rudamente:

— Eso les pasa por dejar a los chiquillos solos en la casa. ¡No aprenden nunca! Ahora tomen su leña y váyanse luego.

Ellos, no bien escucharon estas palabras, cuando con una agilidad de la que no se les habría creído capaces, se abalanzaron hacia los haces de leña, se los echaron a la cabeza y mascullando bendiciones y agradecimientos se marcharon rápidamente. Entre tanto, don Manuel murmuraba entre dientes al ponernos en camino:

— ¡Con este sistema, vamos a tener cerca alguna vez!

Y mientras me alejaba en medio de la calma religiosa de la noche, que caía rápidamente, me parecía que el cielo contemplara amenazador e implacable a la Tierra envuelta ya en las sombras, velada por la niebla inmóvil que cubría por completo la muda extensión de los campos.

Volví la vista hacia atrás, y allí, en lo alto de la línea férrea, divisé todavía a los dos ancianos que, encorvados, con sus grandes haces de leña a la cabeza, se perdían en la bruma, como dos fúnebres siluetas de miseria y sufrimiento, bajo el cielo tempestuoso donde principiaba a brillar el oro de las primeras estrellas.

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LA MAIGA, por Federico Gana.

AQUELLA mañana de invierno me sentía poseído de una incomprensible hipocondría.

Sentado frente al escritorio, trataba de contraer mi atención sobre el cuaderno de cuentas del fundo, que tenía abierto ante mí pero al mirar por la ventana el día brumoso y obscuro, los húmedos ramajes de los pinos y naranjos del jardín, que se destacaban sobre un cielo de leche, volvía a sumergirme otra vez en mi triste somnolencia, en mi inmotivado abatimiento.

Hoy no hago nada, no puedo hacer nada, pensé, levantándome bruscamente de mi asiento y desperezándome.

En ese instante, la puerta del escritorio se abrió, y mi perro de caza, se lanzó con su acostumbrada violencia sobre mí, haciéndome las más exageradas caricias.

¿Qué haré hoy? pensaba, conteniendo de las orejas y las patas al nervioso animal que me manchaba el traje con su piel mojada por el rocío de la mañana. Por un instante me cogió la idea de salir a cazar; pero me sentía fatigado para emprender una marcha, y, además, el pasto estaría demasiado húmedo aún.

Entonces me acordé de mi buen amigo, el párroco de la vecina aldea de Y. Iría a hacerle una visita matinal. Veía con la imaginación su redonda, seda y arrebolada cara de fraile gastrónomo; y me alentaba con la idea de desvanecer mi aburrimiento con su alegre charla y su grueso vinillo moscatel, que conser­vaba todo el áspero sabor del lagar de cuero.

Mandé ensillar mi caballo, y un instante después salía. El caballo se estremecía de frío y de impaciencia bajo el corredor. Monté rápidamente, y partí al galope.

Una espesa y fría neblina cubría toda la extensión del horizonte. A ambos lados se extendía la uniforme línea gris de los álamos desnudos de follaje, mojados por la constante llovizna, goteando el agua sobre la tierra negra y fangosa del camino real.

De cuando en cuando, un sauce, una gran mata de zarzamora, asomaban sus obscuras siluetas entre la bruma; y más allá, la sucesión de potreros tapizados de trigo naciente, de terrenos recién arados, de cercas de espino, de alamedas y de vegas, teñían la niebla con vagos tonos verdes, sombríos, amarillentos y blanquecinos. Las perdices se llamaban alegremente en los cercados, y algunos zorzales pasaban muy altos, silbando, sobre mi cabeza.

A poco andar, el camino declinaba bruscamente, desembocando en un ancho y fangoso estero cubierto de lamas y ‘batrales’; sus aguas tenían un débil reflejo de acero bajo la bruma.

La niebla principiaba a romper se rápidamente, recogiéndose como un inmenso telón de teatro hacia las montañas lejanas. Sobre los surcos obscuros y los pantanos, vagaban todavía algunos tenues vapores; el aire adquiría una intensa claridad bajo las nubes espesas, y un soplo de extraña calma parecía adormecer todo el paisaje.

Después de pasar el estero, en un alto árido y pedregoso, divisé el cementerio del lugar. Por encima de las tapias ruinosas, entre viejos sauces y rosales, asomaban algunos mausoleos: enormes columnas truncadas teñidas de cal, ángeles de yeso, grandes cruces negras con adornos de papel blanco. ¡Pobres muestras de la vanidad lugareña!

En el corredor de la sucia y pobre casita del sepulturero, una mujer, embozada en un pañuelo rojo, soplaba el fuego, mientras sus hijos harapientos, con los pies des nudos, jugaban en el camino real. Al dar vuelta al recodo, me vi detenido de improviso por una pequeña partida de hombres a caballo.

Era un entierro de pobres, en descanso.

Reconocí a algunos inquilinos de las haciendas vecinas.

Permanecían casi todos inmóviles sobre sus flacos caballejos, espoleados y sudorosos.

En sus rostros tostados por el sol, bajo las gorras de algodón azul o los sombreros de anchas alas, vagaba una expresión de tristeza afectada, soñolienta, casi sonriente…

Observé sin dificultad que casi todos esos dolientes ecuestres estaban ebrios; el alcohol bebido durante la noche y la madrugada, mientras se velaba al cadáver, los excitaba, tal vez, a esa inconsciente melancolía.

Me acerqué a uno de ellos, un viejo de luenga barba gris, un ‘campañista’ de uno de los fundos colindantes, y le pregunté en voz baja:

— ¿A quién llevan?

— Es a la Maiga, señor, la hija de don Manuel, el que vive en "Las Tres Esquinas"— me respondió, sacándose lenta y respetuosamente su agujereado sombrero.

Dirigí la mirada a mí alrededor, y entonces vi sobre la tierra negra del camino unas angarillas sobre las que se amontonaba un bulto envuelto en una tela sucia y harapienta. En la parte superior del cuerpo, que tal vez, correspondía al seno, había atada una pequeña cruz blanca de madera de álamo; y a poca distancia, los angarilleros sentados en el suelo, con las mangas arremangadas, fumaban tranquilamente sus cigarrillos de hoja.

Contemplaba casi sin atrever a moverme, cómo entumecido de frío, las angarillas, el bulto negruzco, inmóvil, esos hombres tan pobres…

La Margarita, —la ‘Maiga’—: y una imagen de mujer venía a mi memoria… Yo la había conocido en otro tiempo. Un día nebuloso y frío como éste, en que, acompañado de algunos amigos jóvenes y alegres, iba de caza, me había detenido a beber una copa en la fonda donde vivía aquella muchacha.

Me parecía ver aún su enmarañada cabellera castaña, sus largas trenzas, sus grandes ojos pardos inclinados ante las bruscas galanterías de mis compañeros de caza, mientras ella sostenía respetuosamente el platillo, esperando que bebiésemos, sonriéndose como avergonzada.

Miré una vez hacia la tierra, y entonces advertí unos pequeños zapatos manchados de barro que sobresalían de la mortaja.

No sé si la calma de ese día de invierno o el silencio de aquel cortejo campesino me inclinaban a la contemplación; el hecho es que permanecí inmóvil sobre mi caballo, observando minuciosamente los detalles de la escena.

En medio del círculo de jinetes, había dos individuos desmontados, con la cabeza descubierta, a poca distancia del cadáver.

El uno era don Manuelito, el propietario de la ‘chingana’ de "Las Tres Esquinas", a quien apodaban ‘El Peuco’ en los alrededores, a causa de ciertas rapacerías antiguas y modernas. Era un viejecillo flacucho y encorvado, con ese aspecto sucio y miserable que se advierte generalmente en nuestros campesinos ancianos.

Vestía una larga manta vieja y deshilachada, unos pantalones de mezcla muy cortos y unas ojotas embarradas. Su rostro escuálido y anguloso, sus ojos pequeños, oblicuos y vivaces; sus cejas que se alzaban a cada instante con un movimiento nervioso y maquinal; su escasa barbilla gris y la contracción de sus delgados labios, le daban una expresión de malicia siniestra.

Dirigía rápidas y penetrantes miradas en todas direcciones, como inquiriendo la cau­sa de todo aquello; de cuando en cuando, pasaba lentamente su gruesa mano de trabajador por la cabeza amarrada con un pañuelo de rayas coloradas.

El otro individuo era un mucha­cho de elevada estatura, esbelto y desgarbado, de rostro muy moreno, y, al parecer, de unos veintidós a veintitrés años.

Su traje de campesino casi nuevo, la pequeña manta de colores resaltantes, el sombrero de pita, las grandes espuelas enchapadas en plata y un pañuelo de seda azul que llevaba anudado al cuello, formaban vivo contraste con la pobreza de la indumentaria de los otros dolientes. Permanecía inmóvil, con la cabeza inclinada y los brazos caídos. Sus ojos, enrojecidos y dilatados, fijos con persisten te atención en el cadáver que tenía delante, brillaban como ascuas bajo las cejas fruncidas. Su barba, un poco alargada, temblaba convulsivamente.

De pronto, el muchacho alzó bruscamente la cabeza, dirigió la mirada hacia un punto indefinido, y, lanzando un hondo suspiro, exclamó con voz fuerte:

— ¡Ya la Maiga no aposentará más por estas tierras!

Y luego, volviendo lentamente hacia el viejo su rostro contraído que parecía animarse con una son­ risa, agregó con acento de dulce y dolorosa reconvención:

— Don Manuel, don Manuelito, si usted me hubiese escuchado cuando le hablé, esto no habría sucedido. Usted se acordará de cuando fuí a su casa y le dije lo que había.

El viejo, al oír estas palabras, volvió violentamente la cabeza a otro lado, y dijo con tono breve y seco:

— ¡Y qué sacas con venir a hablar de eso ahora!

El muchacho insistía dulcemente:

— Pues ahora es cuando hay que hablar, don Manuel, para que se sepan las cosas, ahora que es el último día. Usted lo sabía muy bien que la Maiga y yo estábamos palabreados.

El viejo movió despreciativamente la cabeza, murmurando entre dientes:

— A buen caballero le iba yo a entregar mi hija.

Y en seguida agregó, irónica­ mente, en voz alta:

— Ya que estás hablando tanto ¿por qué no cuentas aquí cuánto tiempo estuviste en la cárcel?

Al escuchar esto, el muchacho le dirigió al viejo una mirada torva, cargada de contenido rencor, y le dijo con voz sorda y amenazadora:

— Don Manuel, don Manuel, no me venga a decir esas cosas.

De repente, su vista, turbia por el alcohol y la cólera, me percibió, y entonces alzando violenta y descompasadamente los brazos echando atrás la cabeza en ademán de súplica avanzó hacia donde yo me encontraba, dando traspiés, enredado en las espuelas y gritándome a grandes voces con ese acento agudo y discordante del ebrio excitado por la pasión:

— Mi señor, mi caballero, por favor no se vaya; oiga, óigame, porque don Manuel me quiere avergonzar aquí, y yo voy a contarle a usted lo que ha hecho él.

Llegó cerca de mí y apoyando pesadamente uno de sus brazos en el cuello de mi caballo, mientras accionaba con el otro, principió a hablarme con voz monótona y entrecortada:

— Mi caballero, —y ahí están todos para que atestigüen si no es cierto lo que digo: —cuando vivía mi padre, fuí un día a ver a don Manuel y le dije: Don Manuel, yo he palabreado a su hija de ma­trimonio, y vengo a saber si usted consiente.

Y él me dijo que sí, al principio, pero, después, como le llegaba gente a su casa y la Maiga les cantaba, y como vió que también venían caballeros a gastar por ella, me dijo que no.

Al poco tiempo supe que el negocio iba muy bien, porque los caballeros venían por la Maiga, y andaban detrás de ella con el consentimiento de don Manuel, que le pegaba a su hija porque no era condescendiente. Cuando me contaron que don Manuel la había entregado a un caballero, por plata que recibió, y ya mi padre era muerto, la Maiga se quería venir conmigo, pero yo no quise nunca. Y ella sufría por mí, y me mandaba recados de que fuese a verla.

Casi siempre la encontraba por el camino muy elegante, y se sonreía, y como que quería hablarme ¡pero yo, que tenía partido el corazón, le picaba las espuelas a mi caballo, porque ella había andado en cosas que no podía yo aguantar . Después, lo vendí todo y me puse a remoler por culpa de ella, hasta que le dí una puñalada a uno, y me metieron a la cárcel ¡y ahí he estado padeciendo, señor, ¡y todo a causa de este hombre que vendió a su hija y me ha hecho desgraciado!

Y, ahora, mi caballero, dígame si no tendré razón para avergonzar a este viejo delante de todo el mundo, ahora que vamos en este entierro a dejar a la Maiga, que se murió de pena porque yo no me acerqué a ella… ¡porque me quería!

Al terminar, dejó caer su cabeza sobre el cuello de mi caballo, restregó con desesperación su frente contra las crines, y prorrumpió en un largo e inarticulado gemido de borracho.

Lo aparté suavemente y me alejé al galope.

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Fin de la restauración de algunos cuentos del escritor chileno Federico Gana (1867—1926). Copyright © de Pablo Huneeus Cox. Editora Documenta Ltda. WA + 56 9 9896 5487, 06-ago-2023.

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