WOJTYLA Y PINOCHET
por Pablo Huneeus
Fue mucho, demasiado cura, procesión y letanía. Tanta fue la propaganda religiosa de las últimas semanas, que a este hereje le terminó trayendo malos recuerdos y a mucho liberal le revolvió las borras. Todo, por la penosa y archi publicitada agonía de un anciano sacerdote polaco que en su juventud fuera actor de teatro en Cracovia y más tarde personificara al mismísimo Dios en Roma.
Las mentadas reminiscencias, tan oportunamente olvidadas de los panegíricos oficiales, datan del miércoles 1° de abril de 1987, tipo cuatro de la tarde, cuando Karol Wojtyla, Sumo Pontífice de la Iglesia Católica y Augusto Pinochet, Dictador Supremo de Chile, se abrazaron en Santiago.
Llevábamos los demócratas una década entera rezongando para derrocar al tirano. Por cierto, lo que hacíamos algunos intelectuales –propagación del virus libertario en aulas universitarias, canciones revoltosas, alegatos jurídicos– no era nada al lado de las protestas callejeras que la juventud obrera comienza a protagonizar en 1983. Ante una de las bravas, el mentado militar, temiendo que la guarnición de Santiago se plegara a la revuelta, ordenó traer tropas de la Primera División de Ejército (Atacama), las que llegaron a la capital en uniforme caqui de desierto.
Se veían bien morenos y asustados esos conscriptos, de apenas dieciocho a veinte años de edad y en su mayoría de rasgos aymará, como que deben haber venido de Calama unos, y de Ayquina o Toconao otros, lugares todos de aire puro y gente buena. Sin embargo, azuzados por el miedo, e ignorantes en control de multitudes, respondieron a las pedradas con descargas de fusilería, dejando unos sesenta de muertos en las poblaciones, veintidós de ellos trabajadores sindicalizados. Las armas de guerra, desde la carabina Máuser hasta la ametralladora .30, traspasan como si nada los tabiques de la casa pobre. Y la torpeza táctica de dejar a esos muchachos haciendo guardia nocturna junto a estanques de agua y puentes, hizo que por obra del peñascazo y la cuchilla, unos cuantos volvieran al norte con los pies hacia delante.
Y VA CAER
Así todo, la gente, en vez de amilanarse con la represión desatada esos años, comienza a perder el miedo. En los estadios, por ejemplo, especialmente en el Nacional, durante los partidos de fútbol, espontáneamente brota de la galería el canturreo “Y va caer...” que se vocea al unísono, como una marejada que va de lado a lado de la galería, sin que carabinero ni soplón alguno logre contenerlo.
Además, estaba el oprobio mundial, factor grave en un país tan fijado en el extranjero. Tómese la sopa antes que venga Pinochet, le decían a los niños franceses para asustarlos, pues Hitler o Stalin eran historia comparados con las atrocidades reportadas a diario desde el sur del mundo. Tal descrédito había alcanzado en el exterior que, a pesar de los esfuerzos de la cancillería chilena, ni el caudillo español Francisco Franco ni el cleptómano dictador de las Filipinas, Ferdinand Marcos, quisieron recibirlo en sus dominios.
Se llegó al bochorno, en marzo de 1980, de que en su primera salida, —el tarareado viaje a las Filipinas— el jet presidencial con el general y su séquito en la mitad del Pacífico tuviera que virar en redondo, vuelta a casa caramba. Marcos súbitamente había caído en la cuenta de que no le convenía ser visto con Drácula y aunque venía en vuelo, ordenó negarle permiso de aterrizar en la capital, Manila. El Boeing 707 chileno debió hacer una escala técnica en las islas Fidji para recargar combustible. No dejaron a nadie bajarse, pero los isleños, al enterarse de que adentro estaba el padrino chilensis, acudieron a lanzarle piedras, insultos y cáscaras de coco. En un par de horas, sin relevo de tripulación, el avión apretó cachete hacia a Isla de Pascua.
Ahí fue que el canciller Hernán Cubillos, uno de los civiles presidenciables que contemplaba la Junta para suceder a Pinochet, perdió la pega. Se había desvivido ese ex gerente del diario “El Mercurio” de ascendencia militar por armarle al general un viaje que le diera un tinte de aceptación internacional. Pero el comandante supremo de la nación culpó a su subalterno del desastre y aprovechó, como a menudo lo hacía, de deshacerse del colaborador que, por el sólo hecho de ser decente o capaz, opacaba su calidad de “enviado por la Divina Providencia a comandar la más antigua de las instituciones de la República”. (Discurso del 23–VII–86 a generales y almirantes).
“Yo obtengo mi fuerza de Dios,” declaró en otra oportunidad a la revista “Newsweek” y quien se auto proclame ungido del poder absoluto, incluso sobre la mediación humanizadora de Cristo, no escucha a la gente ni tolera que nadie cerca suyo destaque. En especial, tratándose de un arcángel venerado como lo era su Ministro de Defensa, general Oscar Bonilla Bradanovic. Líder natural, militar de la vieja escuela constitucionalista, más profesional que político, la Junta lo designa de un comienzo ministro del Interior. En tenida de campaña parte a las poblaciones a tantear el ambiente y a levantar el ánimo en encendidas arengas que le granjean una cierta simpatía del pueblo llano. ¡Peligro! Lo cambian a Defensa y estando de visita en Rengo, a hora y media en auto de Santiago, el 3 de marzo de 1975 le mandan un helicóptero Alouette del Ejército para que vuele a una reunión urgente en la capital. ¡Oh desgracia! Una explosión derriba el helicóptero y otra, el de los expertos franceses de la fábrica Sud Aviation que vinieron a investigar la falla ¡mon Dieu! que podría haber causado la caída.
Condenas en todos los foros internacionales a sus atropellos a los Derechos Humanos, y una opinión pública adversa que, a pesar de su apellido galo, lo comparaba con tanto Pérez Jiménez y Castro Ruiz de Latinoamérica.
En lo económico, las cosas tampoco andaban bien: se empezaban a sentir los efectos de la crisis bancaria de 1983 por la cual se evaporaron 6.000 millones de dólares, mucha cesantía y creciente desencanto con el influjo de baratijas importadas que, a desmedro de la industria nacional y del empleo, ordenaron los economistas para crear la sensación, aunque fuera espuria, de bienestar.
Las propias instituciones de la defensa nacional, hasta entonces queridas, estaban sufriendo un inquietante desgaste. Por debajo, en la base de sustento de toda autocracia, —el principio de obediencia— a los diez años de instaurarse en 1973, la monolítica Junta Militar de Gobierno ya mostraba fisuras, tanto en el ejército mismo, donde más de algún coronel con ambiciones políticas de tarde en tarde afilaba su garra, como en la relación cada vez más tensa entre los distintos institutos armados. Con la marina por un lado y la aviación por otro, no había futuro. Menos, si en un estrato más profundo del magma social cundía la sensación de estar bajo régimen de ocupación militar y las FFAA empezaban a ser vistas como el brazo armado del capital extranjero o de dilectas camarillas de pijes, tanto o más repulsivas al pueblo que el gringo con plata.
En otro plano, la legitimidad del régimen hacía agua. A pesar de los esfuerzos del abogado de comunión diaria Jaime Guzmán Errázuriz (1946–91) por darle blindaje legal con actas constitucionales “hechas a medida”, asomaba por doquier su fisonomía de gorilismo abrutancado. Toque de queda, exilio de opositores, desapariciones forzadas, censura de prensa, derecho laboral conculcado, universidad intervenida, apagón cultural, quema de libros y súbito enriquecimiento de tecnócratas (los “amores pagados” de que hablaba Pinochet), eran la orden del día de ese enrarecido ambiente que distaba mucho del funcionamiento normal de las instituciones.
También, había ya públicas y notorias pugnas entre los clanes empresariales que manejaban el andamiaje financiero. Los “Pirañas” y los “Chicago boys”, por ejemplo, litigaban por el modelo de política económica, y se peleaban a combos las 571 empresas de propiedad social que tenía el país. Generadoras de electricidad, líneas aéreas, yacimientos mineros, fundiciones de acero, empresas pesqueras, plantas faenadoras de carne, todo lo piratizaban para de inmediato aplicarle la fórmula mágica de enriquecimiento personal: reducir a la mitad el personal y aumentar al doble los precios. Sumada la consecuente cesantía a la erupción del movimiento civil en un país probadamente volcánico, hacia finales de 1984 era “vox populi” que el régimen militar pendía del árbol cual fruto sobre maduro. Pero entonces apareció el Papa.
¡No! Que no venga ninguna estrella mediática, ni Pelé, ni Paul McCartney, ni celebridad alguna del mundo libre mientras estemos en dictadura, fue la reacción de la disidencia activa cuando supimos la movida, dos años antes del simbólico encuentro de los mentados prohombres. Con el Papa ni a misa, agregó el poeta Nicanor Parra.
Para un régimen a punto de caer era el espaldarazo maestro, el rebato de gracia que ni los católicos tradicionalmente demócratas querían oír. Hasta connotados prelados se mostraron renuentes a una visita papal —la primera y única jamás efectuada a Chile— en esas condiciones. Que venga, que venga y nadie lo detenga, era el parecer de la disidencia, pero cuando salgamos de la cárcel.
No olvidemos que un primate en la primera magistratura de la nación, provoca un sentimiento de vergüenza colectiva sólo comparable al de estar preso. Las tonteras que dice, la siutiquería irrefrenable de la mona que se viste de seda y las brutalidades que hace, son un tormento al espíritu peor que los barrotes. Convierten al país un largo y angosto penal de fingimiento, mentiras y bobadas. Lo único que uno quiere bajo el peso de la opresión es aire fresco, ideas, caras nuevas, elementos considerados subversivos por los tontos graves en el poder, quienes se encargaban de perseguir el folklore, el humor, y sobre todo la inteligencia cuando exhalaba algún destello.
Así todo, por injusto que sea el encarcelamiento, siempre uno llega a creer que tiene su poco de culpa, actitud reforzada por los libertos, que miran al prisionero con sospecha por el sólo hecho de estar tras las rejas. Algo habrá hecho, dicen. Cada pueblo tiene el gobierno que se merece, añaden. Es comprensible, pues, que por dignidad algunos prefiramos no ser vistos en tan ridícula circunstancia, peor si vienen a bendecir al gendarme.
En 1985, tras doce años de reclusión ¿sería mucho pedir que Su Santidad se abstenga de revolver el gallinero? ¿No ven que estamos a punto de volver a la normalidad y su visita, con boato europeo, necesariamente va a ser un cumplido al régimen? Contra eso, se nos dijo que vendría en humildad, modestamente, como peregrino de la paz, a ayudarnos en el plano espiritual y no a inmiscuirse en política. Al César lo que es del César. Total, una gira de bajo perfil estaba en la línea de Cristo Jesús, quien siempre viajó a pie o en mula, sin más escolta que la de sus apóstoles.
Creyendo estar ante una visita netamente pastoral, muchos fieles en sus oraciones imploraron —soñar no cuesta nada— que viniera a darle apoyo espiritual al clero comprometido, a los mapuches erradicados de sus tierras y a todo el reguero de torturados, viudas y empobrecidos que estaba dejando Pinochet.
Una sola palabra, rayada en la pared, resume dicho sentir: ¡Llévatelo!
LA DERECHA ES MÁS FUERTE
“Somos los dueños de Chile, dueños del capital y del suelo. Lo demás es masa influenciable y vendible,” escribió el abogado empresarial Eduardo Matte Pérez (1847–1902). Interesante, tamaña arrogancia viniendo del hermano de Delia Matte de Izquierdo, quien también hereda de papito banquero una tremenda fortuna. Ella, en vez de usarla para acumular millón sobre millón, la destina a impulsar los derechos de la mujer. Funda en 1915 el “Club de Señoras”, una especie de “Club de la Unión”, pero de accionar más político que gastronómico. Dona una mansión para ese efecto, y en vez de juntarse las damas a tomar whisky, comer chancho y jugar plata, como tanto acostumbran sus maridos en el todo masculino palacete de Alameda, se dedican a cranear cómo mejorar la condición femenina, en ese entonces a nivel de “masa influenciable y vendible” para trapear la cocina. En 1917, a través del Partido Conservador, presentan las socias el primer proyecto de ley tendiente a que las fámulas puedan votar y ser votadas.
Otro hermano de quien acuñara ese tácito lema de los oligarcas, es nada menos que el lingüista Claudio Matte Pérez (1858–1956). Se instala en Alemania a estudiar primero lenguas germánicas, pero sorprendido por lo bien que niños chicos escriben, y en tan endiablado idioma, se interesa en los métodos de alfabetización de las escuelas bávaras, basados en aprender simultáneamente a leer y escribir, idea hoy de Perogrullo pero en ese tiempo, toda una revolución contra los dogmas pedagógicos implantados por España durante la primera Colonia (1561–1810).
Para demostrar su idea, en 1884 manda a imprimir en Leipzig seis mil ejemplares de lo que hoy se conoce como el Silabario Matte. Los fleta a Chile y a su vuelta, años más tarde, comprueba con satisfacción que su libro no sólo se ha adoptado como texto básico de alfabetización en la república, sino que ha sido pirateado por toda Latinoamérica.
Tan opuestos polos en una misma familia —conservadores versus liberales— es típico de la aristocracia chilena. Falta de unidad dirán unos, “oveja negra de la familia” si un linajudo Vicente Huidobro o Alberto Edwards se dedica más al cultivo de las artes que del dinero y “traidor a su clase,” si un Valdés Subercaseaux o Letelier del Solar, se pone junto al pueblo. “Momio”, “pechoño” o “mercachifle”, dirán los otros de sus hermanos más convencionales.
Esto, porque Chile no alcanza a ser una sociedad propiamente tal, regida por pautas universales: es un agregado de tribus que comparten un estrecho valle central, cada cual con sus caciques y particular cultura, siendo el juego político el proceso alinderar territorio para el clan.
Tal granjería para nosotros, tal otra para ustedes, es el tic tac de la historia. La hacienda y sus viñedos para los castellano vascos (Undurraga, Errázuriz, etc.), la industria textil para “los turcos” como se le dice a los palestinos de ascendencia árabe, bancos y financieras para los judíos, la administración pública para los rádicos, la Contraloría, el liceo y la U de Chile para los masones, la construcción para los DC (el partido inmobiliario de Chile), las concesiones camineras y autopistas para los socialistas, el cobre para el milicaje y así, a cada perro su hueso.
A pesar de la abolición del mayorazgo y de los títulos nobiliarios, que decretara O´Higgins en 1817, toda esta “cosa nostra” capitalina que se define a sí misma como “gente decente”, “elite” o “clase dirigente”, mantiene en su interior la norma básica del sistema feudal de que la hacienda pase indivisa al hijo mayor.
En dicho círculo, el primogénito masculino hasta el día de hoy es considerado por padre y madre el depositario natural de las llaves del reino. Para él, la más cara educación en escuelas de negocio, la gerencia general en la empresa del viejo y el control absoluto de las cuentas bancarias. Para los “segundones” en cambio, bueno, que se hagan curas, estudien sociología, o se dediquen a la música como el hermano menor del emperador Carlos III de España, el infante don Luís de Aranjuez.
A falta de corona para adornar su cabeza, lo invisten a los siete años con el capelo cardenalicio. No contento con integrar la curia, su sacra eminencia se dedica a cultivar la música con sus amigos. Mientras hermano mayor hace bobadas como expulsar a los jesuitas (1767), impulsores del desarrollo intelectual de Latinoamérica, don Luís nombra a un compinche de su banda, “violonchelista de su Cámara y compositor” de palacio. Gracias a ello, la música universal cuenta entre sus íconos a Luigi Boccerini (1743–1805), quien bajo el mecenazgo de ese “segundón” compuso obras tan importantes del repertorio clásico como es el quinteto con guitarra G. 448, “El Fandango”, que hasta hoy deleita el espíritu.
El sustento ético del mayorazgo y por consecuencia de la dictadura, lo provee la idea de un Dios Padre que engendra un sólo hijo válido: Cristo Jesús. Si José y María tuvieron más hijos, como da a entender el propio Evangelio (Mt. 12. 46-47), no cuenta, como tampoco cuentan los demás apóstoles, pues este único investido del poder paterno habría designado, no a su comunidad de creyentes o al pueblo elegido, como recuerda la tradición, sino a un Führer absoluto llamado Pedro. Paradójicamente, este primer Papa había de negar tres veces al Nazareno.
Machismo, concentración del poder económico, sentido de clan son, pues, los valores grupales de la clase alta chilena que le dan cohesión en el tiempo, a igual que su extraordinaria capacidad de adaptación. Como la dominación de esos pocos sobre los muchos, es una cultura inspirada en la religión, la evolución de una Iglesia monárquica, que llega a oponerse a la Independencia, hacia una socialmente comprometida, que llega a fomentar la sindicalización campesina, necesariamente había de causar alguna escisión.
En la primera mitad del siglo XX, el conservadorismo asimila a sacudones el proceso de renovación o “aggiornamento” de su “alma mater”, la Iglesia Católica. Luciendo esa capacidad de acomodo que distingue a la oligarquía chilena, en 1946, décadas antes de “El Gatopardo“, (“Si queremos que todo siga como está, es preciso que algo cambie.”) el ideólogo del Partido Conservador, Pedro Lira Urquieta declaraba, “ante las apremiantes instrucciones pontificias” que “reformar a tiempo es justamente conservar”.
Es un largo proceso de adaptación a la era moderna que la más antigua institución desata con León XIII, nacido en 1810, junto con las revoluciones independentistas, el ascenso de la burguesía industrial y el movimiento obrero. Ofició de pontífice desde 1879 a 1903, ocasionando en 1892 un terremoto al instar al clero a reconocer la república como ordenamiento legítimo de una nación. Luego viene una seguidilla de encíclicas sobre la democracia —Libertas (1888), Rerum Novarum (1891)— que le dan contenido social al catolicismo hasta culminar dicho movimiento en el Concilio Vaticano II abierto por Juan XXIII en 1962 y clausurado por Pablo VI en 1965.
Una Iglesia tradicionalmente burocratizada, distante y apegada a rituales góticos trata ahí de integrar la experiencia humana de sus miembros, la vida misma, con el evangelio. Léase, charango en misa, padre nuestro en vez de pater noster, paramentos onda poncho, espíritu ecuménico, compromiso con el sufrimiento humano, y “deconstrucción” de la organización jerárquica para darle participación activa a la comunidad eclesial, sea éste grupo de oración parroquial o conferencia episcopal. Iglesia, al fin de cuentas, viene del griego del griego “ekklesia”, que significa asamblea, instancia de la democracia ateniense donde cada persona tiene derecho a voz y voto.
El trasfondo teológico es la relación entre Dios y la conciencia, tema culmine del Concilio. ¿Hasta que punto la verdad la tiene el cura o uno mismo? ¿Es cuestión de seguir el reglamento o de actuar en conciencia? Por cierto, esto lleva como el buey la carreta a libertad de usar contraceptivos, a liturgias medio canutas y, lo grave para la derecha, a que la grey se involucre en la lucha de pobres contra ricos. Una cosa es que se pierda latín de la misa y otra, muy distinta, es que la fiel aliada del orden patriarcal se vaya con otro. ¿Curitas que en vez de predicar obediencia al patrón solevanten la peonada? ¡Impensable!
Así todo, la vieja guardia del Partido Conservador va asimilando innovaciones quizás no buenas para la Iglesia, pero rotundamente buenas para la sociedad civil, como la existencia de cementerios laicos, la instrucción pública primaria obligatoria, el código del trabajo y la educación superior basada en la lógica científica en vez del dogma pontificio. De su patriarcal cenáculo se descuelga una juventud conservadora —los demócratas cristianos encabezados por Eduardo Frei Montalva— quienes manteniendo su apego confesional, quieren ir un poco más lejos en lo social, léase reforma agraria, cooperativismo y una vía intermedia entre capitalismo y socialismo, basada en una organización comunitaria de la empresa.
EL OPUS DEI ES LA UDI EN MISA
Hasta ahora —años 1960, 70— tenemos una derecha católica escindida en dos alas: una envejecida tendencia conservadora basada en la decreciente agricultura patronal y otra pujante democracia cristiana basada en la clase media emergente (profesionales, funcionarios del aparato estatal, empresarios de la construcción, etc.). Pero ambas alas vuelan en un cuerpo social, que es la nación toda, hacia un mismo Dios.
Con el advenimiento del régimen militar en 1973 aparece sobre el escenario político un nuevo actor, apenas visible al momento de comenzar la función: una derecha religioso financiera (Opus Udi), de vocación elitista, cerrada sobre sí misma, anti indigenista y recelosa del país profundo. Al interior de la gran obra cultural de la aristocracia conservadora —la Universidad Católica— unos cuantos estudiantes de Derecho y de Economía provenientes de familias algo venidas a menos forma lo que a primera vista es un discreto grupo de oración que en vez del típico bailoteo del sábado por la tarde, se junta a conversar en dilectas residencias alhajadas al estilo español. Los masculinos en una, las mujeres en otra, dividir para reinar.
Están unidos, sí, por el ritual de acudir en medio de la velada a saludar al “dueño de casa” que no es otro que el Señor en una capilla a media luz, junto a la efigie de un presbítero franquista, muy benevolente con los ricos, llamado Escrivá de Balaguer, que vino a tantear terreno para su secta a los pocos meses del golpe militar. A igual que en España, el Opus Dei se propaga rápido en condiciones de dictadura.
La reforma universitaria ha sido aplastada, el estudiantado silenciado y la inteligencia perseguida. Una verdadera inquisición se ha desatado en la universidad contra sus mejores catedráticos quienes, acusados secretamente de comunistas o, peor aún de liderazgo intelectual, son defenestrados por los militares que la Junta nombra de rectores como quien destina coroneles a comandar regimientos.
Una fantástica oportunidad se ha abierto a los desplazados por el progreso social. ¡Mediocres del mundo uníos!, es su consigna. No más concursos de antecedentes para llenar la cátedra ni ascenso por mérito que dejen pasar a los mejores. ¡Muera la inteligencia! gritó el general Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca (1936) cuando llegó, escoltado por sus legionarios armados con metralletas, a detener a su rector titular, don Miguel de Unamuno.
Con el sistema de cuoteo para repartir el botín entre las distintas ramas de la burocracia militar, la Universidad Católica le toca a la Armada, nido de las posiciones políticas más recalcitrantes, y el nombramiento recae en el contralmirante (r) Jorge Swett Madge. Es todo un caballero, alto, de imponente figura y buenos instintos. Su absoluta inexperiencia en el ámbito universitario la suple una corte de amanuenses que pronto lo rodea en el imponente palacio de Alameda 340.
Son, precisamente, los niños bien vestidos —chaqueta azul de botones dorados— del Opus Dei los que algo incrédulos de su propio avance, pasan a ocupar vicerectorías, y decanatos hasta convertir esa casa de estudios en una moderna fábrica de tecnócratas para servir al régimen militar. Ministros, subsecretarios, alcaldes, gerentes para empresas públicas, plumarios para redactar decretos ley, diplomáticos de buena presencia, jueces obedientes, directivos de asociaciones gremiales, en fin, lo que pida el sistema, ahí están los egresados de la que en honor a Wojtyla pasaría a llamarse Pontificia Universidad Católica. Sin su apoyo, mediado por el nuncio Angelo Sodano, no habrían podido tomársela.
Los cara pálida se le decía a ese grupo compacto de encorbatados, todos de finos modales, perfectitos y muy amigos entre ellos, como si fueran miembros de un mismo batallón. En lo intelectual formaban un ghetto amurallado por el tomismo medieval. En lo político, en cambio, eran la avanzada ideológica del modelo neo liberal que había de imponerse en el país.
Nota: las bombas de Londres, a cuadras de donde viví de los quince a los diecisiete años de edad me han estremecido hasta los tuétanos. Por tal motivo, dejo hasta aquí este artículo. Por ahora, al menos, o como dice el refrán: “paciencia piojo, que la noche es larga.”