Pablo Huneeus
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SUSTRACCIÓN DEL ALMA JUVENIL
por Pablo Huneeus

Sustracción del Alma Juvenil –SAJU– es el proceso por el cual personas mayores se apoderan de adolescentes para encaminarlos hacia formas de vida discordantes con la familia, tales como brigadas políticas, pandillas (maras) delincuenciales u órdenes religiosas.

Quienes incurren en esta apropiación de lo ajeno, actúan impulsados por debilidades de íntima factura que llevan a mucho profesor, cura y orientador a establecer una dependencia afectiva con menores. Valiéndose de variadas técnicas de encantamiento, a menudo contenidas en el proyecto basal del establecimiento, dichos “grandes” manipulan en su favor el estado anímico de confusión y búsqueda que brota en la niñez a partir de los nueve años de edad.

Es la ansiedad existencial ante su propia mutación de niño a adulto que, junto con hacer al joven vulnerable a una emotividad desbocada, baja las defensas del pensamiento racional. En palabras de Goethe (1749-1832) en su poema “Prometheus”:

“Cuando yo era un niño
y todo lo ignoraba
volvía mis ojos extraviados hacia el sol,
como si en lo alto hubiera
un oído para escuchar mis quejidos,
un corazón como el mío
que se apiadara del sufriente.”

Definida la SAJU como un fenómeno de impronta mental, en lugar de la penetración carnal por la fuerza, el mentor se aprovecha de la natural inmadurez de sus víctimas para violarles su intimidad psíquica. Hay en esto un erotismo sublimado por mecanismos de represión gracias a los cuales venerados maestros de juventudes se abstienen de perpetrar contacto sexual con sus seguidores. Pero lo que no marcan en el físico, lo estampan en la personalidad, llegando a torcer el roble tierno en esquemas que lo dejan hecho un bonsai, esos arbolitos en miniatura que cultivan los japoneses.

CONTROL IDEOLÓGICO

Es el caso del matón de barrio que induce a un colegial al alcoholismo y la drogadicción; el del cafiche que convence a la niña de prostituirse y el del miliciano religioso que en vez ayudarle al joven a abrir su mente hacia lo universalmente trascendente, lo encierra en ritos sectarios de adoración.

Giras de estudio, jornadas de adoctrinamiento religioso o político, el uso torcido del Evangelio o de los ideales patrios, y demás cuñas entre la juventud y la familia, todo vale para ganarse otro siervo. Por cierto el abandono de los padres, su liviandad valórica y la pobreza espiritual del ambiente, van creando el caldo de cultivo para criar las presas que añora el depredador. Tarde se dan cuenta los padres de familia que sus hijos han sido robotizados por quienes habían de liberarlos de la ignorancia.

Padecí el fenómeno a los trece, catorce años, cuando el “guía espiritual” a que fui asignado en un colegio católico me acorraló, aunque sin mucho resultado, entre los poseídos de vocación sacerdotal.

Campeaba tras los muros una constante y solapada campaña de reclutamiento corporativo. Nada mejor que abandonar el mundanal ruido –mujer, familia, patria– para entregarse de lleno a lo que se nos presentaba como la más sublime carrera a que podía aspirar un joven: ser combatiente consagrado del supremo de los ejércitos, la Compañía de Jesús.

Entre estos guías, o “pescadores de almas” como se auto definían, destacaba uno de origen alemán, famoso por inquirir siempre por el “membrecito”. Si se paraba, por cuánto rato, ante qué estímulo y hasta dónde, lo que se podía interpretar como curiosidad científica pues era, precisamente, profesor de física y biología, además de mantener un taller de adeptos a la astronomía, con los cuales miraba ciertas noches las estrellas.

Los había también que no eran pederastas y se interesaban, como el que me tocó a mí, más bien en cuestiones del alma, vale decir por si uno sentía en el pecho la fe en Dios uno y trino.

Debe haber sido al exponerle, en mi típico lenguaje exagerado, el ardor místico que experimentaba en la iglesia, con la música de órgano y el aroma a incienso, lo que le hizo creer que tenía ante sus ojos, sino un santo de altar, un candidato al triple voto de obediencia, castidad y pobreza que hacen los jesuitas.

Una tarde, a la salida de clases me llama a su oficina y sin decir agua va, me hace leer en voz alta un juramento rarísimo que tenía en una suerte de breviario que puso en mis manos. Me reprendió por lo mal que leía, pero es que tan rara prosa me atoraba. En ese acto, primero yo asumía libre y voluntariamente la ley del silencio según la cual, a igual que la “omertá” de los mafiosos, jamás había de contar nada del compromiso que estaba asumiendo.

Menos, denunciar a sus integrantes, como que hasta el día hoy no develo ni las siglas de la asociación ni las identidades de quienes entonces la componían, aunque ahora sean dirigentes empresariales o estén muertos.

Seguidamente, claro, el juramento me obligaba a encaminar mi vida hacia a la mayor gloria de Dios en la orden que él, nos decían, dispuso para los mejores, (y que por al menos cinco generaciones no tuviesen sangre judía, tema que me preocupó su poco debido a un bisabuelo de apellido Lippman).

Ahí entendí por qué algunos recibían dulces especiales al desayuno. Había, pues, una organización secreta, una red invisible de los iniciados que habíamos de salvar el mundo.

CAMPANITA SALVA

Un día, justo antes de su siesta en el sillón de cuero, le hablé al papá de mi vocación sacerdotal. Me dijo que mejor hiciera algo productivo, y chao se durmió con “La Flauta Mágica” a todo volumen, como acostumbrada.

Lo entiendo. Era ingeniero civil, empresario y patriota. Fue el primer gerente de la Sociedad Austral de Electricidad SAESA que organizó mi abuelo fanático de la electricidad (en el Senado pasó una ley para electrificar ferrocarriles). Estaba en esa época formando la Sociedad Pesquera San Antonio, la Minera Valparaíso (Cemento Melón) y otros “joint ventures” con la constructora de obra civiles Salinas y Fabres. Entonces, que venga el menor suyo a decirle que se pasa al bando de los parásitos, no le gustó.

¿Qué aporte iba a hacer al PNB (Producto Nacional Bruto)? Mi sentido de independencia e iniciativa ¿dónde quedaba? A lo mejor servía a la Compañía, sí, como otros parientes absorbidos por la servidumbre eclesiástica, pero ¿y la familia? La hacienda Leyda que tanto me gustaba, la misma pesquera, ¿acaso no era mejor para Chile que me dedicara a desarrollarlas?

Sin embargo, no fue su ejemplo ni su reacción, sino la partida nuestra a Londres, donde nos fuimos a vivir, lo que me liberó de esa aprehensión profunda de que sería una traición no calzar la sotana negra.

Todo esto para ilustrar cómo partidos políticos, organizaciones criminales y sectas religiosas rivalizan con la familia para ganarse adeptos. Quieren a nuestros hijos para ellos, y a ti, joven, ¡no te engañes!, te rondan para que los sirvas.

En lugar de ayudar a liberar el potencial del individuo por medio del desarrollo de sus aptitudes, arrean el alma juvenil hacia el aprisionamiento institucional, la obediencia ciega y la uniformidad del montón, o sea, a vaciarse a sí mismo para llenarse de servilismo.

Últimamente, a partir de los trabajos del psiquiatra infantil Richard A. Gardner (1931-2003) de la Universidad de Columbia, se ha asentado el concepto de Síndrome de Alienación Parental –SAP– causado al menor por la beligerancia del padre custodio, generalmente la madre, contra el otro progenitor. Tribunales de Alemania, Canadá y Estados Unidos han comenzado ya a aceptar las mediciones de SAP, como evidencia de maltrato infantil, llegándose a casos en que víctimas de éste síndrome demandan tanto al Estado que dio la custodia como a quien la ejerció con malignidad.

Nosotros, en cambio hemos llegado recién a penalizar la sustracción de menores en cuanto hecho físico: robarse una guagua, secuestrar por plata a un niño o sacarlo del país sin la anuencia de ambos padres.

En el aparato judicial chileno falta mucho conocimiento de psicología infantil, y de sociología de la familia, para entender el SAP, más aún para comprender la privación de libertad que significa retener juventudes en la prisión mental de prejuicios sociales o de esquemas fundamentalistas que inhiben la capacidad de autodeterminación.

Se necesita acceder a otro nivel de cultura para que el país entienda el proceso de impronta del ser humano en su etapa formativa, las taras del potrillo mal amansado, y con ello, se vea el abuso psicológico que ejercen sectas fundamentalistas, sostenedores de colegios religiosos y organizaciones tipo Colonia Dignidad. Están impunemente aprovechándose del candor juvenil, para desgajar la familia y armarse de sangre nueva.

El efecto en la sociedad es que bajo una pretendida “libertad de enseñanza” se ha ido minando el sentido integrador de la educación laica, donde hay una clara distinción entre aprendizaje científico y adoctrinamiento ideológico.

Una educación liberal, abierta a todos, une a las gentes en ideales comunes de progreso. La educación sectaria, en cambio, donde prevalece la mentalidad de ghetto, va creando una sociedad que termina siendo un agregado de enclaves separados por rejas de hierro y apartados por muros de incomprensión.

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