Pablo Huneeus
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POR QUÉ DETESTO LAS SALMONERAS
por Pablo Huneeus

Fue una tarde lluviosa del invierno de 1988, que nos reunimos los vecinos en la capilla de la isla Chidhuapi (comuna de Calbuco, Xª región de Los Lagos) a conversar de una salmonera que se decía, querían poner en el canal, frente a la playa de la escuela.

Hacía días que andaban unos desconocidos midiendo el mar, viendo si hacer un galpón sobre la cancha de fútbol, junto al cementerio viejo, y tomando temperaturas del agua, todo en un ensenada prístina, siempre considerada un bien común de la república, como el Parque Forestal para el santiaguino y el cielo azulado para todo chileno.

El canal en su ir y venir de mareas, forma en esa parte que separa Chidhuapi de la isla Puluqui, una rada que sirve para desembarcar cuando se viene de Calbuco o se va hacia Chaitén. Protegida por acantilados donde crecen grandes nalcas y helechos, ofrece uno de los pocos fondeaderos guarecidos, sea contra los huracanes de viento norte en invierno, o de los surazos en verano. De hecho, mucha lancha chilota y goleta pesquera busca ahí pasar la noche o “hacer quelcún”, como le dicen a esperar que pase la mala racha.

Al pie de un paredón de nalcas hay una vertiente de agua dulce, que sirve tanto de bebedero para los animales, como de reserva cuando en tiempos de canícula se seca el pozo de la casa. En el sur de Chile, salvo en las ciudades, no llega agua potable a las viviendas.

También el canal lo tienen como suyo las orcas (Orcinus orca) cuando van de compras, las toninas (Cephalorhynchus eutropia) cuando salen a jugar con los botes, los patos yecos y las centollas que el anciano Valentín Hernández en su balandra extrae con cabezas de pescado amarradas a un canasto. Es tan manso ahí el mar que hasta los niños en las tardes pescan sardinas y pejerreyes con miga de pan.

Nadie nunca pensó que algún día todo eso, tras turbios negociados de las multinacionales, se perdería sin siquiera consultar a sus ancestrales propietarios: los ribereños y colonos que por siglos habitan la zona. Así todo, la intuición campesina hacía presagiar juego sucio en ciernes. Algunos, ya habían visto balsas jaulas –las inmensas estructuras de acero en que encierran peces– irrumpir a sangre y fuego al medio de comunidades chilotas, ora cerrando el acceso por mar, ora privando a la gente de sus caladeros de pesca, o bien impidiendo mariscar donde lo han hecho siempre.

Don Isaías Mansilla Ángel, fiscal de la capilla y presidente de la Junta de Vecinos legalmente constituida, explicó que aumentaba la producción de la zona, pero a beneficio de empresas distantes, que ni siquiera tributan en la comuna. Será a costa de perder la pesca con que nos ayudamos y de estropear el paisaje que nos vio nacer, agregó. La cuestión era, pues, de dulce y agraz. Por un lado la industria da trabajo, por otro, arrasa con pata y caldo.

Presente también estaban Ricardo Soto Mansilla, Orlando Mansilla González, esposo de la profesora Visia Velásquez y el buzo mariscador de ostras de mar batido, Erwin.

Mientras hablaba don Isaías, un aguacero se abalanzó encima y el tamborileo sobre las latas del techo apenas dejó oír su voz. Es que el chilote tiene algo de manso cordero: habla bajo, dice una sola vez las cosas y jamás en tono desafiante. Hasta los campeonatos de fútbol, acompañados siempre de curanto y guitarreo, son más para amistar que vencer.

Su carácter reservado, siempre abierto a quien venga en ánimo de paz, esconde una profunda intuición, sino desconfianza histórica, que lo hace ver al gerente corporativo cual chacal presto a matar. La razia del alerce en Contao, la irrupción de pesqueros nortinos, los buques factoría que rondan impunes la costa, las forestales que reducen el bosque nativo a astillas de celulosa para Japón, todo le habla de saqueo. Además ¿quién escucha al pobre? Hasta Dios esta vez, parecía querer silenciarlo bajo el diluvio.

Curioso, más que el proyecto mismo de introducir un peje carnívoro del Atlántico (salmo salar), inquietaba la calidad humana de quienes lo traían. Tuvieron razón antes de tiempo en recelar de los sonrientes ejecutivos MBA que entran prometiendo riqueza y salen dejando ruina.

Todo, para terminar ellos –y nadie más– llevándose la tajada del león.

En la reunión se acordó ¡vaya ingenuidad!, llevar a Calbuco una carta al alcalde solicitando que sea rechazada la instalación de la eventual salmonera, quedando el escribidor residente encargado de redactarla.

La hice esa misma noche, con luz de vela, en la máquina de escribir Underwood que tenía en casa de Ricardo y Juanita.

Al otro día, cuando amainó la tormenta, fuimos en la velera con don Isaías a entregarla a la autoridad comunal, entonces un edil de apellido Barrientos, vinculado a la Fuerza Aérea, que había sido designado por el Intendente militar.

Tampoco sabía mucho, eran rumores, pero llegado el caso tomaría en cuenta el sentir de la comunidad, dijo.

Nunca llegó el caso porque el gobierno central, a través de la Armada y la Subsecretaría de Pesca, adjudica porciones del mar de Chile sin preguntarle nada a los afectados en regiones. Es plata por mar el negocio, porque las concesiones se pagan caro y una cantidad insospechada de millones entra a la burocracia por este concepto, millonada de la cual nunca más se sabe.

Del efecto en la fauna natural, de consideraciones estéticas o de mínimo aseo ¿para qué si lo que cuenta es plata?

EL PODER BUROCRÁTICO

Más aún, muchas concesiones marítimas son otorgadas sin siquiera ser publicadas en el Diario Oficial, todo lo cual confluye a que cualquier día testaferros de Noruega o Indonesia aparecen con sus macanas y escopetas a ocupar la rada frente a la casa que uno habita sin molestar a nadie.

¿Escopetas? Sí, porque consubstancial a la balsa jaula salmonera es el perro guardián envalentonado con vino y armado con escopeta de repetición Browning calibre doce. Que los lobos marinos, que el robo hormiga, que los pelícanos o que un yate al ceñir se acerca demasiado, a todos a balazo limpio ¡fuera!

–La escopeta es mi sueldo, –me dijo un agricultor empobrecido que ahora sirve de nochero embarcado en balsa jaula.

En la Comisaría de Carabineros de Calbuco me informan que la tenencia de armas, a igual que todo crimen perpetrado en lago, río o mar, compete a la autoridad marítima. En la Capitanía de Puerto, que el calibre doce, como el de las vainas que le llevo de muestra, vendrían a ser calibre prohibido.

–En esta jurisdicción no se autorizan armas de fuego en instalaciones marítimas, ni hay personal de salmonera habilitado para portarlas, –añade el escribiente naval, –si Vd. insiste que las hay diríjase, sino a Carabineros, a la Dirección de Movilización Nacional, sección Armas y Explosivos (calle Vergara 262, Santiago).

Hasta el ambiente de la noche cambió con la mezcla maldita de plomo y alcohol, y lo que hasta ayer fue silencio y recogimiento, es ahora una balacera que ni de día para. ¡Y vaya cómo rechifla la munición del 5, hecha para voltear búfalos, al pasar sobre uno! En cambio los cultivos de choritos y de ostras, que se alimentan solos y están al alcance de los lugareños no contaminan ni requieren violencia. Menos, la sencilla y más alimenticia crianza del pejerrey.

Hoy el canal Chidhuapi, igual que la bahía Pilolcura por el costado sur de la isla, está plagado de balsas jaulas, máquinas para limpiar redes, boyas de fierro, cabos semi sumergidos y tanto lastre de amarre (muertos) que esa vía de navegación, indispensable para la zona, ya no es más segura. El fondo marino está inmundo, cubierto de heces que caen de las balsas jaulas, junto a toneladas de pelets descompuestos, y de putrefacción de la “mortandad”, como le dicen en la industria al porcentaje de salmones que a diario muere por hacinamiento. Muchos los recoge el buzo, otros se van a pique a engrosar el fango podrido.

Ni el Skorpios pasa más por ahí y si una nave menor se fondea en el angosto y bajo espacio que quedó frente a la escuela, es hostilizada –como lo fuera frecuentemente el Poseidón– por la lancha rápida de la salmonera contigua, de la empresa “Aguas Claras”, que daba vueltas y vueltas a avanzadas horas de la noche enervando con focos de alta potencia a los pasajeros que dormían a bordo.

Tenía razón don Isaías, el nivel de vida del colono local no ha mejorado mayormente con dicha industria. La fiebre del salmón atrajo desde el frío mundo infinidad de aventureros en busca del oro fácil, gentío de mala catadura que hoy atiborra las poblaciones de Calbuco.

Por su parte, la agricultura familiar, que es toda una cultura del buen vivir en armonía con la tierra, fue desposeída de su base de sustentación por la importación de excedentes agrícolas subvencionadas desde Estados Unidos, (trigo y presas de pollo), Argentina (carne y lácteos) y China (papas fritas, dulces y galletas).

¿Qué sería de las salmoneras si el modelo económico no hubiera reventado a la familia de campo, donde jóvenes, abuelos y hasta discapacitados tenían trabajo? Sin la cesantía rural que ha provocado, las multinacionales salmoneras, a igual que las forestales y las viñas, se habrían visto obligadas a pagar salarios europeos –doce dólares la hora– con lo cual las ventajas comparativas que encuentran hoy en nuestro país se minimizan.

Por último, ya en lo personal, fue el final de mis navegaciones australes. La proliferación de balsas jaulas hizo imposible el turismo marítimo que estábamos impulsando en la zona junto a otros armadores independientes. Llegaron a haber tres barquitos –el Bohemia, el Pamar y el Poseidón– que desde Puerto Montt efectuaban cruceros marítimos hacia las islas Chauques y los fiordos de Chiloé continental (termas de Llancahué, isla de los Ciervos, estero Comau, lagoAbascal, caleta Porcelana, bahía Pumalín, etc.)

LA VENGANZA DEL LOBO

Pero con la ocupación que hizo dicha industria de cuánto fondeadero y recodo bonito hubiese, lo que era recorrer una cultura de bordemar, con gente encantadora y tradiciones propias, fue ir de salmonera en salmonera, todas feas y sucias, todas ruidosas, todas con su nochero a menudo curado, pero siempre armado. Las playas prístinas se cubrieron de bidones plásticos, sogas nylon y fierros oxidados, mientras que los amigables lobos marinos (Otaria flavescens), no fueron más vistos con vida.

A falta de ellos, ha cundido su enemigo natural: el visón pardo, un depredador implacable de mar y tierra venido desde Argentina, se cree que por el río Aysén. Es un carnívoro neto, como un quique (Galictis cuja) de piel oscura, parecido al castor, pero que nada bajo el agua, apenas se asoma a respirar, y que a falta del lobo que lo mantenía a raya, ahora despedaza salmones de las balsas jaulas, espineles de los pescadores artesanales y nidos de bandurria (Theristicus melanopis), una de las más agraciadas aves silvestres de Chile, junto al cisne y al flamenco.

Desde la hostería de Llancahué he visto visones salir del agua a robar merluzas del bote de un pescador que bajó a comprar cigarrillos. Ni los perros de don Tito, que estaban al lado, se les atrevieron. Se sabe que este invasor, comparable al mítico chupacabras, es portador de un parvovirus contagioso (ADV) que bien puede ser precursor del virus ISA que hoy asola a la misma industria que facilitó su propagación.

Asimismo, las familias de toninas que con tanta frecuencia salían a recibir alborotadas las naves que cruzaran su territorio, son ahora escasas y quizás más cautelosas ahora que les disparan. Yendo a baja marcha en embarcación de madera, como las mencionadas, y bien a medio del golfo, era frecuente encontrar cachalotes (Physeter macrocephalus), encuentro peliagudo debido al tamaño de la bestia, pero que fascinaba al visitante. Por su parte, las orcas, que se alimentan de lobos, no vinieron más, perdiéndose así el mayor atractivo para el turismo marítimo en Chile, que es avistar cetáceos.

Encima, recrudeció el alcoholismo en la región, la delincuencia y la suciedad ambiental. Las barcazas de la mentada industria, a menudo sin luces reglamentarias y a cualquier velocidad, no respetan para nada las reglas de tránsito.

Divisé a lo lejos una salmonera al interior del fiordo de Quintupeu, que es una especie de catedral de picachos nevados de los cuales descienden cinco cataratas que se abalanzan casi en vertical sobre el mar. Pero no vi, ni quiero ver la salmonera que me dicen, hay ahora al pie de la cascada de los lobos.

Leones de mar “sea lions” les decían los gringos. Parecían gozar esas nobles bestias al posar para la foto con su trompa levantada a la espera de una chuleta o de las colas que quedaron del caldillo.

Tampoco vi, ni quiero ver, la salmonera que ahora ocupa la caleta Porcelana, donde hay un río termal de agua caliente donde uno se bañaba feliz aunque lloviera. Es un paraje mágico, al fondo del Comau, que hacía las veces de guinda del pavo. Era la culminación inolvidable del crucero.

Lo que vi, desgraciadamente, fue la cara del ejecutivo de Air France, que venía con su familia en el Poseidón, cuando me pidió que desviara el rumbo para ver mejor una cosa grande que sobresalía del agua a la cuadra del fiordo Cahuelmó.

La curiosidad del parisino era insaciable, todo el rato iba en el puente con sus anteojos larga vista preguntando el nombre de volcanes e islas. La cosa rara parecía un bote dado vuelta o submarino a medio a asomar. La fetidez se sintió de lejos: era un viejo lobo marino con unas sogas en torno al cuerpo, que flotaba hinchado ya por la descomposición.

A pesar de su mansedumbre con los humanos –ni al buzo ataca– mantiene a raya a tiburones y mustélidos invasores. Claro ¿a quien no? le encanta el salmón y basta que se acerque para que esos guisos enjaulados se estresen y dejen por varios días de comer. Por eso, los balean duro y tupido pero el animal no entiende la relación dialéctica entre el estampido del disparo y la munición que le revienta el ojo. No arrancan, entonces uno los ve malheridos, tuertos y a medio desangrar deambulando semanas enteras antes de quedar hechos carroña a la deriva.

Los salmoneros han contratado lanchas especiales para ir a ametrallarlos a sus madrigueras. Eso tampoco lo he visto, ni quiero verlo, pero en la expresión de repugnancia del visitante francés vi que ese turismo que hacíamos había muerto a manos de la industria salmonera.

¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.

(Federico García Lorca: “La Sangre Derramada”, 1935.)

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