Capítulo IV
EN LA MOLEDORA DE CARNE
por Pablo Huneeus
La perversidad no necesita razones, le basta con un pretexto. Johann Wolfgang von Goethe (17491832).
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Hay varias maneras de caer a la moledora de carne.
Al bachiller Francisco Maldonado Da Silva (15921639), cirujano mayor del Hospital San Juan de Dios, el martillo de los herejes (fiscales del Santo Oficio de la Inquisición) lo enclavó a golpes en una celda del convento de Santo Domingo, la noche del 29 de abril de 1627.
Hombre culto y bondadoso nacido en Tucumán, y recibido de médico clínico en Lima, el Dr. Maldonado fue el primer facultativo titulado del país. La noble y muy leal villa de Santiago de Chile era apenas un pueblo chico de unas doscientas casas con derecho a vecindad, lo suficiente para ser ya un infierno grande en intrigas y maledicencias.
Sin que su cristiana esposa, doña Isabel de Otañez, sospechara siquiera de sus íntimas creencias, durante un paseo a las termas de Cauquenes, le cuenta a su hermana menor Isabel que él, a igual que su papá, profesaba la religión judía. Tan profunda era su observancia de la ley de Moisés, que se había secretamente circuncidado con sus propias manos. Aterrorizada por la ira de Dios hacia los verdugos de Cristo, (llamas del infierno y expropiación de bienes) ella le informa a su otra hermana, Felipa, quien se lo comunica su confesor, el cual la mandó que lo viniese a declarar al Comisario del Santo Oficio.
Con el testimonio de ambas delatoras, quienes vivían a expensas del imputado, el fraile dominico que hacía de fiscal decreta prender con secuestro de bienes al afamado doctor, quien tenía hasta al propio Gobernador entre sus pacientes y había hecho ya cierta fortuna. La necesaria, al menos, para desatar la envidia.
Sin mediar un juicio, ni haber hecho otra cosa que el bien, ni presunción de inocencia, ni derecho a defensa, irrumpe el poder del Estado en su casa. Lo apresan, allanan e incautan todos sus bienes, dejando en la calle, sin muebles ni medios de vida, a su cónyuge e hijos.
El inventario del allanamiento a su residencia consigna, cual pruebas de su peligrosidad a la sociedad, libros. ¡Libros, qué peligro!
Entre esos artilugios considerados subversivos por la Congregación para la Doctrina de la Fe, que más tarde presidiera Joseph Ratzinger, destacan: el tratado de anatomía humana de Andreas Vesalius, el Antidotario General, un manual de ginecología del profesor Juan Alfonso impreso en Alcalá, en 1606, con el sorprendente título: Diez privilegios para mujeres preñadas. Con un diccionario médico, un texto científico llamado De las propiedades de las piedras, uno de derecho Tractatus de lex rubís, los Salmos de David, y un tomo de las Comedias de Lope de Vega, dramaturgo y poeta principalísimo del Siglo de Oro español, a la sazón en plena producción, pero que nadie en la fértil y colonial provincia conocía.
En lo que probablemente sea la primera feria de libros al sur del mundo, un pregonero del Santo Oficio puso en venta dichos volúmenes en la plaza pública. (Por si alguien sabe, pago lo que sea por cualquiera de los libros arriba mencionados.)
En junio 1627, encadenado a la cava de un viejo galeón la autoridad persecutoria lo fleta desde Valparaíso hacia El Callao, puerto de la ciudad de los Reyes y capital de virreinato, donde tenía asiento la Corte Suprema del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima.
Tras doce años en las atestadas, y a menudo secretas, cárceles que la iglesia católica y el gobierno de España mantenían en diversos monasterios, el Dr. Maldonado Da Silva, quien nunca abjuró de sus creencias, fue relajado y quemado vivo en el Auto de Fe (linchamiento eclesiástico frente a la Catedral) que celebró este Santo Oficio en 23 de Henº de 1639 años.*
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* Fuente: Günter Bohm, Historia de los Judíos en Chile, Volumen 1, Período Colonial, Editorial Andrés Bello, 1984.
Por su parte, en El Proceso, de Franz Kafka (18831924), novela llevada al cine por Orson Welles, con Anthony Perkins y Romy Schneider, son funcionarios de terno oscuro quienes te lanzan a la moledora.
Alguien debe haber estado diciendo mentiras de Joseph K, él sabía que no había hecho nada malo, pero una mañana fue arrestado Dos agentes anónimos se presentan en la residencial de clase media dónde habita este oficinista. Ellos no saben de qué acusan al hombre, ni quién lleva la causa: cumplen órdenes. ¡Esto no puede ser!, vivo en un país libre, exclama el siempre puntual y anodino K, al ser objeto de tan inesperada notificación.
En la última página, sin nunca saber por qué, otros amables agentes lo degüellan en una cantera abandonada. Muero como un perro, es su último pensamiento, como un perro.
En El Archipiélago de Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn (19182008), Cada uno de nosotros es el centro del Universo, y ese Universo es destrozado cuando te dicen al oído: ¡Está detenido!
Cuando TÚ has sido arrestado, ¿puede algo más quedar en pie luego de tan tremendo cataclismo?
Pero la mente oscurecida es incapaz de aprehender ese desplazamiento de nuestro universo, y tanto el más sofisticado como el más simplón de los humanos, recogiendo de toda su experiencia en la vida, solo atina a mascullar: ¿A mí? ¿Por qué?
Y esa es la pregunta que, a pesar de haber sido repetida millones de veces antes, todavía no recibe respuesta.
La detención es una instantánea y violenta vuelta de carnero que te lanza de una condición hacia otra.
Nacemos felices o casi pero igual, en el recorrido por las grandes avenidas, y a veces tortuosos callejones de nuestras vidas, pasamos frente a toda suerte de muros y rejas, unos de concreto, otros con altas alambradas y aceradas protecciones. Nunca pensamos qué hay detrás. Nunca tratamos de penetrarlos con la vista o el pensamiento. Pero ahí es donde el país del Gulag comienza, al lado nuestro, a dos metros de distancia.
Más aún, jamás nos fijamos en la cantidad de bien disimulados portones de hierro y puestos de control que hay en esos recintos. Todas esas rejas las hicieron para nosotros, ¡todas!
Y súbitamente la reja fatal se abre, y cuatro manos masculinas, no acostumbradas al trabajo físico, pero fuertes y tenaces, nos agarran de las piernas, brazos, cabeza, cuello y nos arrastran cual bulto, y la reja de nuestra vida pasada, se atranca para siempre.
Y eso es todo. ¡Estás detenido!
Entonces no encontrarás nada mejor que responder con el consabido berrido de cordero: ¿A mí? ¿Por qué?
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Es exactamente lo que dije cuando no dos, como en Kafka, sino tres agentes (dos hombres y una mujer) de la Policía de Investigaciones, PDI, aparecieron en mi casa a interrogarme.
Que habían recibido un radiograma del cuartel de Osorno y tenían órdenes siempre el torturador actúa por órdenes superiores de hacerme unas preguntas.
Ahí supe que, a falta de hoguera en la plaza, me habían arrojado a la moledora de carne. Es el embudo de destrucción de imagen y pérdida de legitimidad a que tanta personalidad es lanzada con variados pretextos y una sola finalidad: liquidarlas.
Fue una manera menos dramática, casi gentil, de caer adentro, pero igualmente efectiva para intimidar el espíritu. Se iniciaba así el matonaje legalizado que había de ejercer el Ministerio Público en mi contra por más de dos años consecutivos.
La excusa esta vez era el radiograma que al ser encriptado parece que llegó al revés, decodificado patas arriba o simplemente a medias.
Los agentes, más habituados a los atracos callejeros, asaltos de bancos y asesinatos a cuchilladas, no sabían qué preguntarme. Algo de un abogado Vergara, querella por calumnia se leía en otra parte, ¿Qué dice al respecto Sr. Huneeus?
A preguntas imprecisas, respuestas vagas.
En enero pasado, les cuento, había mandado una carta a la fiscalía por la eventual sustracción de mi hijo menor. Pero en marzo, dado que el menor volvió quedó todo en nada, según acordamos en la fiscalía local del Ministerio Público.
Y ahora, a cuatro meses, de esa gestión únicamente puedo agregar que sólo sé que nada sé de alguna querella, que lo mío fue una carta reservada, sin publicidad ni intención de injuriar a nadie, y consignada para siempre al archivo del olvido.
Firme aquí, y listo.
Sin embargo, semanas después, agosto 2007, en el buzón de correo amaneció una citación para que comparezca el 07/09/2007 a las 10:00 en las oficinas de la Fiscalía Local de LAS CONDES ubicadas en la AVENIDA LOS MILITARES NRO. 5550, con el objeto de que preste declaración como imputado en la investigación Rol Único de Causa 07006215410, por el delito de CALUMNIA (ACCIÖN PRIVADA).
La no comparecencia injustificada del citado, dará lugar a que sea conducido por medio de la fuerza pública, sin perjuicio de las sanciones y multas correspondientes.
RODRIGO DE LA BARRA COUSIÑO
Fiscal Adjunto Jefe de la Fiscalía LAS CONDES.
¿Yo, imputado? El Diccionario de la Real Academia Española define así la palabra imputar: Atribuir a alguien la responsabilidad de un hecho reprobable. O sea, este engendro de la bullada Reforma Procesal Penal me sindica de un crimen sin que haya habido juicio alguno en mi contra, ni noticia de que estaba bajo sospecha, ni oportunidad de defenderme ante una autoridad competente del Poder Judicial.
¡Qué tanto cacareo con los derechos humanos! si la propia Declaración Universal de Derechos Humanos, que los expone, dice en su artículo Nº 11: Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa.
Ahí, recién supe que la moledora me tenía en sus dientes. ¿A mí? ¿Por qué?
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Nota: Los otros capítulos en Artículos anteriores. El primero es Señor Fiscal del Ministerio Público.
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