Pablo Huneeus
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CONSERVADORES Y LIBERALES
por Pablo Huneeus

Luego de “El Príncipe” de Nícolo Maquiavelo (1469–1527), el mejor análisis de la mentalidad conservadora es el olvidado libro “Recuerdos de 1891” del Dr. Ricardo Cox Méndez (1870–1959). Este gentilhombre de Valparaíso, padre de mi madre, cursaba sus estudios de medicina en la capital, cuando explotó en sangre y fuego el viejo antagonismo entre conservadores y liberales.

Llámense realistas y patriotas, pelucones y pipiolos, o bien momios y rogelios, es la sístole y diástole de la política en la fértil provincia y señalada. Parte don Ricardo, distanciándose de los vestigios de liberalismo que pudiera haberle dejado su ascendencia inglesa. (Su abuelo, el Dr. Nathaniel Miers-Cox, vino de Herefordshire).

“Viví en Santiago, separado de mis padres, que residían en Concepción, durante los últimos años de mi educación universitaria. No sentí por tanto la influencia paternal –mi padre era liberal– sobre mis ideas y principios políticos”.

O sea, el conservadurismo lo contrajo de sus genes maternos. Luego de explicar “el sufrimiento que le causaban a mi madre” (misía Loreto Méndez Urrejola) las leyes de matrimonio civil y cementerios laicos, confiesa que “mi propio corazón se convertía en una hoguera de odio contra Santa María y Balmaceda”, los impulsores de tan necesaria modernización del Estado.

Luego viene el factor sotana, cuyo efecto práctico es impregnar el alma juvenil de teísmo absolutista, base del fanatismo religioso: “El santo, sabio y elocuentísimo obispo de Concepción ejerció durante años sobre el pensamiento y la conciencia de ese centenar de personas (la oligarquía penquista) una influencia incontrastable, una verdadera dictadura espiritual; pero una dictadura suave, inteligentísima, llena de tacto y modalidades.”

“El matrimonio civil (instaurado en 1884) era para todos ellos, según sus enseñanzas, la ruina, el fin de la familia, y por consiguiente de toda sociedad cristiana y civilizada; el envilecimiento de la mujer, el abandono y muerte de los niños, sobre todos en las clases populares, la despoblación, la mayor plaga que era posible imaginar, el fin del país, cuya vida no se perpetúa sino por la institución cristiana del matrimonio, lazo indisoluble creado por el mismo Dios.”

En cuanto a legalizar en Chile cementerios abiertos a todos los credos, los considera “un lugar abominable. El cuerpo humano, separado del alma por la muerte, debe reposar en un lugar sagrado, en un “Campo Santo”, como se hacía desde los albores del cristianismo, esperando la hora de la resurrección, prometida por la fe.”

A la madre sufriente y el clero fundamentalista, se añade, pues, el trastorno salvífico, verdadero complejo de superioridad que propulsa al intoxicado por la fe a imponer urbi et orbi sus creencias. Es el espíritu misionero, forma de imperialismo ideológico que lleva al guerrero de Dios a protegerse la cabeza con un casco de sólidos prejuicios y bien acolchadas orejeras. Sermonea, no escucha.

Tampoco encuentra en su armamento sicológico alguna regla de conducta, sistema moral o normativa de convivencia capaz de aplacar la “hoguera de odio” que arde en su mente. Bien quisiera quemar herejes en la plaza, como por siglos lo hiciera regularmente la Iglesia.

Cercado por la jauría libre pensadora y azuzado por el mandato divino, no tiene más salida que violentar las cosas. Y si en pos de sus altos ideales comete algún crimen, nada de entregarse a la justicia del común. Para los iluminados por la fe está el sacramento de la confesión que, a cambio de un beatífico acto de contrición, –tres avemarías y una donación– libera de culpas. De ahí a la impunidad, hay un paso.

Con toda naturalidad, como quien narra hechos de los apóstoles, el piadoso Dr. Cox cuenta de dos atentados terroristas que perpetra contra el gobierno liberal del presidente José Manuel Balmaceda. El primero es la intentona de “un abogado conservador, muy conocido, casado, padre de seis o siete hijos” de quemar el palacio de La Moneda con una granada incendiaria de acción retardada que le había fabricado un químico farmacéutico “de físico muy desfavorable.” El novel aprendiz de galeno admite haber sido sólo un testigo presencial, aunque admirativo, del crimen que, a su pesar, fue amagado.

La misión suya, encargada por un misterioso “Comité” conservador, es viajar a San Fernando a cortar la línea del telégrafo, única comunicación de la capital con el sur del país, sagrado mandato que cumple a cabalidad.

El cuarto punto cardinal del alma conservadora –el factor dinero– aparece recién en la página 103 y resulta ser el norte del altruista estudiante. La Armada, que se ha sublevado contra el gobierno, captura en la batalla de Pozo Almonte las salitreras que financian el erario nacional, obteniendo “el dominio completo de la provincia de Tarapacá, caja de fondos del país. Ella provocó en Cucha (la hacienda de papá) un entusiasmo delirante. No pude esperar más, y tomé la resolución de escaparme de una vez”.

Iluminado por tan superiores fines, cualquier medio vale, incluyendo irse sin permiso y birlarle a su propio padre cien pesos oro con los cuales parte al norte a cumplir su sagrado deber de matar. Simulando acompañar a un pobre cura que vuelve a caballo a Chillán, monta su cabalgadura y se las echa sin despedirse.

“Así principió mi gran aventura que había de terminar en el campo de batalla de Placilla”, narra jubiloso en la 104.

Viéndolo después en calidad de patrón de fundo y gran señor, reacio al teléfono, los shorts y los “federados” (Federación Obrera de Chile, la CUT de antaño) siento que, junto a la Ultra Derecha Intolerante (UDI), creyó con Maquiavelo que “es más seguro ser temido que amado”.

Ha corrido mucha sangre bajo el puente, incluso ha aparecido una melcocha ideológica –neoliberalismo– que urdieron los gnomos financieros para despojar al Estado-nación de sus activos. Ante el materialismo consumista que impulsa el gran capital o la regimentación que imponen los gobiernos, el auténtico liberal parte de la premisa de que la verdad está en el individuo, no en la autoridad como cree el conservador.

En palabras del filósofo liberal Max Stirner (1808–1856), el archi odiado por el socialista Kart Marx (1818–1883):
“Todas las cosas son nada para mí. ¿Dios? Lo divino concierne a Dios. Lo humano al hombre. Mi interés no es divino ni humano, ni verdadero ni bueno ni justo ni libre, sino solamente mío, y no es general sino único porque soy único. Nada es más importante para mí que yo mismo.”*

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*Del libro de Max Stirner: « Der Einzige und sein Eigentum«, Leipzig, 1844.

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