Urbi et Orbi 81, domingo 9 de julio de 2000
ÁRBOL EN PENA
por Pablo Huneeus
Cuando miro los ríos desbordados, las casas con agua a la cintura y las calles hechas torrentes veo al alerce sangrando, al camión tronquero bajando del monte y a la chipera moliendo rollizos de madera roja para cargar barco tras barco con astillas.
No es primera vez que llueve en Chile, ni será la última que el Mapocho se pasee por las planicies bajas de la capital. Ya en 1545 el propio fundador de "Santiago del Nuevo Extremo", Pedro de Valdivia, informaba a su "Sacra, Cesárea y Católica Majestad" (Carlos V) que "En junio en adelante, que es el riñón del invierno, le hizo tan grande y desaforado de lluvias, tempestades, que fue cosa monstruosa, que es toda esta tierra llana, pensamos de nos anegaríamos, y dicen los indios que nunca tal han visto, pero que oyeron a sus padres que en tiempo de sus abuelos hizo así otro año". Por su parte, en 1574 el escribano de la Inquisición, Nicolás de Gárnica comenta que nuestro Sena, "con ser chico y ruin, venía tan poderoso y grande".
"A gran mojada, gran secada" decían los antiguos refiriéndose al ciclo típico de la pluviometría chilensis. Lluvias cortas, intensas, amontonadas en torno al "riñón del invierno", han sido el pan nuestro de cada día de "un año normal" (325 mm), en circunstancias que en 1886 cayeron en la capital 59 mm; contra 820 mm en 1900; 760 mm el 26: y apenas 69 mm. en 1968. O sea, los 319 mm a la fecha no debieran sorprender a nadie, menos en un país que de cero suele diluviar, como en isla Guarelo, hasta 7.330 mm. anuales.
Más aún, desde el Cachapoal al sur uno alcanzó a conocer ríos prístinos, de aguas claras y profundas. El mismo Maule, no ha mucho era navegable en falucho y el Ñuble en invierno mantenía su transparencia verde esmeralda.
Sin embargo, es tal la furia con que las aguas de la última mojada se abalanzaron cerro abajo, que todos esos ríos se embancaron, ocasionándole a las puras estructuras de Obras Públicas (caminos, puentes) perjuicios por $17.903 millones. A la veintena de vidas humanas perdidas en derrumbes y ahogos, súmense los daños a reses, casas, fábricas, sembradíos, comercios y vehículos.
O sea, no es la lluvia en sí misma la perjudicial, sino estos nuevos lodazales color chocolate provocados por la erosión, que ahora corren desaforados con cuanto limo y cascajo pillan a su paso. Todo, por la deforestación. Entonces la sociedad chilena, en lugar de aprender a habitar su territorio, aumenta la indefensión y miseria de su gente.
Aunque Chile es una cornisa inclinada hacia el mar, y el cordón andino a su espalda es un montón de tierra suelta, –no roca firme como parece– el Creador dispuso estupendos gaviones para sujetar la montaña en su lugar: tamarugos y chañares en las serranías de Atacama, peumos y boldos hacia el Aconcagua, roblerías y alerzales desde Vichuquén al Corcovado, y cipreses y lengas hasta el Cabo de Hornos, todos hechos para el agua que les toca..
El bosque nativo, con su sabia variedad de especies, evita que las gotas de lluvia golpeen el suelo, actúa de esponja absorbiendo agua para luego largarla limpia y serena en verano. Aminora el desgaste del viento, atenuando las voladeras de polvo en tiempo seco y los derrumbes en invierno. Las raíces sujetan la grava libre y abren vías de penetración hacia las vertientes y pozos de la planicie. Los viejos troncos sirven de alimento al renoval y en las empinadas quebradas desde el agrio litre al solemne ulmo abrazan firme las piedras propensas al alud.
Pero vino la quema de floresta virgen para desalojar a los mapuches, la corta de tamarugales para fundir la plata de Chañarcillo, el pastoreo de cabras para explotar a rajatabla el matorral de secano, el roce a fuego para incorporar potreros a la agricultura, la horda de hacha al hombro cortando leña para el pan, el madereo para fabricar puertas y ventanas, y finalmente en grande, la industria forestal de exportación.
Autorizada a talar bosque nativo de tierras fiscales y encima subsidiada por el DL 701, dicha industria encabeza la guerra al árbol chileno. Bajo la motosierra empresarial caen cientos y miles de notros, lingues, y robles al día. Tendidos sobre el barro, asediados por matarifes de chaqueta amarilla, les cortan sus brazos de hojas, los despojan de su corteza como quien descuera conejos, los arrastran con cadenas, y lo que ayer era magia, ahora es un barrizal donde las botas se hunden hasta la rodilla.
Al quedar la tierra desnuda, la lluvia tajea la ladera y desciende cual hemorragia, arrastrando consigo la capa vegetal y el subsuelo inerte –arcilla, greda, arena– que la sustenta. El cauce de esteros y afluentes por donde debiera correr agua se llena, pues, de lastre. Por eso, al agua no le queda más que desbordarse violentamente hacia los poblados colindantes.
El resultado es esta nueva fragilidad de Chile, la que debe ser subsanada parando en seco la tala del bosque nativo, terminando de una vez con los roces a fuego (el SAG todavía autoriza quemas de monte) y repoblando el territorio con la mejor defensa fluvial jamás inventada: don árbol.