Pablo Huneeus
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El lado humano N°5, Domingo 31 de diciembre de 2000

LA MUJER DEL ASEO
por Pablo Huneeus

Primero la vi cuando llegué al dentista, fregando con un paño la placa de aluminio que anuncia al fondo del pasillo variadas torturas molares -ortodoncia, trepanaciones etc. Luego, al salir una hora más tarde con mi quijada en la mano, ahí estaba ella en el mismo pasillo puliendo unos frisos bronceados que tiene el edificio. Venía yo medio adolorido y quizás buscando consuelo a ese aturdimiento con que uno sale del sacamuelas, le dije al pasar ¡buenas tardes!

De delantal escocés, edad madura, con su balde, su estropajo y su escoba, me pareció cara conocida. Tenía unos profundos ojos morenos que me hicieron recordar algo indefinible. ¿Sería la mirada siempre bondadosa de mi abuela María Teresa o el dulce rostro de misia Laura, la lavandera que iba los martes a la casa de mi infancia?

Tal como suele ocurrir al saludar a la mujer del aseo, se sorprendió ella. Pero claro, si está acostumbrada a ser invisible, a que nadie la vea aun cuando pase al frente suyo y su amplia humanidad recorra de arriba abajo el baño de hombres trapeando el piso. Entonces, decirle buenas tardes la asusta tanto como al alma en pena decirle ¡ahí vas!

Puede entrar en plena sesión de directorio a limpiar los ceniceros o a retirar los vasos. Todos son muy caballeros, educados en las mejores universidades, pero nadie se va a parar ni le va a agradecer nada. Ni siquiera ese vaso lejano se lo van a alcanzar. Menos, dejarla salir primero del ascensor, llevarla en auto o cederle el asiento en el Metro.

Después me fui pensando que efectivamente la conocía de antes. Al despertar en mi calefaccionada habitación del Hotel Kosmos de Moscú miro por la ventana y ahí estaba ella, la inefable babushka (abuela) rusa de botas negras y pañuelo rojo en la cabeza paleando la nieve frente a la entrada. Al entrar un día con la recién nacida Andrea a mostrarla a mis compañeros de oficina en Naciones Unidas de Ginebra. Delia la llevaba en brazos y al cruzarse con la mujer del aseo, se la enseña.

La mira madame suiza de pelo blanco y delantal azul, la huele y con una sonrisa entre alegría y nostalgia por su juventud desvanecida exclama. Comme c’est loin tout ça! (¡Oh, como está de lejos todo eso!)

Al visitar Wall Street también estaba. De piel negra esta vez, pero igualmente equipada de escobillones y traperos se aprestaba a limpiar la mugre dejada por un día de magna especulación financiera. Los empobrecidos, los perdedores del día ¿los recogerá ella en su seno?

Asimismo, al aterrizar el Lufthansa en Ezeiza tras catorce horas de apretujado vuelo, quedamos cara a cara. Veníamos en los últimos asientos, los pasajeros debían descender por la manga adosada a la puerta delantera mientras por la de atrás suben una plataforma con el equipo de limpieza. Pasajeros intercontinentales y aseadoras porteñas no se hablan, pero igual entablamos una conversación, que el tiempo y el frío estos días.

Era ella, la de siempre, la que encontró mis anteojos ópticos escondidos en algún recodo del asiento y los dejó asomados en el bolsillo al frente para que los viera, la que ordena el escritorio, y la que ha debido limpiar el desparramo que dejé al nacer de un pujo en la casa de avenida República.

Es la misma que jabonó, enjuagó y planchó por años mi uniforme de colegio. La que recoge las migas del banquete, barre las oficina de la Cepal y trapea el piso del quirófano donde han de extraerme la vesícula.

Muy bueno el cirujano Arancibia ¿pero qué resultaría de su moderna colecistectomía laparscópica si la practica sobre un embaldosado sucio? ¿De qué sirve toda la tecnología del mundo si la mujer del aseo no limpia la mugre que deja el hombre por doquier?

Es la Mirna de Methanex Ltd., la Amanda de Morales, Noguera & Valdivieso, y la madre universal de cuanta oficina, instituto, hospital y aeropuerto exista en el planeta.

Por eso mujer del aseo, ¡barre toda la mugre que dejan las reuniones a puertas cerradas! ¡sacude las malas ondas! ¡prepara la sala del gran concierto! ¡pule todos los bronces del edificio! Y cuando llegues al velorio, y mis amigos beban y coman todo cuanto dejo en esta vida, recoge una flor de la corona al pie de mi ataúd y tenla en recuerdo de alguien que un día te vio.


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