Pablo Huneeus
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LA NIÑA QUE MURIÓ EN MI LUGAR
Santiago, 10 de septiembre de 2004

Del libro “El Íntimo Femenino” por Pablo Huneeus


Valentina Montalbetti Moure se llamaba la niña de once años que mataron en el lugar exacto donde me tocaba a mí estar.

Todo empezó el viernes pasado, tipo diez de la mañana, cuando ella, junto a su familia, partió a la playa en una flamante todo terreno Nissan Pathfinder de color beige oro, lo máximo.

A la misma hora y también del sector Oriente de Santiago un escribidor echaba a andar su añosa camioneta Mazda diesel para ir por el mismo camino no a la playa, sino a que le reformatearan su computador en el servicio técnico de Packard Bell en Huechuraba.

Cuando iba saliendo, sí, estando ya arriba de mi humeante armatoste me acuerdo del libro y le pido al jardinero que por favor lo traiga de encima del escritorio. Es el libro de turno que siempre llevo por si me hacen esperar. Entre que el jardinero lo encuentra y me lo pasa debe haber transcurrido medio minuto o menos, justo lo necesario para que la Mazda fuera por la autopista Américo Vespucio un par de cuadras a la zaga de la Pathfinder.

Está lento el tráfico, mucho minibús al aeropuerto, gente saliendo de vacaciones y camión tras camión con escombros de la construcción de Costanera Norte, el negociado por el cual, en vez de hacer un metro–tren al centro, arrancaron todos los eucaliptos a orillas del río para dar cabida a una autopista de peaje.

En la bajada de la Pirámide, por la radio Beethoven tocan el concierto en Fa para dos clavecines y orquesta de Karl Philipp Emmanuel Bach. Se veía una linda vista al valle, era un día luminoso de primavera; el cielo estaba azul y el sol brillante.

Pasado el Palacio Riesco, en el plano digamos, se destapa la cosa, agarramos todos vuelo a 80, 90 kph, pero al rato, otra vez un taco empieza formarse. ¡Uf, algún arreglo!, pensé. Quedé frente al Cementerio Parque del Recuerdo, justo antes del paso bajo nivel de Recoleta.

Pero no era un arreglo lo que había detenido el tráfico. Era lo que ha sido descrito como «uno de los choques más espectaculares de los cuales se tenga memoria en las autopistas de la Región Metropolitana» (Diario «Las Últimas Noticias» 11-IX-04) En la bajada del paso bajo nivel, un camión tolva cargado con diez toneladas de escombros arroya al Citroén blanco que iba adelante, el que topa a un Toyota que le hace una especie de zancadilla a la Pathfinder, la que gira como trompo hasta quedar tumbada de lado. Siete vehículos chocados, de algunos quedaban puras latas retorcidas.

Unos asientos sobre el pavimento, maletas, gente levantándose, llantos, ambulancias, carabineros, en fin el camino a felices vacaciones al instante convertido en el noveno círculo del infierno: «Me hallaba ya dispuesto a contemplar el descubierto fondo que está bañado de lágrimas de angustia, cuando vi venir por la fosa circular gentes que, llorando en silencio, caminan con aquel paso lento que llevan las letanías en el mundo.» (Dante Alighieri, «La Divina Comedia», Canto XX).

La gente en las inmediaciones —peones camineros, lavanderas, vendedores de banderitas chilenas— no hablaban más que de la niñita: que al comienzo no la podían encontrar, que había salido disparada por el parabrisas trasero, que estaba atrapada entre los restos del Citroën y el camión, que el cura párroco le dio la extremaunción.

¡Pero si era yo quien debía estar ahí! le reclamé a un albañil que, por cierto, me miró raro. ¿Cómo explicar que por unos segundos le habría tocado su hora a mi Mazda, que iba con un sólo viejo y su computador, y no a la Pathfinder con toda una familia y la niñita?

Es que tu alma Valentina, rondaba todavía por el lugar. Es el trance en que el alma humana deja el cuerpo mortal y antes de ir a beber largos olvidos al río Leteo, el que nos purifica para una nueva vida, se queda un rato acompañando a quienes están cerca.

Claro, porque tú estás bien y somos nosotros quienes quedamos con el dolor.

El dolor de una muerte ocasionada, no por algún cataclismo natural o enfermedad terminal, sino por la mano del hombre. Según estadísticas del Departamento OS 2 de Carabineros, el año 2003 en accidentes de tránsito murieron 1.703 personas, 45.335 quedaron lesionadas y 62.640 vehículos fueron dañados. Mientras por cada 10.000 vehículos anualmente mueren 1,4 personas en Suecia y 2,8 en España, en Chile son siete.

Y estamos hablando de morir a la chilena, vale decir desangrado sobre el pavimento o reventado entre los fierros para luego quedar ahí por horas bajo un plástico azul. La mujer que según informa la prensa murió atropellada con su hijo de ocho años el lunes sobre un paso cebra de calle Matucana, retiraron antes la micro homicida que sus cuerpos. La policía no dejaba a nadie moverlos a la vereda sin orden del juez. Y de ahí a la morgue para la autopsia, como si no fuera archisabida quien le ocasionó la muerte, pues no son las máquinas que matan, son los conductores que matan.

Lo absurdo es que ante un sistema de transporte inseguro, discriminatorio y contaminante como es el vehículo de combustión interna (auto, micro, camión), hayan abandonado el ferrocarril. Nada te habría pasado si a Viña hubieras tomado el tren que antes salía de estación Mapocho.

Magníficos trenes teníamos los chilenos. ¡Ah! El célebre «Nocturno» a Puerto Montt, tremendo de grande, una verdadera ciudad sobre rieles con sus buenos mil pasajeros tirados por una sola máquina. Así todo, demoraba menos que los buses arratonados de ahora. Conversabas con la gente, leías novelas rusas, te paseabas de un carro a otro, todo impulsado por carbón chileno.

Pero me fui por las ramas, por los ramales mejor dicho. El «Longino» al norte que se tomaba en La Calera, el trasandino de Los Andes a Mendoza, el ramal de Talca a Constitución, el que subía resoplando a Curacautín, el tren de Alameda a Cartagena que paraba en la estación del fundo Leyda y el más lindo de todos, uno pequeñito a leña en la isla de Chiloé que unía Ancud con Castro a través del bosque nativo.

Esas cosas me vine pensando, porque tu muerte ha revuelto las borras al fondo del tonel. Son esas partículas de la vida –recuerdos, olores, vivencias– que sin darnos cuenta se van aconchando en la mente. Entonces, andamos sumidos en el barullo de la superficie hasta que un remezón suelta la pedrería de abajo.

Y así fue como volví, no a mi casa, sino a mi hermana Ana María, que murió quemada antes que yo naciera. Tenía tres años y agarró un anafre con agua hirviendo que se le vino encima.

Es mi ángel de la guarda, y a ella le debo todas esas escapadas y aciertos sin fundamento que uno pedantemente llama intuición. Pero en la familia su muerte tuvo un efecto devastador, nunca asumido, llegando a sospecharse que ese trauma es el origen del distanciamiento de mis padres y de la posterior ruptura con mis hermanos.

Bueno, es que antes no se hablaban los asuntos de fondo y ni mi papá ni mi madre están con nosotros como para peguntarles de esa hermana dulce que nunca tuve.

No fui a tu funeral. Al otro día, sábado, creí haber olvidado el choque de Recoleta y partí raudo a una promoción de libros que tenía en Rancagua. Al rato de manejo, la carretera me pareció un largo y angosto féretro. Volvían las borras.

¿Fue a la misa que sea, el chofer del camión, el que ni siquiera se dignó bajarse a ayudar? ¿O el dueño del camión que contrató al asesino? La gente del puente Recoleta, seguramente ha hecho por ahí una animita con un par de velas en tu memoria. Pero los ejecutivos de Costanera Norte y de las inmobiliarias que lanzan por las calles estas moles con sus deyecciones duras, ¿mandaron flores siquiera?

En tus exequias, han debido decir que no serás olvidada. Siempre dicen eso, pero la liviandad de la me¬moria la vi venir cerca del peaje de Angostura en la forma de un jeep Land Rover Discovery que, zigzagueando entre los autos lanzados, me adelantó de refilón (llevaba yo un bus por delante) a unos 130 kph. Pegados al parabrisas trasero iban unos niños sueltos que se divertían haciendo morisquetas a quienes dejaban atrás.

¿Es que nadie le enseña a los niños los peligros del automóvil?, ¿A andar siempre con cinturón de seguridad? Y la tele ¿no exalta siempre la velocidad?

Te digo esto porque el libro que estoy leyendo, el que te puso a ti en mi lugar, es el «Elogio a la locura» del teólogo medieval Erasmo de Rotterdam, y en parte habla de los que «llenan de vaciedades la mente de los niños». Por eso Valentina sé ángel de la guarda para tus amigas del colegio Santa Catalina de Siena, donde estudiabas. Hoy más que nunca hace falta reforzar el espíritu. Aconséjalos, háblales desde adentro de su conciencia, diles que no le crean a cualquiera, sea que manejen un auto o un aula. Anímalos a que saquen la voz contra la soberbia.

En palabras del propio Erasmo: «Muchos religiosos dan excesiva importancia a sus prácticas y costumbres, sin pensar jamás que en la otra vida Cristo despreciará todas esas futilidades para exigir solamente que se haya cumplido su precepto: la caridad.»

RÉPLICAS

Santiago, 23/09/2004. Orbe. Una madre y su hijo perdieron la vida tras ser atropellados por un microbús en la calle Matucana, en la comuna de Estación Central. Las víctimas fueron identificadas como Eliana Arbuch de 36 años y Felipe Berríos, de ocho, quienes fueron atropellados por una máquina del recorrido Nº 626 Quilicura-Departamental que, según dijeron testigos, su conductor no respetó un paso de cebra.

FB 10/09/2014 a las 19:42h ¡Qué tremendo Pablo!, de la mujer que hablas atropellada con su hijo es mi hermana. Ahora entiendo, una vez en el Jumbo Bilbao cuando autografiabas tu libro, me decías, porqué me suena tanto tu apellido. Han pasados tantos años y nunca nos hemos conformado con tan tremenda situación. Mi hermana y mi sobrinito concurrieron a ayudar a un niño al Hospital que estaba abandonado y encontraron la muerte. Juan Fernando Arbuch Nadurie

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