Pablo Huneeus
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Abusar de personas mayores, robarles sus inversiones, quitarles sus casas, y maltratarlas con sicotrópicos paralizantes han llegado a ser crímenes frecuentes en la clase alta chilena.

Mientras en el campo, en Chiloé por ejemplo, los abuelos gozan de un cierto ascendiente y tienen siempre labores aptas para sus limitadas facultades –pelar habas o cuidar niños– entre las “mejores familias” hay demasiados casos de hijas que saquean a sus ancianas madres, de hermanos mayores que hacen turumba la empresa del viejo y de sonrientes sobrinas que empiezan a visitar al tío rico con la única finalidad de quedarse con sus propiedades.

Más aún, empleados de bancos y de notarías, deben presenciar impotentes cómo continuamente llegan ochentones acompañados de sus propios hijos a firmar pagarés, hipotecas o ficticias compraventas que son verdaderos asaltos bajo engaño y presión sicológica.

A falta de hijos prestos a perpetrar parricidio económico, a veces son los propios bancarios, como la ejecutiva de la sucursal de Villarrica del Banco de Chile, Luz Angélica Ojeda Campos –de 38 años–, quien entre uno y otro “firme aquí mi amor”, terminó acusada de defraudar a un matrimonio de octogenarios agricultores y a otros 30 clientes mayores de la entidad por un monto estimado en $ 8.200 millones.

Súmese el ultraje propinado en los asilos de ancianos, donde a menudo a los internos los vemos aterrados por las golpizas, desesperados por la falta de comprensión y olvidados por la familia. Peor aún, a menudo familiares se aprovecharan de la debilidad del mayor para vengarse de algún resentimiento o dolor que les pueda haber ocasionado de joven.

“No es este el Chile que queremos”, diría el Presidente. ¿Y qué te espera tata Ricardo si se te vienen encima los años? Nada malo ¿verdad? Con senaturía vitalicia estás a buen recaudo. Pero ¿y los demás?

A ellos, el recorte de pensiones, la vista gorda a su condición y las contribuciones de bienes raíces como gran aliado de las inmobiliarias para erradicarlos de sus viviendas. La casa, la misma casa que de ser un lugar donde dormir pasa a ser el centro de la vida adulta. Así todo, el gobierno ha ido aumentando inexorablemente ese tributo que por su naturaleza golpea con mayor dureza a la tercera edad.

Es hora ya de terminar con la lógica perversa de que es la propiedad, no la persona, la afecta a dicho gravamen. Eso puede ser válido para fábricas, locales comerciales u oficinas, pero tratándose de viviendas urge una ley que diferencie según la edad de quien la ocupa, de modo que el jubilado pueda gozar del jardín que formó en sus años mozos.

También faltan mecanismos de prevención y castigo de abusos a mayores como los que han entrado en escena para proteger a menores. ¿Se atrevería un fiscal a procesar a un senador o dilecto empresario por crueldad mental a su propia madre? ¡Y vaya, que hay connotados que ni esperan que se muera la vieja dama para encerrarla en torre y rematar la casa!

Pero lo que más falta es la conciencia, el darse cuenta y asumir la degradación de la condición humana que se inflige a los “años dorados”. Recuerda alma dormida que de no mediar infarto o accidente la vejez se viene tan callando y sin saber cómo ni cuándo te condenan a veinte años y un día de ancianidad.

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