Pablo Huneeus
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DOMINGO EN LEYDA
por Pablo Huneeus

El domingo pasado los devotos de Virginia Cox Balmaceda, mi madre, hicimos nuestra romería anual al cerro del Peñón, donde el primer domingo de octubre 2002 esparcimos sus cenizas.

Esto, porque en el verano de 1988, estando la señora en la isla Chidhuapi (Calbuco), escribió con su letra de monja una carta donde nos pide que al morir:

“Lo que más me gustaría sería que mis cenizas las esparcieran ustedes en los cerros de Leyda. En especial en el cerro del Peñón, donde trepábamos con Victoria, mi hermana, desde chicas, a contemplar salidas y puestas de sol acompañadas de los perros.”

Por eso, al otro día de haber incinerado sus restos, justo el primer domingo de octubre, sus adoradores cargamos las alforjas de menestras —empanadas Matías, vinos Veramonte, los mejores filetes del Jumbo, pan amasado, tomates—y partimos en tropel al fundo Leyda, pasado Melipilla, a cumplir su mandato de aire libre y amor a la tierra.

Dicho fundo, que por medio siglo fuera de mi abuelo, el doctor Ricardo Cox Méndez, es hoy propiedad de Max Correa Lecaros, quien nos abrió la vieja casa patronal y nos tenía leña gruesa ardiendo en el quincho de mantel largo que hizo en el parque. Su “vengan cuando quieran”, lo tomé al pie de la letra y ya es cuarto año seguido que en la fecha señalada vamos a rendirle homenaje a la mama grande y con ella al campo chileno.

Mantiene Leyda su espíritu de quijotesca aridez, las caballerizas tan a punto de desmoronarse como antes del terremoto, los espinos floridos desafiando la sequía que se abate de noviembre a mayo, los gemidos de los eucaliptos resecos en el callejón de los lamentos que va al potrero del peumo y la ilusión de alguno por hacerlo producir más que ilusiones y deudas. Pero sobre todo, conserva el silencio del secano, porque en esencia fue siempre campo de rulo, un desierto en ciernes flanqueado por cerros gredosos, donde las ovejas rapiñaban briznas de pasto bajo un sol ardiente de luz, mas nunca caluroso.

Al fondo de la planicie, escondida del mundanal ruido y estratégicamente ubicada para recoger hasta la última gota olvidada por el invierno, está la casa patronal. De ahí es una media hora por un sendero de cardos que remonta un cerro donde se alza una enorme roca en forma de catedral llamada “Piedra del Peñón”. Por su altura, es un mirador mágico para avizorar tanto el interior de uno mismo, como el infinito del universo.

Pues bien, al llegar arriba y encaramarnos a la piedra, en el momento preciso orar por doña Virginia que estás en los cielos, fuimos remecidos por una súbita racha de viento que, además de volarme el sombrero, pareció sacudir hasta la roca misma.

Sí, por cierto, el día estaba amenazante, cubierto de negros nubarrones, por lo que una ráfaga de norte no es rara, podemos decir. Pero ocurre que todos los años es el mismo fenómeno: calma chica, sol radiante y súbitamente un soplido que todos lo sentimos como un saludo que desde la eternidad nos hace la madre universal.

Es un soplido que apaga de la memoria la viejita que ella nunca quiso ser para dejar a toda luz la mujer fuerte, bellísima y brillante, que nos infundió en su leche el gusto por la vida. Porque cuando murió a los noventa y dos años, perdimos a la anciana, a la señora dificultades, a la inválida en silla de ruedas que a veces divagaba sin aparente sentido y otras veces ni nos reconocía. Pero al tiempo, esa mamá problema desaparece para dar lugar a la fámula sensual, divertida y animosa que fue la escritora, conferencista y periodista colegiada Virginia Cox.

Ahora la veo caminando del brazo de la tía Victoria hacia las palmas de la invernada, que siguen ahí, comprándome bototos en la fenecida zapatería “Chabrán” de Providencia, hablando del teatro Kabuki en la Biblioteca Nacional, haciendo mermelada de damascos en la casa de avenida Lyon 1177, trotando en shorts por la cubierta del vapor “Aconcagua” cuando nos fuimos a Londres, discurseando valientemente en el lanzamiento del libro que le valió un exilio a Enrique Lafourcade y yendo, de pura tincada, a buscarme al mismísimo Leyda.

Llevaba yo semanas solo en el campo, a los diez u once años de edad y súbitamente tuvo ella el pálpito de que algo andaba mal conmigo. No había celulares entonces por lo que pidió a la María Virginia y a su novio médico, Cristián Vera Larraguibel, que la acompañaran en un viaje relámpago a verme.

Recuerdo el lugar exacto de la galería en que reventé en lágrimas al sentir su voz, pues lo que parecía una simple afta en la base de la lengua ya me tenía afiebrado y medio ahogado. Faltaba poco para que la inflamación (¿Krup? ¿Difteria? ¿ Shock anafiláctico?) terminara de obstruirme totalmente la garganta. Derecho al hospital de la Universidad Católica, donde estuve listo para la traqueotomía si los antibióticos no hacían efecto inmediato.

Como si las piedras supieran guardar recuerdos, todo eso aún flota en Leyda junto al ánima de tanto labriego que alguna vez trabajó esa tierra. Por un instante fugaz volví a ver a Chumingo Carreño ensillando caballos frescos para hacer, de manta y carabina, la ronda nocturna contra los cuatreros (¡Uy que requerían cuidado las lanudas damiselas!), al tata Ricardo de cucalón dirigiendo las obras del tranque que hoy riega el huerto, a los peones de la esquila prensando la lana, a la tía Inés recitándonos versos en francés y a mi mismo con Salvador haciendo cuetazos con la pólvora negra que usaban para partir troncos.

Igual, con tanto animal de buen natural que lo acompaña a uno en la vida. Los perros que menciona mi mamá, “Huinca”, el ovejero que siendo buen tipo nunca se dejó acariciar; el caballo cariblanco que a pedido se paraba en dos patas a lo película de “cow boys”; la potranca “Rucia” que amansé sin rebenque ni espuelas, a pura paciencia y zanahoria; las hileras de ovejas bajando con la neblina del cerro “Las Rosas” a tomar el agua que se les bombeaba a pulso del pozo; el zorro engatusando a los lechones; los buitres al acecho, (los hay hasta en las mejores familias) y los patos silvestres que tuve en la mira de la escopeta St-Etienne del tío Rica, pero encontré demasiado bellos para dispararles.

Lo notable de esos momentos de reminiscencia es descubrir que está todo ahí, desde el vozarrón del abuelo despotricando contra la separación de la Iglesia y el Estado, a las lechuzas que un día pillamos en el palomar. La guarida secreta que teníamos con mi primo Juan Eduardo en una quebrada, el juego de las veinte preguntas en que llegábamos a dar con la sombra del caballo de Alejandro Magno, la sonata “Claro de Luna” ejecutada con rollos y palancas en el destartalado auto piano y el extraño turbamiento que me causara la hija de doña Marta, la amasandera descalza que hacía el pan para la peonada. Todo, absolutamente todo está en el cofre del tesoro que llevamos dentro.

Para abrirlo, es sólo cuestión de volver a la casa de donde salimos y escuchar la gotera de recuerdos que cae del techo.

En palabras de T.S. Eliot (Nobel 1948):

“In my beginning is my end. In succession
Houses rise and fall, crumble, are extended,
Are removed, destroyed, restored, or in their place
Is an open field, or a factory, or a by-pass.

Old stone to new building, old timber to new fires,
Old fires to ashes, and ashes to the earth
Which is already flesh, fur and faeces,
Bone of man and beast, cornstalk and leaf.

Houses live and die: there is a time for building
And a time for living and for generation
And a time for the wind to break the loosened pane.”

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