Pablo Huneeus
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EN EL NOMBRE DEL PADRE…
por Pablo Huneeus


Hoy, jueves 12 de Enero de 2006, se cumplen cien años del natalicio del ingeniero José Agustín Huneeus Salas, una de las personalidades más atrayentes, y a la vez más inescrutables, que me haya tocado conocer.

Además de ocasionarme la vida, echó a andar la Sociedad Austral de Electricidad, integró la Milicia Republicana, dirigió la agrupación de generadoras eléctricas del país, capitaneó la Compañía Sud Americana de Vapores, CSAV, cuando en plena II Guerra Mundial el vapor “Toltén” fue hundido por un submarino, fundó la Academia Musical de Providencia, organizó la primera empresa pesquera destinada a producir industrialmente alimentos marinos (SOPESA), construyó para la familia una de las más finos y firmes palacetes de Providencia, creó lo que probablemente haya sido el primer seguro automotriz de Chile, y causó mucho suspiro al género femenino.

Era pintoso el viejo. Alto, moreno, de facciones muy masculinas, con un cierto aire de jeque árabe (el lado Salah de la familia), las mujeres se derretían ante él. Pilotando su lancha “Chris Craft” en New Rochelle, “La Chilenita”, se llamaba, o paseando en su Chevrolet convertible por la playa de Santo Domingo, superaba lejos a los galanes de película. Encima, era sano como un yogur, no se enfermaba nunca y de una energía arrolladora, como si tuviera una verdadera locomotora en el pecho.

De su niñez conservamos una foto de primera comunión, con uniforme azul oscuro de pantalón corto, medias y corbata, junto a un aparador de caoba labrada sobre el cual vemos una estatua de la virgen María. Por su parecido conmigo y por haber yo debido portar a su debido tiempo similar atuendo, de chico creía que era un retrato mío en alguna de las tantas e interminables ceremonias religiosas que de padre a hijo debimos padecer en el mismo colegio San Ignacio. Así de parecido soy, de físico al menos.

También conservamos la memoria de un incidente que retrata mejor aún a ese niño, de carácter retraído que en los años 1920 pasó por esas aulas. Era un alumno aplicado mi padre, excelentes notas, y en la solemne ceremonia de premiación, en presencia de mi abuelo senador, de obispos y ministros, cuando lo llaman al escenario a recibir el premio de mejor alumno del año, se para de atrás su hermano mayor, Francisco. El fresco de “Panchito”, como le decía mi abuela a su sobreprotegido regalón, avanza raudo por el pasillo central antes que el papá alcance a salir de su fila, sube al escenario y en medio de aplausos y vítores, él recibe del rector la magna medalla.

Al volver el tío Pancho a su asiento con los grandes, al fondo del salón de actos, lo intercepta mi papá.
—Oye, pero si era para mí el premio—
—Bah, no me di cuenta— replica hermano mayor, —ahí lo tienes— agregó lanzándole con desprecio su medalla.

En un estudio del historiador Ricardo Nazar Ahumada sobre el desarrollo eléctrico de Chile leemos: “El 8 de enero de 1936, el Presidente de la Asociación de Empresas Eléctricas de Chile, Agustín Huneeus Salas, dio una conferencia en el Instituto de Ingenieros. Manifestó su desacuerdo con la afirmación de que «por la falta de nuevas instalaciones el abastecimiento de los consumos eléctricos ha llegado a una situación de asfixia». Si bien reconocía que esta situación era efectiva en lo referido a la construcción de nuevas plantas generadoras, afirmaba que las empresas nunca habían dejado de suministrar la energía que les había sido demandada...” (Revista Universitaria, UC, 89)

Nótese que tenía apenas 30 años entonces este ingeniero que presidía la asociación de generadoras eléctricas del país. Muy capo tiene que haber sido.

Demócrata hasta los tuétanos, vale decir anti monárquico y enemigo de todo totalitarismo, de joven integró junto a su amigote, el aviador Eulogio Sánchez Errázuriz, y a lo más granado de la aristocracia santiaguina, la Milicia Republicana, fuerza de choque equipada con armamento alemán que sirvió para disuadir las intentonas golpistas del socialismo.

Fue por su trabajo en la naviera CSAV que vivimos primero en los Estados Unidos durante los años 1940, y más tarde, cuando yo tenía quince, en Inglaterra. ¿Por qué, si yo estaba entusiasmado con estudiar economía en Cambridge, a los diecisiete me fletó de vuelta a Chile? Zarpé de Liverpool en el vapor “Andalién”, que tardó tres semanas en arribar una mañana esplendorosa a Valparaíso. Venía una moto “Triumph, Tiger Cub” de 200cc para mí en la bodega, regalo sorpresa del papá.

Quien no haya llegado por mar al primer puerto de la nación, no ha visto nada. La ansiedad a bordo, el lento aproximarse a la costa, el sol reventando tras la cordillera, el frescor de la brisa matinal que baja por el valle del río Aconcagua, los saludos de los pescadores que recogen a esa hora sus espineles, mis hermanos en pleno esperándome con vítores en el muelle, ¡ah!, qué emoción me embarga sólo recordar esa mañana de 1957.

Lo que hacia proa es la gloria de la patria nueva, por el portalón de popa es el ¡thump! de unas inmensas bolsas de lona, cargadas de matute que a la cuadra de Quintero van botando los tripulantes. Se hunden con sus cajas de whisky, relojes pulsera y lapiceras fuente, pero al rato, en la estela dejada por la hélice, se ve aparecer una discreta banderola. Los pescadores saben bien que los matan si las tocan. Son para unas lanchas más grandes y más rápidas que también ¡oh casualidad!, andan justo paseando a esa hora en las proximidades de la línea de navegación. Venimos llegando a Chile ¿no?

Al regresar tras dos años de ausencia, me encuentro con que el bastión de empresas, mansiones de concreto armado y demás resonancias de su magnética personalidad, está en vías de extinción. Contrario a la idea que tenía yo al momento de salir de Inglaterra, de que mi solitario retorno en barco carguero era una avanzada del pronto arribo del núcleo familiar, me entero aquí que mis padres no piensan en volver. De hecho la mamá regresó cuatro más tarde, por obra más bien de una profunda depre, y el gran ingeniero, nunca.

La mansión de avenida Lyon 1177 que construyó el papá y donde hice mis maletas para viajar a Europa, no es más mi casa, se había vendido en apenas sesenta mil dólares, dice la información oficial. Linda casa, irremplazable, de grandes jardines, como que hasta el día de hoy luce guapísima como sede de la Universidad Gabriela Mistral. ¿Qué fue de mi cama, mi velador, mi crucifijo de alabastro y mi bicicleta?

Un viejo interruptor de pellizco que días atrás me dio un electricista, creyendo que era de barco, me desenterró de la memoria el tablero eléctrico de la casa de Lyon 1177. Era un tablero de mármol empotrado en la pared izquierda del garage, sobre la carbonera, lleno de palancas e interruptores redondos de fase, como el descubierto por el electricista.

Estaba precedido, cual sagrario, por un enorme transformador para alimentar la red de 110 voltios en la cual se enchufaban las claves de la modernidad: el refrigerador, la grabadora magnética de alambre, el toca disco de 33³. Eran todos inventos de última generación en esa época, desconocidos en nuestro medio, que fueron traídos personalmente por él desde un Estados Unidos lejano, recién salido de la guerra.

Quedo de allegado donde el tío Ricardo Cox Balmaceda, un diletante genial que tuvo a bien acogerme con mi moto en su casa de calle Burgos 98, mientras mi hermano más cercano en edad, Francisco, con el cual compartía la pieza en Lyon y que por sus estudios de medicina no vino con nosotros a Londres, está por otro lado, viviendo en casa del Dr. Joaquín Luco.

Absoluta falta de orientación y consejo sobre la carrera a seguir, las disquisiciones del tío Ricardo sobre el positivismo filosófico de Auguste Comte (1798—1857) terminaron de convencerme de estudiar sociología. El otro camino, el del empresarismo en cosas de mar, camino al cual el propio papá me había iniciado llevándome desde muy chico a los astilleros de San Antonio donde hacían los nuevos pesqueros de arrastre, estaba cerrado. O al menos vedado por la abdicación de la corona imperial que hace el “pater familias” a favor de su primogénito masculino, Agustín Huneeus Cox, a la sazón de apenas veintitrés años.

Este otro hermano mío, el tercero en edad después de María Virginia y Teresa, luego de seguir un curso de “business administration” en una universidad de los jesuitas en Fordham, Nueva York, había vuelto casado con la deslumbrante baronesa belga Christianne Cassel van Doorn, tema de otro capítulo.

El novel gerente general, ante quien debía hacer antesala para cobrar la mesada que me mandaba el papá, no contento con haber gestionado la venta de Lyon 1177, a poco andar enajena la pesquera. Azuzado por Eduardo Guilisasti Tagle, empleado de la firma donde liquidaba los dólares de las exportaciones de harina de pescado, compra el paquete accionario que le da el control de la viña Concha y Toro, brava especulación de donde arranca su vertiginoso enriquecimiento traficando bebidas alcohólicas.

Tanto mi hermano Pancho (el Dr. Francisco Huneeus Cox), como yo hemos hecho buenas vidas, sin hambre ni privaciones materiales. Ambos a pulso formamos nuestras respectivas editoriales, ya que ninguno de nosotros dos recibió el aventón que significa a temprana edad disponer de tan inmenso capital. Producir libros, aunque con escasos recursos, nos llena de esa especial satisfacción que da hacer algo útil para los demás. Así todo, nos queda la interrogante ¿por qué siendo el papá un hombre viajado, moderno y tan culto, termina rigiéndose por los cánones del mayorazgo? ¿Por qué no nos tomó en cuenta en el reparto de la torta?

Para mi padre, fui el último de sus hijos hombre, el concho de la botella, el cachorro tardío que no saca a tiempo sus garras. A falta de ternura, me dio independencia, fuerza para enfrentar la vida de manera ética y racional, y ¿por qué no decirlo? una corpada de gitano andaluz —ojos negros y piel morena—que me ha dado muy buenos dividendos.

Mirado a la distancia —falleció de cáncer en Madrid el año 1986— lo veo como un alma atribulada, un hombre reprimido por los rígidos códigos de su tiempo, un artista que no pudo serlo. Su pasión, su solaz, fue la música, pero no cualquier música: Schubert, Mendelsohn, los clásicos románticos y su instrumento, el violonchelo. Lo llegó a tocar bien, pero nunca tuvo el tiempo para alcanzar el virtuosismo que habría querido. Y es en el sonido profundo, de viejos maderos que tiene el cello, con su tono de lamentación, que uno empieza a entenderlo.

Quiso decir algo con sus gemidos en arpegios y corcheas, quizás que bajo el ingeniero civil, empresario minero y ejecutivo naviero había un espíritu encerrado, una sensibilidad que clamaba por manifestarse. Me dicen que su aspiración en la vida era ser profesor de cálculo diferencial, pero la fuerte personalidad de su padre por un lado, el también ingeniero y empresario don Francisco Huneeus Gana, y de mi madre por el otro, que quería más brillo que el de cocinarle a un profesor universitario, lo encauzaron a una sobre actividad por la cual andaba siempre apurado.

Diríamos que era tímido, pues huía de las multitudes y se sentía incómodo ante un gran público. Pero, a igual que Sócrates, no fue orador de masas, siendo su fuerte el diálogo, el poder cautivador en el trato de cara a cara, individual, que entablaba con la persona. El ambiente que creaba, el genuino gusto de practicar la amistad, de hacerle a sus huéspedes sentirse cómodos y de gozar de la vida social en chico, —visitas, comidas familiares— ha dejado su huella en quienes lo conocieron. Fue un hombre encantador, en el sentido más profundo de lo que significa encantamiento.

Trato de conversar con él a través de una reja que no puedo abrir. Es la reja del mausoleo familiar en el Cementerio Católico, donde he venido temprano en este día a rendirle culto. La llave que tengo no le hace al candado, como si las claves que manejo no fueran suficientes para abrir el enigma.

He juntado fotos, cartas suyas, contratos, escrituras, testimonios de alguna de mis hermanas y los recuerdos de mi tío Pato (Patricio Huneeus Salas), el hermano menor del papá, quien lo evoca con profundo agradecimiento, pues le prestaba sus apuntes de ingeniería, que eran muy buenos dice, y le consiguió su primer empleo con Ramón Salinas Donoso, “Ramita” como le decía el papá, en la recién creada constructora Salinas y Fabres (SALFA).

Pero siempre algo me falta para captarlo. Esta vez sí, un detalle me fue develado: el motivo por el cual venía temprano al cementerio, cuando quería recordar a su hija Ana María, que en mayo de 1936, antes de cumplir tres años de edad, pereciera quemada con el agua hirviendo de un anafre que le cayó encima.

No alcancé a conocerla, fue antes que yo naciera y el papá siempre guardó silencio sobre cómo fue el accidente y sobre qué representaba para él ese pequeño ataúd blanco tras la placa de mármol que descubría con todo cuidado para dejarle flores. La mamá nunca lo acompañaba en este rito suyo, sólo los madrugadores de día domingo, íbamos al trote a su lado. Caminaba muy ligero el caballero.

Como tengo un vuelo al sur a media mañana, también vine esta vez con la primera luz, gracias a lo cual me enteré que el mausoleo familiar, habitualmente tenebroso con sus adustos mármoles, es antes de las diez luminoso, pues al abrirse el día le entra de lleno el sol.

También, por primera vez en tantos años percibí otro detalle: por esas casualidades de la administración funeraria, la lápida con el nombre de mi madre está separada de la de mi padre por la de Ana María Huneeus Cox. Eso que ahora está unido en el mármol, es la desgracia que los separó en vida. No sé de parejas que sobrevivan cataclismos de tal magnitud.

Otro detalle significativo es que por esas cosas de la burocracia, el Registro Civil no consigna su nacimiento, aunque sí su matrimonio. Al no haber nacido, imposible, señor, extenderle certificado de defunción. Como tampoco ha muerto, para situar la urna con sus cenizas en el camposanto nos dieron un “Certificado Provisorio de Sepultación”.

O sea, el ingeniero José Agustín Huneeus Salas, a igual que el Padre Eterno, vive desde siempre, nos da el goce de existir y no muere ni morirá jamás.

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