Pablo Huneeus
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ASKESIA EN MINERA ESCONDIDA
por Pablo Huneeus

A las cinco de la mañana del miércoles pasado inicié un viaje de doce horas hacia el escenario de la conferencia de más alto nivel que jamás haya dado: el gimnasio de la Minera Escondida, a 196 kilómetros de Antofagasta, en plena Cordillera de Domeyko, a 3.100 metros de altura. Tema: la askesia o el cuidado de sí mismo.

Avión a las 07.05, asiento entre una gorda que roncaba y otra que no cesaba de comer. A esta última, le di entero mi desayuno, no por el precepto cristiano de dad de comer al hambriento, sino por sentirme a esa hora inapetente. Dejó limpiecitas ambas bandejas.

En Antofagasta, la novedad son unas enormes grúas del puerto, seguramente obsoletas, que han instalado en la costanera a manera de adorno. Se ven bonitas, pintadas de alegres colores. Miradas así, son verdaderas esculturas de acero que apuntan hacia lo alto, como queriendo llevar el alma hacia el mar.

La ciudad misma, tras catorce años desde la última visita, ha seguido los padecimientos de las demás urbes del país, sino del mundo entero: atochamiento de tráfico, tufo a bencina y ruido de buses, centro en proceso de abandono, anillo de deterioro a la espera de demolición y construcción, edificios nuevos, iguales a los de cualquier metrópoli, que se alzan cual espinas en medio de la arquitectura histórica, crecimiento explosivo de la población, antigua plaza bonita y bien tenida, pero achicada por las moles de cemento que empiezan a sitiarla, dejando hasta la catedral cual abuelita enana.

Es raro, a donde sea que llegue uno ahora se tiene la impresión de estar en la misma parte. El color local, las tradiciones regionales, las vestimentas típicas, la comida y la música, todo ha ido cediendo ante el pensamiento único –mismas radios, TV, cadenas hoteleras- que cubre el globo terráqueo.

A las 13:45 en una van de la productora de eventos Kimera, empieza el ascenso. Es un camino casi todo de la minera misma. Sumamente bien tenido y bajo estricto control de velocidad, siendo obligatorio hasta detenerse un rato en la zona de descanso, pues la fatiga, más la monotonía del seco paisaje, causa mucho accidente.

Sube que sube a todo sol al son del puja que puja del motor. Hay una garita a la entrada, donde uno debe bajarse, anotarse, pasar por el detector de metales y encima ver un video de diez minutos sobre normas de seguridad en la mina. Si uno no ha estado antes, debe controlarse el pulso y la presión arterial. Es como entrar a otro planeta, donde todo se hace bien y el lema parece ser: la confianza es buena, el control es mejor.

Nos recibe con café y galletas Roberto Leiva, gerente de proyectos de Compass Group, la empresa que presta apoyo logístico, alimentación, seguridad y capacitación a la minera, Enrique Arias y Jaime Álvarez, sociólogo de Escondida. Me explican el problema que tienen con mucho accidente laboral atribuible a una baja autoestima del trabajador, fenómeno por lo demás muy chileno esto de mirarse en menos.

Si yo no valgo un pucho ¿para qué tomar precauciones como usar guantes o cortar la luz antes de cambiar la ampolleta? Y en una faena minera que produce un millón 200 mil toneladas métricas de cobre fino al año, el 28% de la producción nacional, los accidentes no son así, como apretarse un dedo en la puerta. Es todo en grande, potente y sumamente rápido, por lo que un descuido puede dejarlo a uno manco, tonto de remate, o hecho pedacitos que tarda mucho encontrar.

Antes, si del mástil de un bergantín el viento se llevaba a un grumete o del capacho de la salitrera un obrero caía al ácido, la navegación y la producción seguían su curso. Ahora con un accidente no sólo se detiene la faena, lo que no es bueno para la empresa ni el país; es una tragedia para el afectado, su familia y sus compañeros de trabajo, quienes quedan todos traumados.

Se trataba de disertar sobre cultura, y en ese contexto les interesó particularmente un tema que mencioné en la pauta: la base filosófica de cuidarse a sí mismo.

A las cinco de la tarde, al fin, llegué a una pieza como de hotel que me tenían para descansar un rato. Dormí dos horas al cabo de las cuales me sentí como avión. La charla empezó a las ocho en punto ante un auditorio repleto hasta en sus graderías.

Pocas veces he sentido tantas ansias de aprender. Empecé presentándome como el gil que una vez en la tele se mandó tremenda caída a caballo. Fue en el programa “Viva el Lunes” del 13, cuando me disfracé de Quijote para un número en beneficio de la Fundación Las Rosas. Mostraron el video y luego analizamos los elementos de negligencia, excesiva seguridad en mi mismo y desatención de otras señales, como el encerado del piso y la actitud del rocinante, que ineluctablemente lo llevan a desplomarse con tuti sobre mi pie izquierdo.

Fue gracias al estribo chileno, que es como una cajita protectora, que pudo el show seguir. Suerte, se llama eso.

De ahí, en fin, la noción de alma que desarrollan los griegos, los filósofos estoicos, el ascenso del hombre hasta unirse a Dios que anuncia Pablo de Tarso, la sagrada importancia de uno mismo, cómo hay que ser feliz aún en la adversidad, etc.

Curiosamente, al final las preguntas se centraron en algo que mencioné a la pasada, casi sin querer queriendo: el Fedón o de la inmortalidad del alma, de Platón, donde Sócrates, a punto de beber la cicuta, expone que la vida es un don de Dios que pasa por nosotros en camino a otra vida. Prueba de la inmortalidad del alma, es la reminiscencia, esos episodios de vidas anteriores que en raros momentos aparecen en la mente.

La diferencia entre memoria y reminiscencia, acaso el cuerpo humano evoluciona más o menos que la mente, si existe una felicidad interior cuando se está fregado, o sea las cuestiones más metafísicas nos tuvieron hasta la hora de ceder el gimnasio al partido de básquetbol.

El jueves en la tarde, ya en casa, le escribí la siguiente carta a Sergio Delgado, el promotor de eventos que tuvo la ocurrencia de contactarme.

Hola Sergio,
De vuelta ya en Smogtiago, tras lo que resultó una bajada y vuelo sumamente agradable, veo que me traje en la maleta una gana y dos sentimientos.

La gana es de comer como la gente, y no cual perro hambriento, el arroz con carne al jugo que al terminar la charla me serví en el casino de arriba. Eran pasadas las diez de la noche y en vista de que a las once cierran la garita, debí engullir a dentelladas tan sabroso guiso, por lo que el cuerpo me llama a volver a la Escondida, más que sea para degustar en calma su buena mesa.

El sentimiento Nº 1 es el orgullo de ver en Chile una comunidad cosmopolita de hombres y mujeres venidos de variadas regiones y países, movidos todos por el afán de hacer bien las cosas. Es precisamente lo que tanto escasea en la capital del al lotismo. ¡Ah! Si ese mismo equipo humano, en vez de administrar una mina en el desierto, manejara la cosa pública de norte a sur, tendríamos un país donde las cosas funcionan, ¿te imaginas?

¿Qué hacer entonces con la clase política? Dicen que en la siembra de remolacha falta gente.

El segundo sentimiento es de entusiasmo. Ganas de hacer cosas, de servir a plena capacidad y aportar. Me gustó la gente que labora ahí, el ambiente humano que palpé, tanto en el equipo que me empujó cerro arriba, como en los trabajadores que asistieron, tan ávidos de participar y compartir ideas.

El recibimiento de Enrique Arias y su equipo, muy profesional y al cayo. Por su parte al final, el casco blanco que con toda solemnidad me impuso Roberto Leiva en la cabeza, viene a ser mi investidura en la hermandad de buscadores de la estrella Escondida.

Gracias a todos por la oportunidad y como dicen los mexicanos: nos estamos mirando.

Pablo

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