Pablo Huneeus
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EL VERDADERO DIA DE LA INDEPENDENCIA DE CHILE
por Pablo Huneeus

Una mañana de verano como hoy, pero de 1818 y bajo el positivo influjo de luna creciente, se efectuó en Santiago la solemne declaración de Chile como Estado libre y soberano.

Cuenta el historiador Francisco Antonio Encina en la página 470 del Tomo VII de su monumental «Historia de Chile» (Ed. Nascimento, 1953):

«Se fijó el 12 de febrero, aniversario de la batalla de Chacabuco, para la ceremonia de proclamación. Al toque de diana –dice una relación de la época- se formaron en la plaza las tropas de línea y las guardias cívicas de infantería y caballería. Entretanto, el concurso se aumentaba de tal modo que ya excedía la capacidad de este vasto espacio. Poco después apareció sobre el horizonte el precursor de la libertad de Chile.

En ese momento, se enarboló la bandera nacional (estreno absoluto del tricolor de la estrella solitaria), se hizo una salva triple de artillería y el pueblo con la tropa saludaron llenos de ternura al sol más brillante y benéfico que han visto los Andes, desde que sus elevadas cimas sirven de asiento a la nieve que eternamente los cubre.

Luego, (prosigue el historiador) se acercaron por su orden los alumnos de todas las escuelas públicas, y puestos alrededor de la bandera cantaron a la patria himnos de alegría que excitaban un doble interés por su objeto y por la suerte venturosa que debe esperar la generación naciente, destinada a recoger los primeros frutos de nuestras fatigas.

A las nueve de la mañana concurrieron al palacio directorial, todos los tribunales, corporaciones, funcionarios públicos y comunidades...»

Otras crónicas, recuerdan cómo el pueblo, el clero, las barriadas y los notables fueron cada uno a su tiempo jurando adhesión a la voluntad de formar una república soberana, libre de ser «a extranjero dominio sometida».

Pero el fervor cívico de cara al sol, tenía su lado oscuro: mercenarios de la monarquía Borbón comandada por el bestial brigadier Mariano de Osorio, vencedor de Rancagua y yerno del virrey Pezuela, habían desembarcado en Talcahuano con la finalidad de masacrar a los «sudacas alzados», como le decían los coños a los patriotas que nos dieron la Independencia.

A rajatabla, saqueando, violando e incendiado todo a su paso avanzaban las tropas españolas hacia el centro del país en busca de la venganza final. Animosa, como era la gente entonces, empezaron los preparativos para el enfrentamiento culmine que el gran estratega de la jornada –el general José de San Martín– decidió efectuar, donde sabía que el enemigo tenía previsto acampar. A diferencia de O´Higgins, que era un erudito alzado en armas para la ocasión, San Martín era un militar profesional, conocedor de las últimas tecnologías bélicas, aprendidas en vivo y directo en las guerras napoleónicas. Ansiaba impedir la reconquista de Chile a fin de salvaguardar la independencia de Argentina.

Discurre San Martín enfrentar a Osorio sobre las amplias y suaves llanuras de Maipú, para así maximizar el impacto de la caballería patriota, que era superior a la del invasor, en lo que sería la batalla clave para la liberación, no sólo de Chile, sino de toda América, el 5 de abril de 1818.

Por eso, no bien hubo terminado el jolgorio libertario, se desató una campaña nacional por apertrechar al ejército. Las monjitas de los conventos recargaban de pólvora las vainas usadas, las herrerías de fundo rechinaban afilando machetes, vamos carneando un novillo tras otro para la juventud patriota –labriegos, sacristanes, mapuches y picapleitos- que salían de sus covachas a enrolarse en el ejército. Todos a las armas ese verano.

No estuve en la plaza ese día, como me habría gustado. Fue hace 197 años, bastante antes que me tocara nacer. Pero como todo chileno, sí me encontraba presente en la sangre de esa abigarrada multitud, plena de optimismo, que coreaba al mundo que somos libres. En gratitud a esa generación amante de su tierra, aquí va el cántico que nos dejó de herencia:


«PROCLAMACIÓN DE LA INDEPENDENCIA DE CHILE
El Director Supremo del Estado

La fuerza ha sido la razón suprema que por más de trescientos años ha mantenido al Nuevo Mundo en la necesidad de venerar como un dogma la usurpación de sus derechos y de buscar en ella misma el origen de sus más grandes deberes. Era preciso que algún día llegase el término de esta violenta sumisión; pero, entretanto, era imposible anticiparla: la resistencia del débil contra el fuerte imprime un carácter sacrílego a sus pretensiones y no hace más que desacreditar la justicia en que se fundan.

Estaba reservado al siglo XIX el oír a América reclamar sus derechos sin ser delincuente y mostrar que el período de su sufrimiento no podía durar más que el de su debilidad, que ya no existe.

La revolución del 18 de septiembre de 1810 fue el primer esfuerzo que hizo Chile para cumplir esos altos destinos a que lo llamaba el tiempo y la naturaleza; sus habitantes han probado desde entonces la energía y firmeza de su voluntad, arrostrando las vicisitudes de una guerra en que el Gobierno español ha querido hacer ver que su política con respecto a la América sobrevivirá al trastorno de todos los abusos.

Este último desengaño les ha inspirado, naturalmente, la resolución de separarse para siempre de la monarquía española y proclamar su independencia a la faz del mundo, reservando hacer demostrables oportunamente, en toda su extensión, los sólidos fundamentos de esta justa determinación.

Mas, no permitiendo las actuales circunstancias de la guerra la convocación de un Congreso Nacional que sancione el voto público, hemos mandado abrir un Gran Registro en que todos los ciudadanos del Estado sufraguen por sí mismos, libre y espontáneamente, por la necesidad urgente de que el Gobierno declare en el día la independencia, o por la dilación o negativa.

Y habiendo resultado que la universalidad de los ciudadanos está irrevocablemente decidida por la afirmativa de aquella proposición, afianzada en las fuerzas y recursos que tiene para sostenerla con dignidad y energía, hemos tenido a bien, en el ejercicio del poder extraordinario con que para este caso particular nos han autorizado los pueblos, declarar solemnemente, a nombre de ellos, en presencia del Altísimo, y hacer saber a la gran confederación del género humano, que el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes, forman, de hecho y por derecho, un Estado libre, independiente y soberano, y quedan para siempre separados de la Monarquía de España y de otra cualquiera dominación, con plena aptitud de adoptar la forma de Gobierno que más convenga a sus intereses.

Y para que esta declaración tenga toda la fuerza y solidez que debe caracterizar la primera Acta de un pueblo libre, la afianzamos con el honor, la vida, las fortunas y todas la relaciones sociales de los habitantes de este nuevo Estado; comprometemos nuestra palabra, la dignidad de nuestro empleo y el decoro de las armas de la patria; y mandamos que con los libros del Gran Registro se deposite la Acta Original en el Archivo de la Municipalidad de Santiago, y se circule a todos los pueblos, ejércitos y corporaciones, para que inmediatamente se jure y quede sellada para siempre la emancipación de Chile.

Dada en el Palacio Directorial de Concepción a 1º de enero de 1818, firmada de nuestra mano (el 2 de febrero en Talca), signada con el de la Nación y refrendada por nuestros Ministros y Secretarios de Estado en los Departamentos de Gobierno, Hacienda y Guerra. BERNARDO O’HIGGINS, Miguel Zañartu, Hipólito de Villegas, José Ignacio Centeno.»
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Volviendo a la batalla de Maipú (5–abr–1818), que duró dos días y se extendió a Lo Espejo, murieron 1.500 realistas y al menos un millar de patriotas, entre los que cabe destacar al heroico Santiago Bueras Avaria. Este prócer de la rebelión nacionalista contra el yugo extranjero fue de los primeros en enrolarse en el Ejército de Chile que empezó a formarse calladamente a partir de 1810. Siendo ambidextro, manejaba las riendas de su potro bravío con los estribos mientras descabezaba colonialistas con dos sables a la vez.

Nacido en Petorca, por su ancestro campechano, le decían «el guaso Bueras». Peleó en el desastre de Rancagua (1814) donde las fuerzas del Imperio demolieron al novel ejército, cayó preso al ser sorprendido cooperando con la guerrilla patriota en Valparaíso, escapó de la cárcel y participó bravamente en los combates de Quechereguas y Cancha Rayada.

Con su corpada y buen talante, era un líder natural de su regimiento «Cazadores a caballo». En plena faena de guerrear por nuestra libertad, le llegó un cañonazo en el pecho. Fue enterrado con honores en la Catedral de Santiago.

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