Pablo Huneeus
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UN MAR DE BASURA
por Pablo Huneeus

En febrero próximo se cumplen cincuenta años de la navegación a puro remo y vela que Salvador Villanueva Fernández y yo, ambos de diecinueve años, emprendimos en una barca chilota desde una isla del archipiélago de Chiloé –Chidhuapi– hasta la isla Mocha, en pleno océano Pacífico, región del Bío-Bío, a 34 kilómetros del continente.

A fin de escribir juntos el libro definitivo de esa epopeya que marcó nuestras vidas, hemos estado rememorando los sucesos que nos fueron subiendo al gran escenario de mar abierto: los dos junto a don Miguel Mansilla Velásquez, un viejo tripulante de faluchos maulinos que contratamos, corriendo el surazo a unas veinte millas náuticas de la costa, entre los tumbos que nos perseguían y las toninas que nos guiaban.

Es así como reaparecen en la conversación los Ferrocarriles del Estado con sus fogosas locomotoras a vapor movidas por carbón de Lebu, los bailoteos sin alcohol en lindas casas de El Golf, hoy demolidas para dar paso a edificios, los tranvías eléctricos que corrían por la capital y los “hoyos” de Valparaíso, unas bodegas bajo los muelles donde vendían desde arpones de ballenero hasta escafandras de buzo.

En medio de las neuronas olvidadas, resalta la figura de nuestro profesor de historia, el padre Mariano Campos Menchaca SJ, quien nos electrizaba con sus narraciones de chilenos que a vela surcaban los mares del planeta, moviendo la más grande flota mercante que haya tenido el país. A la libre, sin mayor trámite, llevaban trigo y alerce a California y cobre y plata a Oceanía, comerciaban con el peso chileno en el Mar del Sur y volvían con porcelana de China, carneros reproductores de Australia y máquinas trilladoras de Alemania.

Todo, en veloces fragatas de ciprés y luma, con velas de lino y mástiles de roble, enteramente hechas en Chile, aderezadas con jarcias de Manila y herrajes de la fundición Libertad.

De ahí viene, concluimos una tarde, la pasión por el mar que desde chicos nos unió en amistad. Y si rememoramos cómo era la ciudad y el colegio, con mayor razón el prístino mar de entonces.

Hoy, a orillas de cualquier curso de agua, desde el río Loa al estrecho de Magallanes, hay plástico. Bolsas, cordeles, condones y bidones, unos enteros, otros hechos pedazos, cubren la costa, sea de roca o de arena, en una línea continua a nivel de la marea alta. Es justo donde va quedando lo que las aguas, en un desesperado esfuerzo por mantenerse limpias botan a tierra.

Hasta que en la próxima luna llena, la pleamar nuevamente saque todo a flotar en un eterno ir y venir de mugre que aumenta día a día. Se calcula que un 80% viene de tierra y un 20% de pesqueros (redes, espineles y envases descartados) de buques de carga, que no tienen control ambiental alguno, de petroleros que derraman crudo y de cruceros de turismo que de noche lanzan por escotillas de popa restos de comida junto a toneladas de basura plástica que van produciendo los pasajeros.

Curiosamente, a la gente joven, que no ha visto otra cosa, parece no llamarle la atención la contaminación de las playas. Ídem a las aves marinas, pingüinos y peces en general, los que a primera vista no se interesan en los neumáticos, sostenes de nylon, y zapatillas deportivas que pululan en los océanos. Al menos, mientras esas cosas mantengan su humana forma.

Distinto es cuando se desintegra el componente químico derivado del petróleo, Bisphenol-A (BPA) con que se fabrican desde las bandejas de alimentos y botellas plásticas hasta todo cuánto sea perlón, resina epóxica o materia prima de javas, cuerdas y mangueras. Sin ser biodegradable, o sea sin descomponerse jamás, es divisible. Temporales, corrientes, olas y mareas van moliendo las cosas de origen plástico en partículas cada vez más finas. Tanto, que se mezclan con el plankton del cual se alimentan desde la modesta sardina hasta los grandes animales marinos, como la ballena y el pez espada.

Las hoy frecuentes mortandades de pingüinos, ballenatos y pelícanos es atribuible a la ingesta de BPA camuflado en medio de plankton. Si no me crees, ve en Wikipedia fotos del Servicio Oceanográfico de los Estados Unidos de un polluelo de albatros, donde se aprecia que su estómago estaba lleno de pedacitos de plástico. Los ha debido recibir de sus padres, quienes alimentan a los chicos con pescaditos y pequeños crustáceos que atrapan en la superficie, sin advertir que no todo lo que brilla es bueno de comer. Greenpeace estima que anualmente un millón de aves marinas muere por ingesta de plástico molido.


LA ISLA DE LA BASURA

Más aún, en 1979 Charles Moore, un yatista americano que se desvió de las rutas habituales, descubrió al norte de Hawai la isla de la basura (ver en Google: Pacific Ocean garbage island) una zona más grande que el estado de Texas, donde las corrientes marinas, en su giro concéntrico, van juntando toneladas y toneladas de residuos plásticos, venidos de sepa Dios dónde.

Otra hay en el mar de Japón. En los canales del sur de Chile –seno de Reloncaví, golfo del Corcovado- sobre determinados recodos, ahora se arremolina basura descompuesta, -restos de balsas jaulas, espías de nylon, envases de papas fritas- a menudo enredada con la ramazón de los árboles que talan desde la orilla.

Por estar justo bajo la superficie, estas islas de alta mar no son detectables por satélite y el típico buque de acero pasa encima a toda máquina sin notarlas. Aún a simple es fácil obviarlas si uno no quiere verlas. Es sólo buceando, valiéndose de mallas finas o comparando en la mente con las aguas de medio siglo atrás, que se aprecia la alta concentración de partículas de mugre plástica que flota en la mar.

Como sea, han sido cincuenta años, toda una vida, en que juntos o separados, Salvador como ingeniero de pesca y yo como sociólogo de letras no hemos estado nunca a gusto, sino a bordo. Puestos bien rentados, familia, cátedra, nada como ir en la punta del bauprés cuando el viento arrecia. Siempre, sea presentando un proyecto o dando una conferencia, al fondo de la mente el mar ha estado llamando, sea en la forma de la roda cortando las olas o de la noche estrellada, cuando en medio del silencio absoluto, se siente la presencia del hacedor supremo.

Nunca he sentido mayor cosa al interior de una iglesia ni se me ha fijado la vista en auto alguno, por nuevo que sea. En cambio, el infinito del mar eleva el espíritu y cada nave, sea un remolcador en Hamburgo o un bongo atunero en Cavancha, me cautiva. No hay dos en el mundo iguales, cada una tiene su personalidad y su drama, en todas quisiera zarpar.

Rico tu vino y lindos tus caballos, primo, pero así como la cabra tira al monte, éste primate clama por hacerse a la mar, aunque sea desde el escritorio.

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