Pablo Huneeus
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LA VIEILLESSE
por Pablo Huneeus

“La vieillesse” (La vejez) es un libro de la escritora francesa Simone de Beauvoir (1908-88) que ayer, mientras devolvía “La guerra y la paz” a su estante, cayó de lo alto de la biblioteca ¡paf! delante mío. De 606 páginas, publicado por la editorial Gallimard, París, 1970, quedó en el suelo, mirándome.

Soñé con las letras rojas del título en portada, soñé que me envolvían en una suerte de carrusel de enanos que burlonamente danzaban alrededor. Cada una de las doce letras era un nomo grotesco que, tomados de la mano, formaban un círculo cuyo asedio no hacía más que estrecharse.

¿Cuándo me volví viejo? La Constitución Política del Estado no fija la edad en que uno pasa a ser reservista, por no decir desechable, ni establece derechos, salvaguardas mínimas o franquicias para sobrellevar en dignidad esa condición que a todo ciudadano espera.

Niño, según el Código Civil, es quien tenga menos de catorce. Para efectos de la responsabilidad criminal, la ley Nº 20.084 discrimina por edad al asignar el rango de adolescente, con ciertos privilegios, desde los catorce a dieciocho años de edad.

De ahí en adelante, se es “mayor de edad”, susceptible hasta la muerte de cualquier demanda, cobro de tributos o imputación de los nuevos organismos persecutorios del Estado, como el Ministerio Público, el SAG o el SESMA, cuyos celosos burócratas, sin previa orden judicial, horquillan a quien quieran, trajinan maletas, clausuran establos, multan por cocinar con leña y le decomisan a los viejos desde el jamón ahumado hecho en casa (como el que hacía mi bisabuela) hasta sus damajuanas de chicha de manzana (brebaje simple y sano, pero odiado por viñateros y cervecerías).

Basta que una venerable señora venda en su casa pan amasado hecho de su propia mano, para que termine multada, sino presa, por carecer de patente municipal, como la que debe tener este plumario para escribir libros en su domicilio, además de “iniciación” ante Impuestos Internos, inspección sanitaria, etc., etc.

Únicamente para fines previsionales, se fija en 60 años la edad en que la mujer ha de jubilar y 65, el hombre, pero sin jamás delimitar un espacio etario protegido, que garantice derechos de antigüedad.

Por su parte, para los padres de familia –y sólo ellos– el Código Civil de 1855 establece en su artículo 223 que el hijo, aún emancipado, “queda siempre obligado a cuidar de los padres en su ancianidad, en el estado de demencia, y en todas las circunstancias de la vida en que necesitaren sus auxilios.” Son palabras de buena crianza, como muchas de nuestras leyes, pero que al no definir “ancianidad”, dejan a papás y abuelos expuestos al abandono y al despojo por demandas de “alimentos”, que arrasan con sus últimos medios de vida.

Todo, bajo el manto protector de la propaganda de un mundo feliz para la tercera edad, piadosa mentira que esconde la discriminación y abuso de que somos objeto los parias de la modernidad.

A juzgar por el año que aparece anotado bajo mi nombre en página 3 del mentado libro, lo compré en 1992, vale decir a los cincuenta y dos, cuando todavía me sentía novato. Como trata de lo que pasa a quienes no mueren antes de los sesenta, me pareció lejano. Lo tomé como una mera curiosidad bibliográfica –es primera edición- y tras una breve ojeada, quedó arrumbado entre los volúmenes que uno deja para cuando tenga tiempo.

No parece haber sido “bestseller”, a nadie le gusta el tema y su autora es recordada más bien por “El segundo sexo” (1949), libro genial de denuncia sociológica sobre el cual arranca el movimiento feminista de la post guerra.

El golpetazo sobre el piso me trajo a la memoria que fue justo en Semana Santa de 1992, cuando mi tío Ricardo Cox Balmaceda, fallecía sin compañía alguna, tras haber sido esquilmado por un hermano alcohólico y una sobrina impetuosa, casi desconocida para él, pero que al verlo debilitado empezó a merodear cual buitre al acecho.

El tío, en su senectud, la confundía con su extinta hermana Victoria. Pero, –eso tiene la demencia senil– a ratos volvía a la lucidez, reconocía a las personas, y reclamaba furioso contra “esa mujer que se me aparece”, sin que ninguno de sus amigos habituales atináramos a exigirle a la aparecida que le devolviera al tío, al menos, su sedan Chevrolet, en el cual la había visto meses antes, rauda por la autopista al sur con su marido.

Luego vino el agotamiento de mi mamá, acompasado con la cada día más desembozada codicia de sus hijas quienes, so pretexto de cuidarla, le sustrajeron desde naranjas que yo le llevaba para su desayuno hasta viajes a Europa pagados con plata “que me regaló la mami”.

Al final, la tenían en un confinamiento lúgubre –la casa a media luz, la pieza más asoleada y cercana a la chimenea convertida en bodega, tunda de somníferos– siendo el único calor humano de su último invierno, el brindado por la enfermera y el policial negro que dormía bajo el parrón, y ella acomodaba bajo su cama cuando llovía.

Y seguidamente, como efecto de su muerte en octubre 2002, vino la trifulca por la partición de sus bienes. No bien esparcimos sus cenizas en Leyda y se armó un guirigay de mechoneos y picotones que enemistó para siempre a sus hijos y me dejó a mí, el sexto que dio a luz, sobre el escenario donde uno ha de representar el final de la comedia.

En palabras de Macbeth:
Life’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more: it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing.

El epílogo del sainete llamado “vida humana” y que no es más que “un cuento dicho por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada” acontece de afuera. Aunque uno se sienta bien en su piel, sereno y tranquilo, son los otros –la sociedad, el culto de lo nuevo– que empiezan a mirarnos cual árbol para hacer leña.

Es cuando le dan a uno el asiento en el Metro, llama una colegiala para saber si Vd. sigue vivo (por lo que, en lugar de consultar la ficha en la Biblioteca Nacional, debió entrevistarme) y las hienas, con sus abogados, se abalanzan sobre el animal en pie.

Es también cuando se aprecia la inmoralidad, mantenida por la Concertación, de quitarles a los jubilados el 10% de sus pensiones y encima descontarles el 7% para prestaciones a las cuales no tienen derecho. ¿Y los billones de dólares que la mafia de Wall Street sustrajo de los fondos de pensión y ni Obama ni nadie pretende devolver?

Ídem con las contribuciones sobre la casa con jardín, que gobierno central y municipio local mantienen abultadas más allá de lo posible (por la misma superficie cobran más en Chile que en Suiza) a fin de darle cabida a los edificios. Son los viejos quienes sustentan el negocio inmobiliario con su casa querida y su barrio de siempre, ahora cercado de torres que parecen más nichos en altura, que parajes donde vivir en paz “los años dorados”.

Encima, tan callando, empieza el desapego con la gente menor que, al tener distintos valores y mediocre educación, uno la siente como venida de otro planeta, mientras la patria de uno va siendo demolida, sin que a nadie le importe.

Entonces, en busca del país decente que fue, uno compra en un baratillo otro libro olvidado: “Relatos populares” de Baldomero Lillo, (Editorial Nascimento, Santiago, 1942.). Trae un prólogo de José Santos González Vera (1897-1970), lo mejor de nuestra literatura, quien nos remece con esta frase, supuestamente referida al autor de “Sub-Terra”:

“Y murió en 1923, como todos los escritores chilenos: en medio de la más sombría pobreza. Y si dejó a sus hijos alguna herencia, ella no puede consistir sino en su puro nombre.”

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