Pablo Huneeus
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LA MAESTRA DEL PARVULARIO
por Pablo Huneeus

Leyendo anoche a Franz Kafka (1883–1924), iniciador del realismo mágico, me estrellé contra la siguiente frase: “Mi educación me ha hecho mucho daño. Este reproche va dirigido a una multitud de personas, que las veo paradas juntas, como en las viejas fotografías de familia... Entre ellas están mis padres, varios parientes, diversos profesores, una cocinera...”

Cuento esto, porque acá en la isla hay una escuelita. Y cuando veo los niños pasar por la playa con sus mochilas a la espalda, pienso que habría sido tanto mejor padecer la educación junto al mar que en medio de la contaminación urbana (estuve en el San Ignacio de calle Alonso Ovalle, Santiago Centro). Pero no me dejaron elegir colegio, como tampoco me dejaron elegir mis ramos, mis profesores, mi religión, mis lecturas ni mis compañeros de curso.

Me hicieron aprender álgebra arábiga, geometría euclidiana y dinastías egipcias. Debí memorizar la tabla periódica de los elementos, recitar el subjuntivo imperfecto del verbo francés « être» y rezar la misa en latín, además de derivar integrales y de tragar ladrillos como el “Mío Cid Campeador” que entonces lo encontraba aburrido y ahora me parece latero.

Luego, en nombre de la ciencia, de la carrera y del espíritu me inculcaron paradigmas heurísticos de Merton, teorías hipotéticas de Samuelson y lucubraciones circunstanciales de Weber. De la Universidad de Chile seguí a la de París, siempre en busca de algo que creía estar allá arriba, en la cúspide de la intelectualidad.

Si tiempo atrás me hubieran preguntado quiénes fueron mis mejores maestros, le habría nombrado sin pestañear a eminencias como don Mario Góngora en historia, o al propio Alain Touraine en sociología. Pero ahora, en la isla a la cual he llegado luego de correr tanto mundo, me doy cuenta de que Robert Fulghum (“All I really need to know I learned in kindergarten”) tiene razón: las enseñanzas verdaderamente importantes las recibe uno al comienzo, en mi caso de la tía Lucy, mi primera profesora del jardín infantil que había a tres cuadras de la casa, en avenida Pedro de Valdivia.

En efecto, casi nada de lo aprendido en el colegio me sirvió alguna vez, muy poco de lo estudiado en la universidad tiene hoy en día aplicación. Si algo sé es porque lo he visto con mis propios ojos, lo he sufrido en mi propia carne o lo he estudiado por mi cuenta, como el caso del francés que pasado los veinte lo asimilé a orillas del Sena, sin jamás fijarme si toca conjugar el subjuntivo o el indicativo del verbo. Y esto de escribir libros, que surgió a los treinta como un estornudo del alma, sin que nadie me lo impusiera ni me enseñara cómo se hace.

En cambio a la parvularia maestra en inaugurar el conocimiento, la inolvidable tía Lucy, le debo casi todo lo que necesitaba saber en la vida, pues ella me enseñó:

A distinguir la derecha de la izquierda.
A lavarme las manos antes de comer.
A no levantarle las polleras a las niñitas.
A contar hasta diez.
A conocer las letras.
A usar el lápiz.
A compartir.
A trabajar y jugar todos los días.
A comer manzana de postre. An apple a day keeps the doctor away, decía.
A dormir siesta un ratito.
A dejar las cosas en su lugar.
Y a dar las gracias.

Mi educación la completó mi abuela Nany un día que fuimos a almorzar a su casona de calle Vergara. Al verme ella empinado frente al lavatorio, advirtió que sólo me lavaba las palmas de las manos. Me mostró entonces cómo refregarme con agua y jabón el dorso también.

De ahí en adelante, se comprende, no quedaba nada importante de saber, pero fueron años de años perdidos en clase. Fue en el campo, no en las aulas, que aprendí a andar a caballo y en el mar, a remar. O sea, el fundamento de nuestra vida en sociedad está en lo que recibimos al comienzo.

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