Pablo Huneeus
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CHILE EN LA ERA DEL ABSOLUTISMO
por Pablo Huneeus

No es por nada que al momento de la transmisión del mando el país se puso a corcovear cual potro picado de tábano. Desde que Chile alcanzara su independencia, ningún director supremo, presidente de la república o tirano ocasional había concentrado en sus manos tanto poder como el telúricamente entronizado Sebastián Piñera Echenique (60).

Sin ser alto ni muy apuesto, goza de un vigor físico inédito en las altas magistraturas del Estado. Gracias a tal ímpetu, durante el verano entretuvo a la galería con demostraciones de galope a caballo, sombreros alones, piloteo de helicópteros, chutes al arco, shorts de moda, trotes por las calles, levantamiento en vilo de nietos, practica del tenis, ascensos a la blanca montaña y buceo en el mar que tranquilo te baña.

Dotado del don de la ubicuidad, –virtud divina de estar en todas partes a la vez– no bien uno lo dejaba a última hora discurseando en Temuco y en el matinal del otro día aparecía en Antofagasta. Luego, para donde uno mirara ahí estaba, agigantado y sonriente, para que lo adorásemos.

Desde que el cacique Caupolicán fuera elegido toqui supremo tras marchar tres días seguidos con un tronco al hombro, que la historia no registraba tanto brío y músculo a la cabeza de la nación.

“Tatán” para sus amigos, este economista a la americana y banquero a la chilena ha demostrado tanto dinamismo para los deportes como astucia para los negocios, llegando así a reunir en su persona el mayor saldo disponible que chileno alguno haya detentado. ¿Quién podría gastarse cinco mil millones de pesos –50 casas de cien millones– en una campaña electoral? ¿Hay veto senatorial o fallo judicial que no pueda comprar?

Ni Pinochet en sus días de mayor furia tuvo a su haber canales de televisión, líneas aéreas intercontinentales, administradoras de tarjetas de crédito, elegantes clínicas en el barrio alto, populares clubes de fútbol, latifundios hasta con pueblos enteros en su interior, intereses en cadenas de farmacias e inversiones en una cincuentena de empresas más.

Mal que mal, el pobre Augusto (Daniel López para sus amigos) llegó al poder con lo puesto. Si bien apozó para su vejez doce millones de dólares en el Riggs Bank de Washington, es la nada misma al lado de los US $ 875 millones que a finales de febrero recaudó el piloto-buceador al vender una fracción de sus acciones de la Línea Aérea Nacional, LAN.

¿Alguien ha llegado a La Moneda con tanta plata en el bolsillo? Al poder del dinero, suma la virtual propiedad de su partido político, el vacío moral de la concertación, la fragilidad e inoperancia del parlamento, el sometimiento del Poder Judicial y el dominio de la fuerza en su calidad de generalísimo de los institutos armados.

Encima, Chile en las últimas décadas ha vivido un proceso de centralización sólo comparable al iniciado por Enrique IV de Francia. A fin de acabar con los feudos regionales, que podían opacar el esplendor de la realeza, se lleva a vivir a la capital a cuánto noble, artista y empresario tuviese alguna resonancia. París bien vale una misa, vengan señores mosqueteros y espadachines, tengo subsidios, cortesanas y aventuras para todos, era la orden del día.

Dicho proceso alcanza su culminación lógica en el más brillante y despótico de los monarcas galos: Louis XIV, (1638–1715), “Le Roi Soleil”. Como le tocó la corona a los cuatro años de edad, actuó de regente el cardenal Mazarin, un creyente en el origen divino de la autoridad quien al morir le aconseja al joven rey jamás nombrar un primer ministro ni a nadie que pueda hacerle el peso.

“L'État, c'est moi" llega a exclamar el monarca absoluto. El Estado soy yo, y sepan señores duques y condestables que ante el brillo del sol ha de haber sumisión total. Es el poder absoluto que lo decide todo, por lo que nadie atina a nada que no sea hacer venias en la corte e informes a su majestad.

Es la parálisis del viejo régimen: los medios de propaganda, la pintura, los panfletos, la prensa de la época, y hasta el teatro existe sólo para ensalzar a un individuo. El resto del país, la gente misma, cuenta sólo en la medida en que sirve a la corte. Los demás, sobran.

Y si alguien quiere algo, debe integrarse a los amanuenses de palacio. El control severo de la administración, más el del dinero hace que la figura clave de sus setenta años de reinado sea su ministro de hacienda Colbert, un economista mercantilista diríamos hoy.

A fin de incrementar la recaudación a beneficio del rey, otorga concesiones monopólicas a las grandes textiles, fábricas de porcelanas y fundiciones que si bien concentran la economía en una nueva clase fabril, merma al artesanado, al agricultor independiente y a la pequeña empresa, o sea a la clase media, base de la estabilidad.

De ahí, al “Après moi, le déluge” (después de mí, el diluvio) que ve venir su sucesor, era sólo cuestión de tiempo.

Por fortuna, en Chile no hay diluvios, como el de Francia en 1789, pero hay terremotos, salvo que Su Sacra Católica y Cesárea majestad (fórmula colonial de dirigirse al emperador) ordene que no los hubo ni volverá haber.

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