Pablo Huneeus
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MANIFIESTO DE LA INDEPENDENCIA DE CHILE
por Bernardo O’Higgins Riquelme (1778—1842)

(Fuente: Libro de Luis Valencia Avaria, miembro de la Academia Chilena de la Historia, «Anales de la República», Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1986, 841 páginas. Transcripción de Verónica Crovari Needham, Bibliotecaria, Universidad de Chile. Las palabras resaltadas con mayúsculas son del original.)

MANIFIESTO QUE HACE A LAS NACIONES EL DIRECTOR SUPREMO DE CHILE y los motivos que justifican su revolución y la declaración de la Independencia.

Cuando la justicia de la causa de América no es ya un objeto consignado exclusivamente a la pluma de ciertos filósofos que se anticiparon a proclamarla, como el espíritu inquisitorial a condenar sus escritos; cuando todas las naciones cultas se ocupan hoy de esa gran cuestión, examinándola más bien por el éxito que promete que por los principios del derecho a nuestra emancipación en que se hallan contestes; cuando ellos son idénticos a los que la misma España ha promulgado en apoyo a su soberanía y de esa resistencia heroica al poder de la Francia; en fin, cuando la posteridad no necesita que se le transmita por la prensa la historia de nuestros acontecimientos, que de padres a hijos ha de propagarse más sólidamente por la tradición valiente e inextinguible de la LIBERTAD, parecía inútil manifestar los motivos que ha tenido Chile para declarar su INDEPENDENCIA, si una práctica constante y debida a la dignidad de las potencias, en cuyo rango vamos a entrar, no nos obligase a este paso, por otra parte propio de nuestro honor y de su respeto.

En efecto, por felicidad del género humano ha pasado ya aquella época tenebrosa en que mientras los sabios de Europa lamentaban la situación de las colonias, era en nosotros un crimen hasta el alivio de quejarse, y aún la memoria de la conquista, si no fuese para elogiar el sangriento brazo de los usurpadores.

Huyeron ya para no volver jamás esos tiempos caballerescos en que, autorizado el absurdo de los duelos, tuvo su cuna el titulado “derecho de la fuerza”, tan implicado en sus propios términos como son contradictorios la “violencia y el consentimiento”, sin el cual ningún hombre puede ejercer dominio en su semejante. Este abuso minaba los cimientos de la autoridad erigida sobre él, porque, o quedaba en los súbditos la acción de recobrar su libertad haciéndose más poderosos, o no eran legítimos los medios que le despojaron de ella.

Este es el caso de América. España, invadiendo nuestras costas al pretexto simoníaco de una religión profanada por los pseudo-apóstoles que para predicarla buscaban las vetas de los cerros como el cirujano la vena para sangrar, no ha procurado legitimar después este título horrible, a lo menos por medio de esa ratificación de los pueblos con que algunos políticos han pretendido valorizar el célebre diploma de la “conquista”.

Lejos de eso, América, sin la menor participación en esas Cortes formadas y venidas al capricho de los reyes, ligada a la superstición de un juramento prestado sin poderes por un regidor que había comprado en hasta pública el ejercicio de esta farsa fanática, inhibida de entrar en discusiones sobre la causa de la obediencia, sentenciada en fin sin ser oída a sufrir en silencio la esclavitud, hubiera perdido con el uso de la lengua la memoria de sus males si fuese tan fácil olvidarlos como enmudecer. Pero ellos se repetían por un sistema sostenido en la política de sus verdugos, que tanto más se saboreaban en el portento de nuestra tolerancia, cuanto los oídos debían ensordecer al ruido de las cadenas.

Ese miserable resto de indígenas, que ha podido sobrevivir a tantos millones de víctimas y que agitado en diversas tribus errantes, como los montones de arena en el desierto, conserva en sus elegías los fastos de su triste persecución, ¿no está acreditando su repugnancia al yugo de los agresores en esa guerra discontinua que mantiene siempre en movimiento las fronteras de nuestras poblaciones? ¿Qué argumento, pues, podrá deducir en su favor España, odiada por los naturales y repulsada por los hijos de los conquistadores en el momento que pudieron abrir los labios sin temor de que se les cerrasen con una tenaza incendiada?

Nosotros reclamamos el derecho con que el siervo se aparta del amo que le maltrata; el derecho del que, emancipado por la edad, se encuentra en aptitud para manejarse por sus propias facultades y es dueño de sus acciones; el derecho del que sale de pupilaje (y tenemos la generosidad de no exigir cuentas al tutor); el derecho del dependiente que habiendo enriquecido más que su habilitador y recompensado con exceso su protección, se halla en circunstancias de franqueársela. Todos estos ejemplos aun tienen menos fuerza que la de nuestro derecho.

Recibido de la Providencia el del nacimiento, podemos llamar NUESTRA PATRIA a este suelo en que vimos la primera luz y hemos alcanzado la de la civilización del siglo. Todo el empeño de la tiranía jamás ha podido combatir este derecho de naturaleza. En fuerza de él componemos una asociación tan libre como la de los antiguos conquistados. Pero España, no menos cruel con nosotros que con ellos, siempre consecuente con sus planes de muerte y desolación, ha consumado en nosotros, por medio de su legislatura, todos los horrores que apuró la espada en la conquista.

Nosotros no queremos hablar de ese Código de Indias dictado para educar los neófitos de la esclavitud bajo el feudalismo eclesiástico de los doctrineros y el señorío inhumano de las encomiendas. Ya no existe, ya no tiene vida alguna civil esa porción abyecta sobre quien se recopilaron los crueles decretos de las Isabelas, los Fernandos, los Felipes y los Carlos.

Pueblos más ilustrados se sustituyeron a esa devastación, para que gravitasen en ellos con más sensibilidad los tres siglos de infamia que nos han precedido.

Las provincias hermanas, que antes que nosotros se han constituido en Estados independientes, también han expuesto al juicio de las naciones el cuadro extenso de esas desgracias, que ellas mismas habían mirado con tanto asombro como nuestro sufrimiento, y nos han excusado el trabajo de trazarle, cuando ha sido universal este sistema de opresión, de concusiones, de depredaciones, de todos los males de una servidumbre estudiada y sostenida por los inventos del fiero despotismo.

Si la institución de los gobiernos no conoce otro origen que el de procurarse los hombres un apoyo a su seguridad y a la prosperidad de la asociación, ¿cómo ha podido suponerse que los pueblos de América confiriesen sus poderes para ser más infelices y humillados?

¿Quién podrá creer que los americanos, poseedores de la tierra más fértil y preciosa del universo, quisiesen habitarla para regar sólo con sus lágrimas el sacrílego entredicho impuesto a la naturaleza para que no produjese? Que los olivos y las viñas, mandadas arrancar de Chile *1, debían obligarnos a recibir el aceite y los caldos de la Península? ¿Qué en las columnas de Hércules debíamos ir a registrar la tarifa escrita a nuestro comercio puramente pasivo? ¿Qué en este mercado exclusivo, debíamos recibir la misma ley que los gobernadores de Juan Fernández imponían por medio del situado a las necesidades del presidiario?

¿Qué al paso que nuestras costas quedasen abandonadas a la tentativa de cualquier invasor se absorbiese España cincuenta millones del derecho de almojarifazgo, al pretexto de guarnecerlas con buques, que sólo aparecieron en ellas cuando han venido a hacernos la guerra? ¿Qué prohibidas al tráfico de las demás potencias, se nos estrechase a comprar por diez lo que ellas nos vendiesen por uno, y excomulgados al trato de los extranjeros se mandasen expulsar todos ellos de Chile con los libros de su lengua? *2.

¿Qué monopolizadas las ideas como los intereses, se proscribiese la libertad de imprenta y de pensamiento, hasta privar en nuestra Universidad la defensa del pretendido imperio del Monarca de las Indias, porque no llegase el caso de entrar en discusión sobre esos títulos de un dominio tan nulo como vergonzoso?

En fin, ¿qué erizados nuestros archivos de resoluciones terminantes a la etiqueta y ceremonias, al éxito de “los recursos de mil quinientas”, comprados con el sudor o la desesperación del querelloso, a los premios de “gracias al sacar” que a tres mil leguas de distancia se distribuían en el mejor postor, fuésemos espectadores indiferentes de nuestro propio destino y debiésemos aceptar en silencio el que nos donasen nuestros amos?

Ni, ¿cómo podrían éstos conservar su carácter en el día de la luz, cuando salidos ya de esa infancia terrible, padecemos el rubor de tantos años de paciencia y somos más admirados por esa fatal habitud del respeto, que lo fue la conquista de América por su importancia a las tres partes del mundo conocido? ¿Aún no será tiempo de cancelar la hipoteca otorgada a las alhajas entregadas por doña Isabel para la expedición de Colón? ¿Aún seremos deudores, después de los millones que se han exportado a Madrid? No; la revolución de España y la indocilidad de nuestros verdugos han puesto en nuestras manos la palanca para separar el peso insoportable.

No podemos despreciar el momento sin ser responsables a la posteridad. Que conozcamos sus derechos por las lecciones que nos ha dado la misma España y no los dejemos afianzados en la sólida INDEPENDENCIA, sería un crimen digno de la execración de nuestros hijos y del oprobio de la edad presente. La hemos declarado; y los suspiros que nos arranca la hostilidad de nuestros injustos rivales serán endulzados con la satisfacción de garantir para la descendencia de los conquistadores la LIBERTAD de que los españoles despojaron a sus abuelos.

Queremos...
Podemos...
Luego, debemos ser libres.

He aquí una consecuencia emanada naturalmente de esas premisas, tan evidentes “en el hecho como en el derecho”.

Ya no preguntemos a España cuál es el que puede alegar sobre nosotros. Echemos la vista a los que ha promulgado a favor de su soberanía después de la prisión de Fernando, observemos su conducta, comparémosla con la nuestra, no olvidemos su localidad y su situación: el resultado será la justicia de nuestra causa.

La coronación de Fernando VII se nos anunció casi a un tiempo con su prisión y con la historia misteriosa de las escenas del Escorial, Aranjuez y Bayona. A un tiempo mismo la Junta de Sevilla nos convidaba al envío de Diputados que entrasen al «Gobierno Central» (como que no merecía ese nombre, si América no compusiese un rayo de aquel centro); se la declara por primera vez “parte integrante, igual en derechos al resto de la Monarquía y que no es ya una colonia o factoría como las demás naciones;” se le comunica la instalación de la Juntas provinciales, su instituto, su forma y las atribuciones con que debían conservarse; se promulgan esos altos derechos del hombre, los principios sagrados del pacto social, las prerrogativas de los pueblos y la retroversión a éstos del ejercicio de la soberanía que antes se desempeñaba por el Rey como un apoderado suyo, imposibilitado ya de administrarla en el cautiverio; se nos promete, en fin, la gloriosa perspectiva de una Constitución que, refrenando la arbitrariedad del gobierno, sea el antemural de la libertad del ciudadano llamado a darse a sí mismo la ley por medio de sus representantes en un Congreso Nacional *3.

Este golpe de luz era demasiado fuerte para no penetrar el ánimo más oscurecido y crear espíritus pensadores. Empezamos a reflexionar. La idea de la soberanía excitaba ese instinto de INDEPENDENCIA que nace con el hombre. El se entrelaza con la suerte de la Península, formando en el corazón un contraste de esos deseos habituales por la prosperidad de la metrópoli y el de quedar en aptitud de hacer nuestro destino si aquella sucumbiese a las armas victoriosas de Francia.

La tenebrosa y amenazadora vigilancia de nuestros mandones inclinaba la balanza a esta parte, y nos obligaba a recelar que las generosas confesiones de los liberales de ultramar fuesen un mero artificio para mantener América uncida a su carro en todos los lances de la fortuna. Igualmente se calificaban de traición la menor crítica sobre los sucesos de España o el repetir las proclamaciones halagüeñas de su Gobierno, que en nuestros labios tenían el sonido de alevosía.

Así veíamos espiarse nuestras reuniones y ponerse a cada hombre de talento un centinela de vista. Este era un plan combinado en el retrete de la tiranía subalterna. En Venezuela son arrancadas por Emparán *4 del seno de sus familias los ciudadanos Ortega, Rodríguez y Sanz, como por Carrasco en Chile, Rojas, Ovalle y Vera. Aquél hace recibir por la fuerza a su asesor; y aquí Carrasco da posesión al suyo en la primera silla del Cabildo cercado por las bayonetas. Ya entonces el temor hacía callar a la esperanza y la seguridad individual ocupaba todos los sentimientos del pueblo. El comienza a dudar de la fidelidad del gobernante, cuando por una parte observa su conducta en contradicción con las promesas del Gobierno español, y éste le previene por otra que el mayor número de sus Ministros, de sus Consejeros, de sus Generales, de sus Grandes, de sus Obispos, habían adherido al partido francés *5.

Mirábamos la remoción de los mandatarios peninsulares, la amovilidad de los que se suplantaban y la medida adoptada por aquellos pueblos de consultar su consideración erigiendo las Juntas. Llega la noticia de la que se había establecido en Buenos Aires; Chile se conmueve; Carrasco piensa aquietarle fingiendo que vuelven los desterrados; descúbrese el engaño; él es depuesto; los españoles avecindados en Santiago cooperan con más empeño a esta separación; el mando se deposita en el Brigadier Conde de la Conquista, con el mayor grado, siguiendo aún la escala de sucesión.

Los Oidores tiemblan en el presentimiento de esta novedad, que les parecía una intimidación de haber caducado su rango cuando la conciencia les acusaba de haber concurrido con su “voto consultivo” a las felonías de Carrasco; creyeron que era ésta la oportunidad de “promover la discordia” conforme a la “orden reservada” de 15 de abril de 1810; se incendia entre americanos y españoles; se propone una conferencia de los hombres más respetables de ambas facciones; el resultado de ella fue la convocación del pueblo para el 18 de septiembre. En este día memorable, la unanimidad de sufragios instaló la Junta Suprema Gubernativa que rigiere al país “en nombre de Fernando VII”, con sujeción a la de la Regencia que en España se había levantado sobre las ruinas de la Central. La sensibilidad a las desgracias de un Rey infortunado, la habitud al respeto y el espíritu de imitación fueron más poderosos que los derechos que habíamos reasumido, y no dejaron de escucharse las voces de la INDEPENDENCIA a que llamaba el orden de los acontecimientos, la época de la ilustración y el interés de nuestro destino.

Nuestro nuevo Gobierno fue aprobado por la Regencia. Pero esta resolución pública era la red que se tendía al candor y generosidad de los chilenos, para que fuesen presa inerme de la sangrienta invasión del Virrey del Perú. Nosotros debíamos ya temerla cuando veíamos conducirse la tea incendiaria contra nuestros hermanos de Buenos Aires, declararse a Caracas en riguroso bloqueo y encargar al tirano Meléndez la hostilizase por todos los arbitrios del furor *6. Así fue que en medio de nuestras mejores relaciones con Lima, en la estación en que se exportaban nuestros frutos al Callao, cuando acaba de recibirse la contestación *7 de 120.000 pesos remitidos a España por este Consulado y 200.000 de las Cajas Generales (en que se comprendía una contribución voluntaria para auxiliar los empeños de la Península), como si aguardasen estos socorros para realizar el noble propósito de exterminarnos, Pareja desembarca en San Vicente con el ejército devastador «en nombre de Fernando VII».

Entonces, recordábamos que la Regencia nos había dicho *8 que “a este nombre quedaría para siempre unida la época de la regeneración y felicidad de la Monarquía en uno y otro mundo; que nuestros destinos no dependían ya de los virreyes y gobernadores, que estaban en nuestras manos”; y nos preguntábamos por esa “igualdad de derechos” con que nos había lisonjeado, para que al usarlos nos juzgase reos de una innovación de “lesa majestad”. Echábamos la vista al principio que ella había tenido en España y discurríamos: “Los pueblos de la Península no han fundado su revolución en otro título que en la necesidad de las circunstancias. ¿Por qué los de América no han de poder ser jueces, como aquellos, para decidir si están o no en esa necesidad?

Desde que la Regencia y las Cortes han proclamado por única base de su autoridad la soberanía del pueblo, ellas han perdido todo pretexto para mandar a ningún pueblo que quiera ejercer la suya. Si aquélla emana del pueblo español y éste no tiene poder alguno sobre los de América, que como él son parte integrante y la principal de la nación, ¿por qué no podemos nosotros representar al Rey y obrar en su nombre, como lo hacen esos mismos que nos declaran rebeldes? ¿Han recibido ellos alguna comisión especial del cautivo que no llegase hasta nosotros? Si no es la de Bayona, para admitir la nueva dinastía de Napoleón, que resisten con tanta heroicidad, en nosotros no puede ser un crimen lo que en ellos es una virtud y un derecho. Si España no obedece al francés, aunque intente mandarla en nombre de Fernando, presentándole su renuncia, con más razón repulsaremos nosotros a los que nos traen la guerra bajo de ese mismo nombre, porque lo hemos conservado a la frente de nuestro Gobierno y prodigado un reconocimiento desmerecido a los que traicionan sus propios principios”.

Entonces acabamos de desengañarnos del verdadero objeto de esas teorías tan brillantes como seductoras, y que a vueltas del talismán horrible, al pretexto de restituirle al trono usurpado a su padre, se escondía el designio fraudulento de sellar en nosotros y nuestra posteridad una servidumbre más funesta que la antigua; que éste era el urgente motivo de mandarse cerrar las escuelas y que no se hiciese más que remitir a España hombres, dinero, víveres y ciega obediencia *9.

Entonces fijamos los ojos en el mapa, los convertimos a la posición natural y política de España, y nos asombrábamos de no haber corrido en tanto tiempo el telón a esta comedia, en que los actores, desde el pequeño teatro de un ángulo peninsular de Europa, mantuviesen en silenciosa admiración a todo un mundo, sin fastidiarle con la unidad de una acción sostenida por tramoyas de pura cábala a que no se divisaba otro desenlace que la descarga de mil rayos sobre los espectadores.

Entrábamos en nosotros mismos y nos decíamos: “Veintidós mil leguas cuadradas y un millón de habitantes animados de la índole y sobriedad de los araucanos, ¿conservarse dependientes de un punto del Viejo Hemisferio, que mendiga sus recursos de nosotros, que perece sin ellos, que vive por ellos, y que trata de acabarnos con ellos?

¿De cuándo acá se ha cambiado el destino a las relaciones sociales, que el tullido sirva a sus muletas, que la boca del infante convierta la leche en sangre para arrojarla al rostro de su nodriza, que el menesteroso se levante y quiera imperar en su benefactor? ¿De dónde ha salido esta legislatura por la cual ni la edad provecta, ni el juicio maduro, ni la opulencia, ni la aptitud administratoria, ni la superioridad de fuerzas, ni acontecimiento alguno de los que favorecen la libertad individual ha de ganar la suya a un pueblo entero? ¿Quién ha dictado ese código que autoriza al falso y al ingrato para que sobre la impunidad de sus crímenes se hagan adorar del ofendido?

Y, ¿quién nos ha vendado las potencias para no distinguir las felonías de España en el favor impudente de sus halagos? Llamados a las Cortes con representación igual, vemos un Diputado por cada treinta mil peninsulares, y para nombrarle nosotros apenas basta un millón. Allá el sufragio es popular; aquí se consigna el voto de un Presidente bajo la firma de los ayuntamientos. Allá no varía la forma de las elecciones; aquí vienen diversas normas en cada correo, para que jamás llegase el día de ser representados por otros poderes que los de esos suplentes introducidos con la misma legitimidad que los del Congreso de Bayona, los unos desconocidos a los mismos pueblos que figuraban, los otros repugnados expresamente por éstos, ninguno con credenciales suyas, y todos suplantados por la preponderancia peninsular *10.

Allá se comercia libremente con todas las naciones; aquí se vedan nuestros puertos aún a los buques de Inglaterra, a cuya alianza debe España todo su poder, y no se tiene rubor de declarar apócrifo y nulo un decreto de 17 de marzo de 1809 que se supone concesivo del comercio libre *11.

Allá circulan todos los periódicos extranjeros, las producciones de literatos, las ideas liberales de los estadistas y de los filósofos, antes sofocadas por el terror despótico y hoy rindiendo homenaje a la naturaleza y a los elementos de la asociación; aquí se proscriben aún los escritos nacionales, la libertad de imprenta y todo papel relativo a la revolución española, que no sea de los ministeriales de la Regencia, encargando a la Inquisición una vigilancia la más escrupulosa y responsable *12; porque para ilustrar a Chile basta que se le remitan veinte misiones que llenen el número de los de Chillán, “para que no se pierda la religión santa por falta de misioneros”.

Este es en 1810 el lenguaje de la Regencia, que manda abonar a estas Cajas el pasaje de estos fanáticos con tanto honor de nuestros eclesiásticos y de la piedad y luces del país *13. Este es el gran sistema de igualdad y elevación que se nos ofrece; éste el idioma de la lisonja que se ha substituido a las brujerías con que se robaban los tesoros a los sencillos indios, y con el cual hoy se intenta despojarnos hasta del sentimiento y del instinto, acompañando a las palabras las bayonetas para ser exterminados por éstas si consentíamos en la fe de aquellas. ¡Qué decencia, qué circunspección la de estos pretendidos soberanos!”.

Cuando así discurríamos, y a la luz del fuego de la guerra que ellos encendían, nos hicieron avergonzar de nuestra imprevisión y generosidad, un clamor universal por la INDEPENDENCIA fue el resultado de este remordimiento, arrancado por la justicia y por la presencia e nuestros males. El menor de los motivos que meditábamos era suficiente para declararla. Sin embargo, contentos con la esperanza de un triunfo que desengañando a nuestros agresores los redujese por el convencimiento, reservamos ese paso majestuoso a que nos impelían la naturaleza, el tiempo y los sucesos.

Peleamos y vencimos. Nuestras armas, cubiertas de gloria en las jornadas de Yerbas Buenas, San Carlos, El Roble, Concepción, Talcahuano, Cucha, Membrillar y Quechereguas, señalaban ya el momento en que aniquilada la fuerza del nuevo general Gainza, estrechado al recinto de Talca, impusiéramos la ley al que venía a conducirnos la de la Constitución española, ese artefacto que bajo las apariencias de libertad sólo traía las condiciones de la esclavitud para América, que tampoco había concurrido a su formación ni podía ser representada por 31 “suplentes” que suscribían al lado de 133 “Diputados españoles”.

Desearíamos pasar en eterno olvido esta época fatal en que se disputan el lugar todas las intrigas de la perfidia española y la magnanimidad y franqueza del carácter chileno.

¿Quién creyera que en una crisis tan favorable a nuestros empeños como funesta al titulado «ejército nacional» habían de celebrarse las capitulaciones del 3 de mayo de 1814?

Es necesario se nos excuse la vergüenza de analizarlas. Basta recordar que, ratificadas por nuestro Gobierno, garantidas por la mediación del Comodoro Hillyar *14 con poderes del Virrey del Perú, aceptadas por el jefe de las tropas de Lima, retiradas las nuestras, restituidos al enemigo los prisioneros y obligado el pueblo a reconocer la paz solemnemente publicada, fue preciso auxiliar a los invasores imposibilitados de moverse, y disimular que su misma nulidad valiese por pretexto para demorarse negociando traiciones en Talca, que a las 30 horas debía evacuarse.

Apenas salieron de esta ciudad y repasaron el Maule, cuando Gainza toca todos los resortes para rehacerse; convoca, recluta, disciplina un segundo ejército, que esparce por toda la provincia de Concepción, emplea en el enganche los caudales que por su mano debían destinarse a reparar las quiebras de aquel vecindario, se echa sobre los de su tesoro, nombra jueces y, en fin, se erige en un señor propietario del terreno que había pactado desocupar a los dos meses; hasta que llega Osorio a renovar las hostilidades a “sangre y fuego” si no cedemos a discreción *15 entregando el pecho a las proclamas y perdones de su visir *16.

Ya era tarde para darse a las caricias del león que escondía las uñas entre los dobleces del estandarte de la guerra. Ya sabíamos los efectos de esos indultos en México, Venezuela, Quito, Huanuco y Alto Perú... La intimación vuelve a alarmarnos. Pero, ¿en qué circunstancias? Cuando con la noticia de la restitución de Fernando al trono acababa de llegar a nuestras manos su decreto anulatorio de la Regencia, las Cortes, sus providencias y su Constitución, manteniendo las autoridades constituidas en ambos hemisferios.

No quisimos reconvenir a estos satélites de la tiranía con qué derecho habían derramado la devastación en el país, sino, ¿cuál era el que apoyaba su presente agresión, que otra vez convertía su «ejército real» en ejército nacional? Si ellos tenían frente serena para ser el juguete de un Gobierno versátil, ¿los pueblos debían también rendirse a la cuchilla y capricho implicado de sus asesinos? Ya no podía alegársenos la Constitución, cuya bondad tampoco les daba acción sobre América, así como la que hubiese dictado José Napoleón no se la daría sobre la Península, por benéfica y admirable que fuese. ¿Fernando reasumiendo el cetro para despedazar esa célebre ley? Pero, ¿cuál era el nuevo acto con que los americanos habían hecho convalecer la autoridad del hijo de María Luisa, que sobre ser nula en su origen, él había abdicado y desmerecido por sucesivos y posteriores hechos de infamia y de crueldad?

Permítasenos renovar la memoria de las escenas del Escorial, Aranjuez y Bayona. En 1807, Fernando es declarado traidor a su padre e indigno de la sucesión. En 1808, cambia de teatro en Aranjuez y, violentado Carlos IV por la facción que había sido sofocada en el Escorial, cede la corona al hijo proclamado entre la turbulencia de la corte. Huye a Francia el viejo pupilo de Godoy a buscarse la protección del Emperador, que en las conferencias de Bayona le hace restituir la diadema, para aceptarla él mismo y ceñirla a su hermano José.

Esta transacción regio-cómica se nos representa por la Junta Central y la Regencia bajo el velo de exclamaciones exaltadas y dirigidas a mover toda nuestra sensibilidad en obsequio de las desgracias del joven cuyo partido les preocupaba. Así es que expiden órdenes ejecutivas a América para que sean presos los reyes padres y su comitiva, si arribasen a estas costas, remitiéndolos a España en partida de registro *17.

Evaporado aquel tierno entusiasmo a que nos arrebató una sorpresa de compasión y de esperanzas, ¿quién es el que distingue menos violencia en las renuncias de Bayona que en la de Aranjuez? ¿Era acaso más importante para Fernando la presencia de Bonaparte que para Carlos IV la de un pueblo amotinado a las puertas de su palacio? Contra la voluntad de todos los de España, abandonar la nación los Borbones, y pierden por este hecho aun aquellos derechos oscuros sobre que se levantó su dinastía.

No podía pertenecer a estos emigrados una nación acéfala por sus resentimientos domésticos. No podía Fernando desde Valencia conservar en su mano el extremo del lazo, mejor diremos, de la cadena que por mera habitud amarraba a América.

Cuando los españoles declararon la guerra a Dinamarca, decían en su manifiesto: “Si esta potencia está oprimida y sujeta a la voluntad de Napoleón, España le declara la guerra como a una provincia de Francia” *18 ¿Por qué no se usa el mismo lenguaje con Fernando preso, o más bien, entregado voluntariamente a disposición del Emperador? ¿Se olvidará jamás el mundo de la alevosa, horrible y sacrílega delación con que vendió al Barón de Kolli, comprometido a salvarle del castillo con la intervención y credenciales de Jorge III? *19.

Cuando fuese una impostura la relación de Mr. Berthemy, Comandante de aquella fortaleza, de que Fernando en el parte se atrevió a exponer que “los ingleses todavía continuaban derramando sangre a su nombre, engañados con la falsa idea de que estaba detenido allí por fuerza”; cuando sea apócrifa su carta impetrando de Napoleón que le adoptase por hijo *20 (acusaciones de que no se ha vindicado), ¿no bastará la infamia de un denuncio semejante para desconocer en el delator el carácter de «Príncipe»?

¿Aún habrá osadía para reconvenirnos con ese juramento prestado sin poder nuestro para obligar nuestras conciencias, en una época erizada de incertidumbres y afecciones tumultuarias, al aspecto de promesas que han sido defraudadas, y de circunstancias que tanto tiempo hace que dejaron de existir? Mas para los comisarios del exterminio de América nunca el teatro varía: el objeto es aniquilarla, importa lo mismo hostilizar en nombre de la Constitución que del déspota que viene a intimarnos.

Tal ha sido la conducta de Osorio en Chile. Es necesario repetirlo: entra con la espada en una mano y el código en la otra; se le hace ver (o ya él lo sabía) que era anulado “por Fernando”; con igual facilidad pelea por “la ley” que por el “enemigo de la ley”. La justicia, esa virtud “una” siempre en todos tiempos y en todos climas, ¿puede sostenerse sobre bases opuestas e intereses implicados? No, no ha sido ella quien dio al tirano la victoria del 2 de octubre de 1814. No ha sido ella quién le inspiró al bárbaro incendio del hospital de nuestros heridos. No fue la justicia quien prendió la mecha del cañón sobre las víctimas refugiadas a los templos de Rancagua.

Ella no autorizó las violaciones con que se profanaron estos asilos de la religión y de la inocencia. Ella no brindó a los sacrílegos los vasos del sacerdocio para que sirviesen a sus bacanales. Ella no regó de sangre los caminos desde Talcahuano hasta la capital, para que por esos rastros de la muerte pudiese hallarse el cuartel general de los sicarios, donde debían presentarse nuestros mejores ciudadanos, prófugos por los montes, para ser deportados a la roca de Juan Fernández.

La justicia no afiló el puñal para el cuello de los nueve asesinados dentro de las cárceles, al pretexto de una fingida conjura, sin más proceso que la ferocidad de los renovadores de la catástrofe de Quito. No es ella la que sumió en “Casas Matas” *21 a tanto benemérito extraídos sin figura de juicio del seno de sus familias que aun lloran su orfandad, y la negación de un canje a que el visir del Perú sacrifica la suerte de sus propios mercenarios a trueque de no mejorar la de nuestros compatriotas. No es la justicia quien levantó los cuatro cadalsos en que se recreaba la cobardía del moderno Bapto (22), y que mandó precipitadamente arrancar de la plaza a la sola noticia del triunfo de 12 de febrero de 1817, cuyo aniversario celebramos *23.

La justicia quiso dar a Chile ese día de gloria y de esplendor, ya satisfecha de que en los procedimientos de dos años y medios hubiésemos purgado nuestra indebida tolerancia, o la ceguedad de no conocer que ella traicionaba los santos derechos de la PATRIA, la necesidad de la INDEPENDENCIA,*24 y el ardiente voto de los pueblos, que la proclamaban con tanta mayor ansia cuanto acababan de aprender en la escuela de la tiranía, que aquél es el único suspirado término de esta sangrienta lucha de siete años, que era llegado el suyo a la impotencia de nuestros agresores y del déspota a quien sirven, que había caído por tierra el ídolo y su nombre, y que no debíamos por más tiempo hacernos reos de la bajeza de invocarlo, cuando la misma España, después de helada por su ingratitud en el nuevo ascenso al trono, se despedaza en las convulsiones del parálisis que la lleva a su última consunción.

Tal es la crisis de esa infeliz nación. La fiereza del monstruo no la hace tan miserable, cuando la inflexible tenacidad de empeñarla en esta lid asoladora, en que, después de haber perdido todas las adquisiciones de la primera conquista, va a quedar excluida para siempre de las de las únicas relaciones con que podía repararse de los estragos de 25 años. España subsistía de América, hoy nada recibe de ella, y tiene que apurar el vacío de sus fondos para combatirla.

A nadie puede ya alucinar en el estado de pobreza que la devora. Si un portentoso esfuerzo le proporciona el envío de algunos gladiadores, ni éstos pueden ser indiferentes al sentimiento de abandonar el suelo natal para encontrar sepulcro tan lejos de su cuna, ni dejarán de conocer que son arrojados a una empresa en que cualquiera triunfo efímero apenas los hará semejantes a la ave que surca el aire y vuelve a cerrarse luego que ella pasa. Morillo (con el mejor ejército que ha remitido España) y todas sus demás divisiones presentan el ejemplo. Mientras ocupan un pueblo, se repite la insurrección en los otros; y al fin toda la masa diseminada de los conquistadores viene a consumirse en medio del incendio.

La conflagración es universal; el espacio inmenso; el fuego de la revolución inextinguible.

No queremos pertenecer a una nación nula, a quien para nada necesitamos, y que necesitando de nosotros, sólo nos busca con la muerte; a una nación falsa en sus promesas, retractaria en sus pactos, contradictoria en sus principios, que pretende hacer valer los de su caduca usurpación, los de una dinastía despojada por sí misma hasta de las apariencias del derecho, y que seamos responsables al resto de nuestros hermanos dignamente emancipados; a la cultura del siglo, que respeta a la LIBERTAD como la diosa de la civilización; a nuestra posteridad, que desde el signo de su futura existencia aguarda el turno venturoso en que ha de entrar sin trabajo a gozar los días de la ley, del honor y de la paz tranquila que le compraron sus padres con su sangre; a todo el género humano, que puede ya contar con un refugio de seguridad y de abundancia en estas regiones bendecidas del Creador y antes vedadas por la orgullosa ambición a la hospitalidad de los demás hombres que no quisiesen ser esclavos; a la naturaleza, que puso en nuestro espíritu los gérmenes de la elección y del mérito incompatibles con la servidumbre; en fin, al Cielo mismo, que ha desenvuelto el rol de las potencias y señalado el asiento que debemos ocupar a la par de los independientes.

Chile ha obedecido a su voz. La solemne acta de 1º de enero de 1818 es la expresión del sufragio individual, la suma de todas las voluntades particulares. No ha querido deferir su resolución a la dilatada convocatoria de un Congreso difícil de reunirse en la efervescencia de la guerra; ha dictado por sí mismo el fallo, que en toda circunstancia habrían sancionado sus representantes, fieles a la confianza, subirán aquellos al altar de la ley revestidos ya de toda la plenitud de la soberanía que necesitan para pronunciarla. El momento se acerca a proporción que huye despavorida la reliquia expirante de nuestros enemigos. Entretanto, para defender LA GRAN CARTA, todo ciudadano ha corrido espontáneamente a las armas. Un ejército veterano de 12 mil bravos y un alistamiento, sin excepción, de milicias nacionales, formar el garante y la valla eterna de nuestra INDEPENDENCIA.

Pueblos Libres del universo: vosotros, que veis confirmadas las bases de vuestra soberanía con este nuevo monumento de justicia sobre el cual ha levantado Chile la suya, decidid en esta fatal contienda entre la humanidad y el vano espíritu de dominación; enseñad a España que aquélla es el origen y objeto de todo gobierno, y preguntadle entonces, ¿quién debe ceder? Uniendo vuestros votos a los nuestros vais a estancar la sangre que inunda a la robusta América y acaba con los últimos alientos de la debilitada España.

Si os afectan nuestros destinos, convencedla de su impotencia y de las mutuas ventajas de nuestra emancipación. Interesadla en sus males y en los que hemos padecido en tres siglos. Inspiradle un sentimiento comparativo entre su suerte y la nuestra; y cuando, calculando de buena fe el éxito que la amenaza, deponga las armas y sacrifique a la justicia y liberalidad los prestigios que la precipitan a su aniquilamiento, protestadle por nuestro honor que el generoso Chile abrirá su corazón a la amistad de sus hermanos y participará con ellos, bajo el imperio hermoso de la ley, todos los bienes de su inalterable INDEPENDENCIA.

Palacio Directorial de Chile, 12 de febrero de 1818.

Bernardo O’Higgins

Miguel Zañartu
Ministro de Estado
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Notas:
*1 Por cédula de 15 de octubre de 1767.
*2 Orden de 1º de septiembre de 1750.
*3 Cédulas de 19 y 20 de marzo, 30 de septiembre 1808: la de 1ª y 22 de enero y manifiesto de 28 de octubre de 1809.
*4 Vicente de Emparán y Orbe, Capitán General de Venezuela,1809-1810.
*5 Órdenes de 28 de julio de 1808, de 14 de febrero, 23 de marzo y 24 de mayo de 1809.
*6 Órdenes del 2 de agosto y 4 de septiembre de 1810.
*7 Comunicación del gobierno español del 15 de agosto de 1810.
*8 Manifiesto del 14 de febrero de 1810.
*9 Orden del 30 de abril de 1810.
*10 Órdenes de 6 de octubre de 1809 y 29 de marzo de 1810.
*11 Órdenes de 10 de julio y 27 de junio de 1809.
*12 Cédula del 1º de enero de 1809 y órdenes de 31 de abril de 1810.
*13 Órdenes del 13 y 19 de julio de 1810.
*14 James Hillyar, comandante de la flotilla inglesa que ayudó a Chile a romper el bloqueo ibérico en el Combate Naval de Valparaíso, 27 de abril de 1818.
*15 Intimación del 20 de agosto de 1814 desde Chillán.
*16 Proclama e indulto del Virrey de Lima, del 14 de marzo.
*17 Cédula del 12 de agosto de 1808, y orden de 1º de marzo de 1809 y 26 de junio de 1810.
*18 Cédula y manifiesto de 4 de octubre de 1809.
*19 Véanse los documentos de esta increíble escena en el “Español” Nº 2, 30 de mayo de 1810.
*20 Carta de 4 de abril de 1810, inserta en el citado Nº 2 del “Español”.
*21 Horrible mazmorra en el Callao de Lima.
*22 No es menos conocido Marcó del Pont, sucesor de Osorio, por sus crueldades que por su afeminación, semejante a la de los Baptos, tan despreciados en la antigua Grecia. Las tiranías relacionadas constan de informaciones jurídicas en nuestros archivos.
*23 Los Padres de la Patria promulgan esta declaración al cumplirse un año de la victoria de Chacabuco sobre el Ejército de Tierra de España, cuyo Comandante en Jefe es hoy S.M. el Rey Juan Carlos I de Borbón, bisnieto de la reina Isabel II de España, quien desató contra Chile la guerra en la cual Valparaíso fue bombardeado el sábado de Semana Santa del 31 de marzo de 1866.
*24 Para el decreto de gobierno -Acta- y circunstancias de la Proclamación de la Independencia, ver en este mismo sitio web artículo del 12-feb-09: «Día de la Independencia».

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