Pablo Huneeus
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¿QUIÉN SE QUEDÓ DORMIDO?
por Pablo Huneeus

(Del libro «¿Qué te pasó Pablo?», publicado en 1981, y cuya décimo séptima edición –ampliada– está en prensa.)

Una y otra vez terremotos y temporales nos toman por sorpresa, como si fuera primera vez que ocurren.

En el último temporal se ahogaron diecinueve pescadores de San Antonio y quizás cuántos más de las caletas olvidadas, naufragaron decenas de embarcaciones del litoral central y encalló un barco de la Armada cuya reparación costará millones a todos los chilenos.

Arrieros de la cordillera no alcanzaron a bajar a tiempo su ganado y ahora ven impotentes, como mueren sus animales bloqueados por la nieve.

No lamentaríamos tanta desgracia si se hubiera sabido antes de tamaño temporal. Ahora bien. ¿Cómo se explica esto habiendo servicios meteorológicos destinados a predecir el tiempo? Caben dos posibilidades.

La primera es que dichos servicios no estén técnicamente capacitados. O sea, que nade haya detectado el temporal ciclónico acercándose a Chile, caso en el cual las medidas a tomar son claras.

La otra posibilidad –quizás más grave aún- es que algunos lo hayan sabido, pero no la hayan comunicado de inmediato a la población.

¿Fue el vigilante que no alcanzó a verlo o que no supo a quién avisarle? ¿Quién se quedó dormido, entonces?

Supongamos la segunda posibilidad, vale decir que estamos en pleno siglo veinte, que el nivel profesional del país es alto y que los responsables de la vigilancia meteorológica saben.

Sería, por lo tanto, un problema de comunicación porque la alarma –si la dieron- no fue escuchada, que para efectos prácticos es lo mismo que no hacerla sonar.

Mientras en las radios AM (la banda más corriente) en otros países con costa llegan a ser majaderas detallando cada hora los vientos, presiones atmosféricas y tipos de olas que se avecinan, aquí el navegante artesanal depende del escueto informe del tiempo en el noticiario de la tarde.

Porque una cosa es el navegante profesional que viaja a bordo de una gran nave ajena perfectamente equipada y otra es el que se hace a la mar con lo que tiene: una embarcación hecha con su empuje, un motor viejo porque uno nuevo cuesta plata y la radio a pila de la casa.

Los pescadores, los patrones de barcas chilotas en los canales australes, mi hermano Francisco y yo pertenecemos a esta última categoría. Los equipos básicos están demasiado caros. Se prescinde de un radiotransmisor, de botes salvavidas, de suficientes bombas de achique, no por ignorancia o dejación, como muchos creen, sino por su alto precio.

El único vínculo con tierra firme es la radio a pilas. Avisos de Odontine y comentarios de futbol, pero nada que advierta de la proximidad de un temporal a mediados de febrero.

En las noticias de las ocho anuncian, desde Puerto Montt, viento norte, pero a las dos de la mañana estamos en medio de un temporal de viento weste que nos golpea sin protección alguna. El ancla garrea y la goleta deriva hacia unos roqueríos. Es una noche negra de olas que saltan de la oscuridad mojando lo que aún no está empapado por la lluvia. El bote chico, amarrado a popa, se ha llenado de agua –ya no flota- y es imposible levantar el ancla debido a la presión del viento (no tengo huinche).

La tripulación consta sólo de dos niños propios que de puro copuchentos, en vez de quedarse en la casa, prefirieron dormir a bordo.

Afortunadamente el motor partió y pudimos salir afuera arrastrando el ancla por proa y el bote hundido por popa, pero lo increíble es estar igual que hace cien años, dependiendo del barómetro cuando se tiene y del ojímetro cuando funciona.

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