Pablo Huneeus
Seguir a @HuneeusPablo
A MI QUERIDO PRIMO
por Pablo Huneeus

Desde que en noviembre pasado encontré entre los recuerdos de mi mamá una foto de su hermana Victoria, madre de Cristián Fernández Cox, que andaba con la idea de ir a verlo so pretexto de dársela en sus manos.

Grande amigo, magno arquitecto y gigantesco corazón, sabía que le iba a gustar ese retrato de la tía Victoria con el brazo en alto sobre la botavara de un yate. Es de cuando los Huneeus Cox vivíamos en 95 Elk Avenue, New Rochelle, NY, y vino ella a pasar unos días con nosotros.

Mi papá, hombre de motores, tenía una lancha «Chris-Craft» apodada «Chilenita», mientras que el vecino del frente, habiendo servido en la «US Air Force» durante la guerra, tenía un velero, el «Azor», en el cual paseaba al barrio entero.

A dar una vuelta por el estuario de Long Island ha debido convidar a mi mamá, quien aparece en otra foto, con su hermana venida de Sud América. Puede haber sido el papá quien tomó la foto; aunque es en blanco y negro, la sombra del guante sobre el brazo denota que fue al atardecer, además que el velamen ya está enrollado para la noche.

Y es al atardecer de su vida que estaba Cristián, algo enfermo sabía, cuando supuse que la sonrisa de la tía, como diciendo ¡vengan niños!, había de alegrarlo. Cualquier día se la entrego, me dije.

Entretanto, me puse a refaccionar un libro, «El Íntimo Femenino», publicado en 1988 y discontinuado en 2006. A manera de introducción, cual idea matriz de esa incursión en el misterio, me apareció la tía Victoria durante una caminata por el fundo Leyda.

La foto quedó en primerísimo lugar, entonces, ¿qué mejor? que llevarle a Cristián, no la foto, sino el libro que su madre encabeza.

Diagramación, correcciones, pruebas, todo el tiempo del trajín editorial, enero y febrero en el sur, me apronté para el momento, al volver a Santiago, de llevárselo de regalo. Tanto que cuando al fin salió de la imprenta, recién el lunes pasado, el primer ejemplar se lo destino al magno arquitecto.

Junto con desenfundar la pluma para dedicárselo «A mi querido primo…», le pido a Verónica que vea en Google cómo llegar a su casa, que si bien no es lejos, hacia arriba siempre me pierdo.

Ahí recién supe que él había cruzado la cordillera tres semanas atrás, en la luna llena del domingo 2 de marzo.

Cualquier día, Cristián, me toca seguirte a las altas cumbres. Mientras, por el ciber espacio te mando el capítulo sobre esa mujer cuyo sentido artístico, –el ver más allá de las formas aparentes– ha debido marcarte a tanto a ti, como a todos quienes la conocimos. Voilà, la introducción al mentado libro:

LA SENSIBILIDAD FINA

Al trajinar mi memoria en busca del momento preciso de descubrir una sensibilidad diferente a la masculina, topo siempre con una caminata al atardecer en Leyda, a los diez u once años, con la tía Victoria, la hermana más compinche de mi mamá.

Hombrecitos nos creíamos Juan Fernández Cox (hijo suyo de igual edad), y este aprendiz de brujo, por lo que desde la primera luz del alba nos dedicábamos a lo propio de adolescentes ociosos veraneando en el fundo del abuelo: matar.

Matar a hondazos codornices en el huerto; a tiros con la escopeta «Saint-Étienne» calibre 12 del tío Ricardo, patos en el tranque; a balazos con el rifle «Winchester» 22, perros cebados que entraban a descuartizar corderos; y a caballazo con los galgos, liebres y conejos que perseguíamos cuchillo al cinto por el mismo potrero «El peumo» donde ahora, saciados al final del día nuestros cavernarios instintos, marchábamos a paso de procesión junto a la tía.

Ella rubia, alta, vestida de blanco y acompañada de una enfermera, dejaba una estela de incienso, o de perfume francés, que por sí solo provocaba un cierto encantamiento. Se apoyaba ligeramente en una vara de coligue que llevaba en la mano, cual báculo de obispo, y que solía usar para destacar algún color, nido o ave en vuelo que atrajese su atención.

Por su manera de caminar –tan Cox–, como en la punta de los pies, parecía flotar sobre el plano terrenal, cuando de repente se detiene embelesada, no por la puesta del sol ni el brillo del planeta Venus tras el cerro «Las rosas» que enmarca el potrero, si no por una brizna de pasto reseco en el suelo.

Estío en campo de rulo pisoteado por ganado flaco, no queda flor ni verdor alguno; pero ella, bajo una rama caída de espino ha visto una espiguilla amarillenta con pétalos moribundos, en la parte superior.

La toma del tallo con la devoción del sacerdote elevando la hostia durante la consagración, mirándola fijo hacia arriba, contra el cielo.

–Vean, niños –dice tras algún silencio, –cómo desde una misma columna central salen flores alternadas; a la izquierda unas, a la derecha otras.

El efecto no fue inmediato, pero sí profundo porque semanas más tarde, cuando quedé solo en Leyda ya no era el mismo.

Aburrido, cargué la escopeta y me dirigí al tranque, donde me aposté sigilosamente bajo un sauce llorón. Al poco rato pasó a seis metros mío un pato silvestre nadando despacito. Lo seguía una pata con su hilera de patitos nuevos hablando a media voz en qua quak. ¡Estupendo tiro! De un disparo mato la bandada completa, pensé.

Apunté, la tenía en la mira, pero en lugar de jalar el gatillo, se me fue la mirada hacia el colorido de estos hidroaviones de agua dulce: pico beige con punta de ámbar, cabeza verde esmeralda, collar blanco, pecho sepia, como foto antigua, y rabo azabache tornasol.

Volví con el morral vacío y el corazón inquieto. Una hebra de pasto en manos de mujer había abierto otra dimensión del espíritu, el lado femenino.

De eso trata este libro, del misterio que es para el hombre su otra mitad, misterio de faldas sobre el cual he escrito antes sin más resultado que el del martillo que no da en el clavo. Que el dedo quede doliendo no asegura que este nuevo encontronazo contra el papel acierte.

Por más que me agazapo tras el escritorio, reúno datos y pongo música, al momento de apuntar, cuando creo tener la bandada en la mira, lista para fijarla en formalina, aparece una dimensión insospechada, que el plumaje cambia o los especímenes varían, y me la quedo mirando. Otro tiro perdido.

Temo que sea el caso ahora. Vean.

Copyright Pablo Huneeus