Pablo Huneeus
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TIPO E: EL ESPECULADOR
por Pablo Huneeus

Parrafadas iniciales de un nuevo capítulo de "Nuestra Mentalidad Económica", libro que ha sido actualizado estos meses y que al fin se encuentra en prensa.

TIPO E: EL ESPECULADOR

Camuflados entre nosotros, los simples humanos, deambulan seres de otros instintos, dotados de órganos sensoriales capaces de detectar oportunidades de negocio donde un pensante corriente ni sospecha. En alta mar, por ejemplo, uno de estos especimenes verá en los delfines que saltan felices al paso de la lancha, no a los amigos eternos del navegante, sino a un montón de materia prima para fabricar harina de pescado. Si lo llevas a conocer un alerzal perdido en la cordillera, su fino oído escuchará por encima del canto del chucao el trepidar de la motosierra que se avecina, pues su alma estará conmovida, no por contemplar los organismos vivientes más antiguos de la creación sino por la millonada que ganaría al aserrar dicho bosque catedral. Y enfrentado a la leucemia terminal de su esposa, hará que la atiendan en el hospital cumbre de la ciencia médica, el renombrado Anderson Cancer Center de Houston, donde la acompañará semanas enteras, marido ejemplar. Pero, aunque agobiado por la irreparable pérdida que se avecina, su delicado olfato le advertirá de algo más que dolor y muerte a su alrededor. Mientras ella dormita en su agonía, él va y viene por los pasillos, conversa con los facultativos, intercambia tarjetas y platica amigablemente con los fabricantes de instrumental quirúrgico que a diario acuden a demostrar sus inventos. A la vuelta, junto a una ánfora con cenizas, trae la representación de equipos médicos de última generación –aparatos de rayos, quirófanos computarizados, máquinas dializadoras– que hoy vende al triple de su costo a la industria de la salud. No fue en vano el viaje.
Del mismo modo, si le secuestran a un hijo –angustiosa situación para cualquier padre de familia– él emergerá del trance como experto en seguridad ciudadana, y pronto extenderá su giro a la venta de sistemas de vigilancia, alarmas anti robo, y armamento policial.
El recuerdo de su propia madre, su casa, el jardín de su infancia, el palto que plantara su abuelo, todo lo entregará por treinta monedas a la constructora de moles, como asimismo lanzará sin pestañear hasta los más íntimos muebles al remate. En tal caso, en medio de la turba que aguarda al martillero, uno puede abrir el ropero de caoba en venta, más que sea para ver si corren los cajones, y encontrar en su interior las camisas de dormir bordadas a mano de la vieja dama. El hombre metálico no pensó en retirar las delicadas prendas femeninas, ¿para qué si nada valen? Entonces, el aroma de agua de rosas y lavanda que exhala esa lencería olvidada sube cual último suspiro de una generación que consideró el dinero un medio, no una finalidad.
Las neuronas de su cerebro están emplazadas de modo de efectuar cálculos de rentabilidad, de costos alternativos, o de tasas de amortización a velocidades superiores a las de un homo sapiens común. Su mente de caja registradora no se detiene nunca. Sueña con números, desayuna leyendo la información bursátil del periódicos, en misa estará sacando la cuenta de cuánto costaría comprar el convento donde recibe la comunión diaria para hacer ahí edificios de departamentos, y en la oficina, de reunión en reunión, todo será transacciones bursátiles, tasas de cambio e intereses del crédito, o sea más y más números.
El espacio craneal ocupado por la plata y las operaciones aritméticas para multiplicarla, no dejan lugar a sentimientos. La ternura, si llega a experimentarla, la aplicará sólo tras un objetivo específico, como obtener sexo gratis, pero su contenido profundo le escapa. Tampoco entiende la caridad si no descuenta impuestos ni causa reportajes en la prensa, y menos la amistad como un nexo de bienquerencia desinteresada. A su antiguo compañero de colegio lo llamará para comprarle a vil precio sus acciones de Aceros Andes sin advertirle que viene una operación financiera OPA gracias a la cual a la semana siguiente valdrán el doble, y a sus leales colaboradores –trabajadores, empleados y ejecutivos– los despedirá sin un pensamiento siquiera por sus familias.
Vida familiar, deportes, lectura de libros, cultivo del espíritu o práctica de la música, todo se encuentra sobrepasado por esa extraordinaria destreza matemática que domina su espíritu cual posesión demoníaca. Quizás por algún trauma de infancia, –golpiza del matón del curso, la humillación de encontrarse un día sin plata para la micro, o complejo del chico– tiene un deseo insaciable de admiración y reconocimiento que se proyecta en una obsesión sicopática por acumular dinero. Cualquiera sea la cantidad que amase, querrá más, y mientras más junte, de mayores capitales dispone para emprender nuevos negocios. Antes de los cincuenta bien puede disponer de una fortuna que a razón de mil dólares diarios ni en cien años podría gastar. ¿Dedicarse, entonces, a disfrutar de la vida? ¿Darle lo que le sobra a los pobres? ¿Estudiar música o filosofía? Nada de eso; ya se ha enviciado con el vértigo de altura y sólo sentirá un cierto alivio a su mal con más y más reuniones, viajes de negocio, apuro y stress, pues su inconsciente estará siempre clamando por nuevas y mayores apuestas. Así, la codicia que lleva implantada al fondo de la psique lo impulsa a seguir en la rueda hasta que un infarto lo detenga.
Su relación con los seres humanos también es peculiar. A medida que sube, el empleado amable, seguro servidor de su jefe e interesado en ayudar a los demás, cambia. Un bichito de arrogancia latente, apenas perceptible en su modesto inicio, se va convirtiendo en desembozada prepotencia. Cual perro cebado con las gallinas, se malea con el aura que a su alrededor provoca el dinero. Ve con perversa fruición cómo las puertas se abren, las mujeres ceden, y los políticos llegan a sus pies haciendo reverencias.
Pero, lejos de considerarse depositario de un capital confiado a él por la sociedad, rechaza cualquier responsabilidad social debido a los recursos que controla. El especulador considera que no se debe a nadie ni tiene compromiso emocional alguno con su patria, la que tildará despectivamente de este país, suerte de tara de nacimiento que entraba su juego en las canchas del ancho mundo.
Se siente superior, por lo que se junta sólo con los igualmente opulentos, los verdaderamente inteligentes según él, ya que el único talento que respeta es el requerido para amasar plata. Envanecido por su propia astucia, empieza a mirar hacia abajo con la misma actitud del capitán de ejército que trata a patadas a los conscriptos de su compañía. Desde las alturas de la torre en que se encierra, los ciudadanos comunes son para él la tropa, esa simple soldadesca destinada a refregarse en el barro. En vista de que ser pobre para él equivale a ser poca cosa, no hay que escucharlos ni tomar en cuenta sus iniciativas. Más bien lo contrario, hay que refrenarles su capacidad de auto determinación hasta llegar a sumir a la población en monopolios que expolien a la gente cual bancos a sus clientes.
Esta mutación del genoma humano viene de muy antiguo y ya en 1596 el propio Shakespeare lo identifica en su comedia El Mercader de Venecia. Ahí vemos al judío Shylock aprontarse, cuchillo carnicero en mano, a arrancarle a Antonio un pedazo de su cuerpo en castigo por no haber podido éste devolverle una plata prestada. El buen Antonio implora a la autoridad que intervenga. Lo siento por ti, responde el duque, porque debes responder ante un pétreo adversario; un ente inhumano, incapaz de compasión, carente y vacío de cualquier atisbo de bondad. (Sólo un resquicio lo salva : Shylock, tal como dice el contrato, bien puede sacarle su libra de carne, del pecho si quiere, pero como nada dice el escrito de extraerle sangre, ha de pagarse sin derramar una gota, lo que es imposible.)

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